El sabio anciano de la aldea
había tenido una revelación. Tras haber pasado una noche meditando
en lo alto del monte del fresno, su mirada cambió. Desde entonces,
el brillo de sus ojos era constante y le era imposible contener el
torrente de ideas que no paraban de brotar de su cabeza. El aluvión
era tan abrumador que tenía que darle salida por la boca, y el
anciano deambulaba por la aldea hablando para sí mismo, vomitando
cavilaciones inconexas como si una acalorada y eterna discusión
filosófica tuviera lugar en el foro de su mente. Los aldeanos
comenzaron a darle de lado, asustados por su carácter extraño,
distraído e impredecible. Algunos incluso llegaron a asegurar que el
anciano había dejado de dormir, y pasaba todos los días y todas las
noches en busca de una respuesta imposible a una pregunta que nadie
se había planteado nunca.
Y es que el anciano estaba
obsesionado con el poder de la mente. Obsesionado y contrariado. Le
maravillaba la facilidad con la que podía imaginar casi cualquier
cosa, desde una pequeña flor hasta un animal imposible con pico de
águila y cuerpo de león. Sin embargo, no comprendía por qué
aquella fuente inagotable de imaginería quedaba únicamente
reservada para su interior. Por mucho que se empeñase en pensar que
ese animal de pico de águila y cuerpo de león existía, ese
concepto siempre permanecía en el interior de su mente y jamás se
manifestaba en el exterior. Este hecho desconcertaba al anciano, pues
estaba decidido a conseguir que su mente fuese capaz de materializar
todo aquello que imaginaba. Si podía imaginarlo, tenía que también
poder existir, o al menos así se aseguraba a sí mismo en sus
charlas unilaterales.
Decidió que vivir en sociedad lo
distraía de su propósito y diluía la capacidad de su mente.
Necesitaba un periodo de concentración intenso y enfocado. Sin
distracciones, sin comida, sin higiene. Simplemente él a solas con
su mente. De modo que decidió apartarse de todo y retirarse a una
cueva más allá del monte del fresno.
Y desapareció de la aldea para
no volver hasta que hubiese logrado su meta. Nadie supo a dónde
había ido, y nadie echó de menos sus paseos errantes por las
calles, aunque el sabio estaba convencido de que algún día
regresaría en compañía y de la mano de todas aquellas criaturas y
abstracciones que hubieran salido de su cabeza.
Pero debía ponerse a ello cuanto
antes. Desde que puso el pie dentro de la gruta, tomó asiento al
lado de una roca baja y plana y se concentró en su superficie como
si fuera a partirla en dos con la mirada. Había decidido que
empezaría con algo sencillo y no dejaba de pensar en un grano de
tierra. Se lo imaginó átomo a átomo, con todo lujo de detalles, y
luego trató de proyectarlo sobre la superficie de la roca para
hacerlo aparecer. El sol se puso, volvió a salir y volvió a
ponerse, y el anciano continuaba quieto, con las piernas entumecidas
y una terrible jaqueca a causa del esfuerzo y del hambre. Pero no
desistió y continuó, hasta que los días se convirtieron en
semanas, y las semanas en meses.
Pero aún no había ni rastro de
ningún grano de tierra.
Su cuerpo, no obstante, parecía
negarse a desfallecer y, de algún modo que escapa a cualquier
entendimiento, el anciano perduró sin comida, sin bebida y sin
descanso. Hasta que, un día, las fuerzas le fallaron y no le quedó
más remedio que cambiar de postura. Se llevó las manos al rostro,
afligido por lo imposible de aquello que estaba intentando lograr.
Pero al levantar de nuevo la vista, lo vio delante. Aquel grano de
tierra que tanto tiempo había llevado imaginando. Se cercioró de
que no se trataba de una alucinación y lo cogió, lo hizo rodar
entre las puntas de sus dedos e incluso se lo llevó a la boca y lo
masticó. El crujido de aquel grano entre los dientes lo llenó de
gozo y le abrió el camino que tanto tiempo había estado esperando
recorrer. De modo que esta vez intentó algo un poco más difícil, y
trató de imaginarse una flor.
El tiempo pasó, y desde la aldea
se extrañaban cuando alzaban la mirada más allá de la colina del
fresno. Desde hacía tiempo, de la gruta en la roca habían empezado
a enraizarse flores de diferente tipo y a deambular extraños
animales que nunca nadie había visto antes. Sin embargo, lejos de
acercarse por curiosidad, se corrió la voz de que el lugar era una
trampa de los dioses vengativos para embaucar a los mortales
curiosos. Nadie sospechó que se trataba del anciano desaparecido,
que se encontraba en el interior haciendo real cualquier cosa que se
le pasara por la cabeza.
Sin embargo, el anciano terminó
siendo absorbido por su propia mente y, un buen día, sintió que una
inesperada idea estallaba dentro de su imaginación como una
explosión rebosante de colorido. Una infinidad de estrellas
brillaron más allá del fondo de sus pupilas titilantes. No entendía
cómo lo había conseguido, pero se topó con toda una inmensa
vastedad dentro de su mente, con vacío y puntos brillantes tan
distantes que harían falta millones de vidas tan solo para recorrer
una porción del tamaño de la cabeza de un alfiler. El corazón le
dio un vuelco y tragó en seco ante semejante hallazgo. Trató de
regresar a la realidad de la cueva, pero le fue imposible. De modo
que exploró un poco más aquella oscuridad luminosa que había
surgido dentro de su cabeza. Se fijó en uno de los objetos redondos
que flotaban en el vacío. Le llamó la atención su color azul y el
brillo que le otorgaba la intensa luz de aquella otra esfera luminosa
cercana.
Le gustó mucho aquella esfera
azul, y decidió hacer algo con ella. Lo primero sería darle un
nombre. Tierra. Al fin y al cabo, se trataba del primer grano de
arena que había encontrado dentro de aquel inmenso océano de
oscuridad de su imaginación.
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