jueves, 2 de junio de 2016

Edith: despertar

¡Pero si estás bien! ¿Se puede saber entonces a qué vino lo de antes? De verdad, espero que, sea lo que sea, merezca la pena ―fue lo que dijo Ezra al atravesar la puerta de entrada―. No sé a qué viene tanta urgencia. Podrías haberme contado algo con un mensaje en vez de dejarme en ascuas y hacerme venir todo el camino hasta aquí.


Su hermana Edith, aún en pijama, cerró la puerta del piso tras él, empezó a dar pasos lentos con los pies descalzos y se frotó las manos con la vista perdida en la alfombra. Estaba sumida en sus propios pensamientos, y no decía palabra alguna. Ezra, de pie en medio del salón, miró a su hermana y luego miró alrededor. Todo parecía en orden. El silencio se prolongó más de lo que soportaba la escasa paciencia de Ezra, y levantó las palmas de las manos en un gesto de incomprensión y de prisa. No entendía por qué su hermana lo había hecho venir hasta su casa ni por qué ella actuaba como si estuviese ida.

Hacía veinte minutos, Edith lo había llamado por teléfono, balbuceando y atropellando unas palabras con otras. Cuando escuchó su voz entrecortada y sofocada por el auricular, Ezra se preocupó por ella. Parecía nerviosa y angustiada. “Ven a mi casa cuanto antes”, fue lo único que acertó a entender antes de que Edith cortara la llamada.

¿A qué viene esto? Te noto rara, Edith. ¿Qué te ha pasado antes? Parecías muy nerviosa... De verdad, me llegaste a asustar. Pensaba que te estaba dando un telele o algo... ―pero Edith deambulaba callada y con la mirada gacha por el salón. Ezra se acercó a ella y puso la mano en su hombro―. ¿Qué te pasa, Edith?

Estoy pensando en cómo contártelo ―dijo Edith finalmente, rompiendo su extraño silencio―. Pero no se me ocurre ninguna forma convincente de que me creas.

Ezra frunció el ceño.

¡Venga ya, Edith! Suéltalo ya.

Será mejor que te sientes en el sofá ―le aconsejó ella.

Ezra volvió la mirada hacia el sofá y luego hacia su hermana.

Edith, no me hagas perder el tiempo. Dime si te pasa algo o no. Hoy no es un buen día para hacerme perder el tiempo con tonterías. Si no es nada urgente, o ya se te ha pasado lo que quiera que fuese lo que te pasaba, entonces me marcharé ―mientras él hablaba, Edith no dejaba de ofrecerle asiento en el sofá con un gesto hierático de la mano―. ¡Está bien! ¡Ya me siento! ¿Ves? Ya estoy sentado. Ahora venga, suéltalo. Y rápido. Tengo que recoger a Nadia del trabajo dentro de media hora para ir a almorzar.

Edith se quedó de pie con los ojos cerrados delante de su hermano sentado. Suspiró profundamente y se dejó llevar por el tono de su voz.

¿Edith? ¿Qué haces ahora con los ojos cerrados...? ¿Me estás escuchando al menos? Ya no tienes quince años. Eres mayor para estos jueguecitos. Te estoy diciendo que no puedo quedarme aquí contigo todo el rato. Cuéntame por qué estabas tan rara de una vez, o si no me tendré que marchar ―pero Edith recuperó su silencio―. Bueno, ya basta. Se acabó. He venido. Te he visto. Estás bien. Loca, pero bien. Como siempre. Así que yo me voy.

Ezra se levantó, pero Edith ni se inmutó. Su hermano negó con la cabeza decepcionado con su actitud. Esperaba que, después del accidente y la rehabilitación, Edith cambiara y madurara. Pero saltaba a la vista que seguía comportándose como si todo el universo tuviese que girar en torno a ella. Ezra estaba cansado de cuidar constantemente de su caprichosa hermana pequeña de veintidós años, de modo que se acercó a ella y le dio un beso de despedida en la mejilla.

Le pareció extraño que tuviera que ponerse de puntillas para llegar a la mejilla de ella. Entonces, Edith abrió los ojos de repente y miró abajo.

¡Lo he conseguido! ¡Puedo controlarlo! ―exclamó ella, que se agarró inmediatamente a los hombros de su hermano como si intentara mantener el equilibrio sobre unos patines.

¿Pero qué dices ahora?

Ahora no te quedará más remedio que creerme. ¡Mira!

Edith señaló al suelo debajo de ella. Cuando Ezra bajó la mirada, vio que las puntas de los pies de ella flotaban unos centímetros sobre el suelo.

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