En aquel saloon perdido en el
oeste, se encontraba sentado, justo en la esquina a la que no se
atrevía a llegar la luz de las lámparas de aceite, el forajido que
golpeaba su vaso contra la mesa. Pum. Pum. Pum. Pum. Lo hacía una y
otra vez sin detenerse ni un momento, desde que se ponía el sol
hasta que volvía a salir. El golpeteo era constante e incansable,
como las campanadas que nunca acaban de una iglesia desquiciada.
Aquel extraño individuo había aparecido de la noche a la mañana en
el establecimiento, y ya llevaba tres años frecuentando aquel
decrépito lugar. A pesar de lo tremendamente molesto de los golpes
continuos, nadie se había atrevido a llamarle la atención... Al
menos después de lo que le había hecho al sheriff, quien había
quedado reducido a una mancha en la pared. Desde entonces, la mera
visión de la ropa de aquel extraño, siempre cubierta de barro y
sangre seca, disuadían a cualquiera de cualquier acercamiento.
El cantinero limpiaba el vaso de
cristal empañado con el mismo trapo con el que se había limpiado la
boca. Pelo negro aceitoso, rostro demacrado por más arrugas que
grietas en la madera del mostrador y un delantal en la cintura que
hacía ya mucho tiempo que había sido blanco. Se trataba de un
hombre derrotado que se limitaba a disfrutar de su propia compañía
silenciosa dentro de aquel saloon situado en el pozo más polvoriento
y olvidado del oeste. Delante de él, encorvado sobre un vaso vacío,
Tom el grueso disfrutaba de su ensoñación alcohólica tras haber
pasado la jornada limpiando los establos de la Señora Huey.
La puerta batiente anunció la
llegada de un nuevo parroquiano con el chirrido trabajoso de unas
bisagras recias. El joven entró y dejó la puerta batiente estática
detrás de él, bloqueada por la herrumbre. Miró alrededor con la
mano cerca del revólver en la pistolera. Nadie parecía agresivo, de
hecho, nadie parecía percatarse siquiera de su llegada. Con paso
firme, sus botas resonaron en el suelo sucio de madera casi al compás
de los golpes del forajido oculto entre las sombras. Cuando llegó al
mostrador, se apoyó en él para dirigirse al cantinero, absorto en
su mundo interno como si estuviera hipnotizado.
―Ponme un vaso bien lleno del
aguardiente más... ―fue entonces cuando se percató de la molestia
del golpeteo del vaso―. ¿A qué vienen esos golpes? ¿Es que ese
tipo está loco?
El cantinero miró despacio a su
nuevo cliente de arriba abajo. Ropa limpia, sombrero nuevo, y piel
perfumada. Aquel joven hombre acababa de gastarse mucho dinero en
cuidados, y no le apetecía preguntar de dónde lo había sacado. Sin
embargo, consideró oportuno compartir la advertencia con él, si es
que este realmente deseaba continuar disfrutando de sus días de
dinero y ropa limpia.
―No es asunto suyo, forastero
―le dijo con el mismo tono cansado de aquel que lleva semanas sin
dormir―, y le aconsejo por su bien que no se meta donde no le
llaman.
―Pero esto es un saloon, ¿no?
¿No? Se supone que puedo entrar aquí y pedirme una copa para
disfrutar de un momento de tranquilidad en buena compañía. Y
resulta que está ese tipo del fondo que no deja que me calme para
disfrutar de mi copa, con tanto golpe una y otra vez. ¿Es que soy el
único aquí al que le molesta?
El joven miró al lado, hacia Tom
el grueso, que escuchaba la conversación sin darse por aludido. El
joven resopló al verse ignorado.
―Esto es increíble ―miró
arriba, a la barandilla vacía del piso superior, luego, a la pianola
destrozada del lateral y, finalmente, a las mesas de juegos cojas de
alrededor―. ¡Y para colmo no hay ni mujeres ni cartas! Cantinero,
sírvame esa copa deprisa y dígame el nombre de este pueblucho de
mala muerte para no regresar aquí nunca más.
El cantinero vertió la bebida en
el vaso que había estado limpiando, y respondió a su pregunta.
―Este pueblo se llama
“Márchese”.
El joven soltó una risotada y se
tomó la bebida de un trago. Aguantó con el vaso vacío en el aire
hasta que su mente se acopló al ritmo del golpeteo del fondo, y bajó
el vaso suyo con fuerza contra el mostrador para que coincidiera con
el golpe del hombre del fondo. Luego, dio un palmetazo contra la
barra y de un manotazo lanzó el vaso contra Tom el grueso, quien, de
nuevo, ni siquiera pestañeó.
―No te va a hacer caso, Mike
―habló Tom dirigiéndose al cantinero sin mirarlo―. Este joven
está envalentonado. Se cree el rey de todo el mundo. Es joven y
terco. Lo puedo ver hasta sin mirarle.
―¿Y tú qué dices ahora,
gordo? ―replicó el joven, desenfundando y apuntando con su
revolver a la sien del cansado Tom el grueso.
―Parece que está empeñado en
morir esta noche aquí dentro ―fue la respuesta de Tom el grueso a
su amenaza.
El joven chistó y frunció el
ceño, y nadie dijo nada. Solamente continuaron en el ambiente los
golpes del vaso. Hasta que la paciencia del joven llegó a su límite,
se dio media vuelta y se dirigió furioso hacia el forajido del
fondo. No se dejó impresionar por la teatralidad de sus manchas de
sangre ni de la sombra que ocultaba su rostro. De un aspaviento
rabioso, el joven apartó la mesa de delante y la tiró a un lado
para después apuntar directamente a la frente del forajido, quien se
había quedado con el vaso en el aire sin una mesa sobre la que dar
su siguiente golpe.
―Este muchacho ―comentó Tom
el grueso desde la barra― cree que puede cambiar el mundo él solo,
Mike.
El cantinero escuchó a su amigo,
mientras cogía otro vaso empañado y comenzaba a limpiarlo como
siempre.
―A ver que haces ahora, tarado
―insultó el joven al hombre sombrío al que apuntaba.
Pero el forajido y su sombra
permanecieron estáticos justo en la misma posición en la que
estaban sentados justo antes de que el joven vaquero mandase la mesa
volando por los aires. Este empezó a estar harto de sentirse
ignorado y de no hacer valer su voluntad dentro de aquel saloon de
mala muerte, de modo que se dispuso a volarle la mano al forajido
misterioso, justo aquella con la que sostenía el fastidioso vaso.
Y fue justo en el momento que
desvió el cañón de su revolver, desde la frente hasta su mano
levantada, cuando los ojos brillantes y blancos del forajido se
abrieron irrumpiendo inesperados en la sombra que ocultaba su cara.
Sus ojos luminosos y vacíos se clavaron en los del joven, cuyo
corazón quedó helado y cuyo temor le hizo flaquear las fuerzas de
sus piernas. El forajido se puso de pie, despacio, y se alzó ante él
como una imponente montaña sombría. Y cuando ya estuvo de pie, el
joven no salió de su estupor cuando contempló cómo el rostro
ensombrecido comenzó a plagarse de ojos que se abrían uno tras
otro, hasta que toda la silueta oscura de la cara del forajido quedó
cubierta de ojos abiertos blancos, brillantes y vacíos.
El joven apenas pudo balbucear
para pedir clemencia cuando el castigo por haber apuntado al vaso
cayó implacable sobre él. Fue rápido y brutal, y tan solo se
escuchó un chasquido de hueso y un grito mortecino y apagado.
Mike el cantinero y Tom el grueso
ni siquiera se movieron del sitio. Y para cuando Mike se atrevió a
alzar la vista, no había ni rastro del joven vaquero. Sin embargo,
el forajido volvía a estar en su asiento oscuro y con la mesa
delante de él, lista para continuar como si nada hubiese sucedido.
Mike suspiró y se lamentó para sus adentros. “Ojalá aquel joven
insensato me hubiese hecho caso”.
Pum. Pum. Pum.
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