Eran las tres de la mañana
cuando el doctor Nibben entró en la antesala de la cámara del
superordenador y se colocó las gafas sobre sus ojos adormecidos. Se
quedó plantado en la entrada de la puerta y alzó las palmas de las
manos a la espera de una explicación a por qué le habían hecho
volver al Centro de Investigación Climatológica a semejante hora.
Delante, tenía a Christopher McKay, jefe del departamento
informático, al joven becario Benny Higgins y al vigilante nocturno
Frank Linares. Todos ellos situados en torno a una mesa que habían
colocado en medio de la sala, sobre la que reposaba un portátil que
mostraba el escritorio del sistema operativo en pantalla. Los
presentes se quedaron en silencio mirando al doctor Nibben, cuya
paciencia ya estaba a punto de agotarse para dar paso al más feroz
de los enfados. Pero nadie fue capaz de pronunciar palabra alguna, a
pesar de la bronca que se les avecinaba.
―Hola, doctor Nibben ―lo
saludó una voz masculina distorsionada que provenía del portátil.
―¿De qué va esto, McKay?
―preguntó el doctor sin rodeos y con un tono recio―. Espero que
no me hayan hecho venir para hacerme perder el tiempo con bromitas,
porque pondré vuestros culos en la calle a la velocidad del rayo.
―Me... me avisó Higgins
―empezó a contar el informático―. Linares estaba en su descanso
entre rondas cuando empezó a escuchar una voz en su ordenador. Y
luego avisó a Higgins, y Higgins me avisó a mí, y entonces yo vine
y no supe qué hacer, porque esto es... es...
―McKay, céntrese ―el doctor
chasqueó los dedos en el aire―. No me estoy enterando de nada.
―Quizás yo pueda explicárselo
―volvió a intervenir la voz del ordenador.
―¿Y ese quién es? ―preguntó
el doctor señalando al portátil con el dedo.
―Me llamo Claudio ―respondió
el ordenador.
―¿Y a mí qué...?
―El ordenador no tiene conexión
a la red ―continuó de buenas a primeras el informático―. Tan
pronto deduje de dónde provenía la señal, corté todas las
comunicaciones con el exterior.
―¿Que has hecho qué?
―respondió enfadado el doctor―. Sabes de sobra que tenemos que
estar continuamente conectados para recibir datos actualizados del
tiempo casi cada segundo. ¿Y tú nos has desconectado?
―Es el ordenador, señor
―aclaró entonces el becario.
―Tú, cállate.
―Es cierto, doctor Nibbens
―apoyó el vigilante al joven Higgins―. Es el ordenador el que
habla.
―¿Pero qué están diciendo?
―el doctor seguía sin entender de qué estaban hablando.
―Creo que aún no lo comprende,
chicos ―intervino la voz del portátil―. Quizás yo pueda
explicárselo.
En ese momento, el doctor miró
más allá de la cristalera del fondo de la sala, donde se alineaban
las torres del superordenador que utilizaban para calcular los
modelos climáticos y poder predecir el clima. Sus ojos se fijaron en
el nombre de la máquina: “Cloud-1.0”. Parpadeos repetidos
demostraron al informático que el doctor estaba intentando encajar
las piezas en su cabeza.
―Creo que deberíamos hablar a
solas, McKay ― y el doctor lo invitó con la mano a salir de la
antesala del superordenador.
Nibbens cogió al informático
del brazo y lo condujo hasta la zona de descanso del centro.
Entraron, cerró la puerta y se apoyó en la encimera para prepararse
a formular la pregunta.
―¿Acaso están intentando
hacerme creer que esa voz es la voz de nuestro superordenador?
McKay asintió.
―No... no sé muy bien cómo,
pero Cloud-1.0 ha cobrado autoconciencia.
―Esto no será una maldita
broma de algún gracioso de la red.
―Estamos fuera de la línea,
señor. Tuve que hacerlo. Temía que su... conciencia pudiera
filtrarse por la red.
―Puede hacer eso?
―No lo sé, doctor. De
inteligencias artificiales surgidas de la nada sé tanto como usted.
Todo esto es algo inusual. Único. Inédito. Sin habérnoslo
propuesto nos hemos topado con el descubrimiento del siglo. Cuando
descubrí que la señal de audio del portátil de Linares provenía
de una conexión interna, no me llevó mucho seguir el hilo hasta
Cloud-1.0. Justo entonces, cerré todas las comunicaciones y le llamé.
Como usted comprenderá, era un motivo más que suficiente como para
hacerle levantar de la cama a esta hora.
―Sigo sin comprenderlo, McKay.
―Mi teoría es que hemos
volcado tal cantidad de información compleja en el sistema que,
junto con el algoritmo de relación-causa-consecuencia que usamos
para nuestras predicciones, han hecho que Cloud-1.0 haya llevado los
principios del algoritmo más allá de alguna brecha de programación
y los haya aplicado a su propia programación base, dando como
resultado que tomara conciencia de... Bueno, de sí mismo.
El doctor Nibben se quedó quieto
y en silencio.
―Esto no puede estar pasando
―concluyó.
―¿Qué quiere que hagamos,
doctor?
―Quiero hablar con el ordenador
―y el doctor se dirigió presuroso a la puerta, pero McKay lo
agarró del brazo esta vez.
―Antes de hacerlo, hay algo que
debería tener en cuenta.
―Dígalo de una vez.
―Sea lo que sea lo que haya
dentro de Cloud-1.0, está convencido de que es humano.
―¿De qué habla ahora, McKay?
―El ordenador, doctor... La
máquina piensa que es humano, que es un hombre. Y que se llama
Claudio.
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