El coche avanzaba despacio y sin
apenas hacer ruido. El motor ronroneaba suavemente mientras la goma
de los neumáticos recorría el sucio asfalto de la calle trasera del
gimnasio del distrito. La luz naranja de las farolas iluminaba la
dañada carrocería del pequeño utilitario azul, que iba entre
sombras y luces. Con más kilómetros a sus espaldas que cuidados por
parte de su dueño, la maquinaria funcionaba, siempre diligente y sin
averías. La dirección giró suavemente y el coche se detuvo delante
de la valla de alambre. En el interior del coche, Ezra bajó la
cabeza para comprobar por la ventanilla la altura del vallado. Tenía
unos cuatro metros y los tubos de soporte terminaban con un saliente
inclinado hacia fuera con alambre de espino entre ellos. Ezra suspiró
y miró a su hermana, sentada en el asiento del copiloto. Ella ya se
había puesto las protecciones en codos y rodillas y estaba
terminando de ajustarse la correa del casco debajo de la barbilla.
―Tenías razón ―confesó él,
mientras se colocaba un gorro de lana negro y sacaba unas gafas de
sol de un estuche―. No podemos trepar por encima.
Edith a su vez sacó unas gafas
de piscina del bolso de deporte que tenía a sus pies y se quedó
pensativa mirándolas.
―¿De verdad crees que habrá
un vigilante ahí dentro?
―No tengo ni idea, hermanita ―
y se puso sus gafas de sol mientras se miraba en el espejo
retrovisor―. Ya hemos dado cinco vueltas alrededor y me he bajado a
mirar, pero no he visto ninguna luz dentro. En cualquier caso,
nosotros vamos a colarnos ahí dentro sin permiso. No es que vayamos
a hacer nada malo ni nada, solo vamos a ponerte a prueba y eso. Pero
eso sí, vamos a colarnos... sin permiso. O al menos a intentarlo.
Seamos precavidos. No queremos que nos reconozcan.
―¡Pero si es un gimnasio de mala
muerte! Ya apenas viene nadie desde que abrieron el centro deportivo
nuevo.
Ezra le quitó las gafas de
piscina de las manos.
―Escucha, tú tienes que
ponértelas de todas formas ―y su hermano se las colocó con
cuidado―, puede que la piscina tenga más cloro por la noche para
limpiar el agua. Así te protegerás los ojos. Yo me pongo estas de
sol..., pues porque soy así de guay.
―¿Y cuál es el plan? ¿Cómo
entramos?
―Pues por la puerta. Por
aquella puerta ―Ezra señaló una puerta en la valla, justo delante
del coche.
―Pero estará cerrada, genio.
―Hermanita de poca fe. Fíjate
mejor.
Edith miró de nuevo la puerta.
Vio que la cerradura estaba rota, pero la puerta estaba cerrada con una
cadena firmemente bloqueada con un candado grande, de aspecto sólido
e inquebrantable.
―Yo solo veo una puerta cerrada
con una cadena gorda y un candado enorme. Espera..., ¿no pretenderás
que pase volando por encima de la valla? Porque para eso, no hacía
falta venir hasta aquí.
―Pues no es que no se me haya
pasado eso por la cabeza, hermanita. Pero por suerte para ti ―Ezra
sacó un destornillador de la guantera―, tengo la llave para ese
candado.
―Dudo que puedas abrirlo con
eso. Pero pongamos que lo logras y entramos. ¿Cuál es el plan de
huida si algo sale mal?
―Pues el plan de huida es...
huir ―contestó Ezra, saliendo por la puerta del coche.
Edith lo siguió con paso ligero
y mirando hacia los lados de la calle una y otra vez. Ezra vestía de
negro, y ella vestía un grueso abrigo largo y oscuro que la joven
mantenía cerrado delante del pecho con ambas manos. Debajo, llevaba
un bañador de una pieza, listo para usar en cuanto divisase el agua.
Hacía frío, y Edith lo notó erizándole la piel de las piernas.
Ezra se agachó delante del candado y comenzó a hurgar en la
cerradura.
―¿Desde cuándo sabes abrir
candados? ― le preguntó Edith, tiritando por el frío que se le
colaba por debajo del abrigo―. No sabía que mi hermano era un
delincuente.
De buenas a primera, la cadena
dejó de estar tensa y el candado cayó pesado al suelo.
―No soy un delincuente. En esta
vida hay que saber de todo, hermanita voladora ―Ezra abrió la
puerta delante de ella―. Las allanadoras, primero.
A Edith se le escapó una
sonrisa. Aunque a veces su hermano era duro con ella, en ocasiones
sabía cómo hacerla reír. Ella respondió a su comentario,
elevándose sobre el suelo y pasando por delante de él como si fuera
un fantasma.
―¡Muy bien, hermanita! ―dijo,
cerrando de nuevo la puerta detrás de él―. Veo que ya no te da
tanto miedo. ¡Ya era hora!
Ambos comenzaron a recorrer a
hurtadillas los alrededores del gimnasio en dirección a la piscina
al aire libre. A medida que avanzaban, sus sospechas de que no había
vigilancia parecían confirmarse, y fueron ganando confianza. Edith
se mantenía flotando tan solo unos centímetros por encima del
suelo, simplemente por ir poniéndose a prueba. En ese momento, ella
se notaba en control y empezó a disfrutar, a pesar de que era presa
de los nervios y de la emoción. Parecía que llevaba una sonrisa
imborrable debajo de las gafas de piscina. Asentía con la cabeza al
tiempo que sus pensamientos se aclaraban y le marcaban un posible
camino a seguir en la vida.
―Todavía me da respeto esto de
volar... ¿sabes? ―empezó a decir, rompiendo el silencio―. ¡Qué
raro se me hace hasta decirlo! Pero he tenido toda la tarde para
pensar y... esto puede ser algo bueno... muy bueno para mí. A lo
mejor estoy destinada a hacer grandes cosas con este don.
―¡Vaya! Suena a que te vas a
poner una máscara y una capa y vas a empezar a salvar a la peña en
los incendios.
―No digas tonterías,
Ezra ―aunque a ella, en realidad, no le sonaba tan descabellado
usar su habilidad para ayudar a los demás.
Y justo entonces, después de
doblar una esquina, la piscina apareció ante ellos con sus destellos
de agua celeste. Sin embargo, lo primero que vio Edith fue el
trampolín. Estaba algo oxidado, pero su estructura se elevaba hasta
los tres metros sobre la piscina.
―Bueno, ¿cómo quieres hacer
esto? ¿Te metes en el agua y vas subiendo poco a poco o...?
Pero ella ya había aterrizado y
había empezado a correr hacia el trampolín dejando atrás el abrigo
en el césped seco. Con las protecciones firmes en codos y rodillas,
se acomodó el casco y las gafas antes de empezar a subir por la
escalerilla.
―¿No crees que eso es un poco
radical para empezar, Edith? ―dijo su hermano en voz alta―. ¿Te
recuerdo que esta mañana estabas acojonada?
―¡Solo es agua! ―repuso
ella―. Si me caigo, me daré un chapuzón, nada más ―Edith
alcanzó la cima y se quedó de pie en lo alto―. Pero no va a pasar
nada.
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