―¡Pero si estás bien! ¿Se
puede saber entonces a qué vino lo de antes? De verdad, espero que,
sea lo que sea, merezca la pena ―fue lo que dijo Ezra al atravesar
la puerta de entrada―. No sé a qué viene tanta urgencia. Podrías
haberme contado algo con un mensaje en vez de dejarme en ascuas y
hacerme venir todo el camino hasta aquí.
Su hermana Edith, aún en pijama, cerró la puerta
del piso tras él, empezó a dar pasos lentos con los pies descalzos y se frotó las manos
con la vista perdida en la alfombra. Estaba sumida en sus propios
pensamientos, y no decía palabra alguna. Ezra, de pie en medio
del salón, miró a su hermana y luego miró alrededor. Todo parecía
en orden. El silencio se prolongó más de lo que soportaba la escasa paciencia de Ezra, y levantó las palmas de las
manos en un gesto de incomprensión y de prisa. No entendía por qué
su hermana lo había hecho venir hasta su casa ni por qué ella
actuaba como si estuviese ida.
Hacía veinte minutos, Edith lo
había llamado por teléfono, balbuceando y atropellando unas
palabras con otras. Cuando escuchó su voz entrecortada y sofocada
por el auricular, Ezra se preocupó por ella. Parecía nerviosa y
angustiada. “Ven a mi casa cuanto antes”, fue lo único que
acertó a entender antes de que Edith cortara la llamada.
―¿A qué viene esto? Te noto
rara, Edith. ¿Qué te ha pasado antes? Parecías muy nerviosa... De
verdad, me llegaste a asustar. Pensaba que te estaba dando un telele
o algo... ―pero Edith deambulaba callada y con la mirada gacha por el salón. Ezra
se acercó a ella y puso la mano en su hombro―. ¿Qué te pasa,
Edith?
―Estoy pensando en cómo
contártelo ―dijo Edith finalmente, rompiendo su extraño
silencio―. Pero no se me ocurre ninguna forma convincente de que me
creas.
Ezra frunció el ceño.
―¡Venga ya, Edith! Suéltalo
ya.
―Será mejor que te sientes en
el sofá ―le aconsejó ella.
Ezra volvió la mirada hacia el
sofá y luego hacia su hermana.
―Edith, no me hagas perder el
tiempo. Dime si te pasa algo o no. Hoy no es un buen día para
hacerme perder el tiempo con tonterías. Si no es nada urgente, o ya
se te ha pasado lo que quiera que fuese lo que te pasaba, entonces me
marcharé ―mientras él hablaba, Edith no dejaba de ofrecerle
asiento en el sofá con un gesto hierático de la mano―. ¡Está
bien! ¡Ya me siento! ¿Ves? Ya estoy sentado. Ahora venga, suéltalo.
Y rápido. Tengo que recoger a Nadia del trabajo dentro de media hora
para ir a almorzar.
Edith se quedó de pie con los
ojos cerrados delante de su hermano sentado. Suspiró profundamente y se dejó
llevar por el tono de su voz.
―¿Edith? ¿Qué haces ahora
con los ojos cerrados...? ¿Me estás escuchando al menos? Ya no
tienes quince años. Eres mayor para estos jueguecitos. Te estoy
diciendo que no puedo quedarme aquí contigo todo el rato. Cuéntame
por qué estabas tan rara de una vez, o si no me tendré que marchar
―pero Edith recuperó su silencio―. Bueno, ya basta. Se acabó.
He venido. Te he visto. Estás bien. Loca, pero bien. Como siempre.
Así que yo me voy.
Ezra se levantó, pero Edith ni
se inmutó. Su hermano negó con la cabeza decepcionado con su
actitud. Esperaba que, después del accidente y la rehabilitación,
Edith cambiara y madurara. Pero saltaba a la vista que seguía
comportándose como si todo el universo tuviese que girar en torno a
ella. Ezra estaba cansado de cuidar constantemente de su caprichosa
hermana pequeña de veintidós años, de modo que se acercó a ella y
le dio un beso de despedida en la mejilla.
Le pareció extraño que tuviera
que ponerse de puntillas para llegar a la mejilla de ella. Entonces,
Edith abrió los ojos de repente y miró abajo.
―¡Lo he conseguido! ¡Puedo controlarlo! ―exclamó ella, que se agarró inmediatamente a
los hombros de su hermano como si intentara mantener el equilibrio
sobre unos patines.
―¿Pero qué dices ahora?
―Ahora no te quedará más
remedio que creerme. ¡Mira!
Edith señaló al suelo debajo de ella.
Cuando Ezra bajó la mirada, vio que las puntas de los pies de ella
flotaban unos centímetros sobre el suelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario