El roce áspero de la cuerda le hacía daño en las muñecas y en los
tobillos, pero Priscila seguía esforzándose para liberarse de sus
ataduras. Aquel psicópata la había amordazado y le había atado los
pies a las patas de la silla, y las manos, al respaldo. El asiento
estaba fabricado con resistentes piezas de madera, pero Priscila no
dejaba de tirar de todas sus extremidades para soltarse, a pesar de
que su sangre ya empapaba las hebras del trenzado de la cuerda. Su
mirada estaba clavada en el culpable de su tormento, dormido
plácidamente en la cama que tenía delante. La realidad se deformaba
por las lágrimas que nublaban su mirada, pero aun así, Priscila no
dejaba de vigilar el descanso de su secuestrador, mientras contenía
los sollozos en las profundidades de su garganta. No debía hacer
ruido, pero tenía que seguir intentando escapar. Ya había
amanecido, y el durmiente había comenzado a revolverse entre las
sábanas. Estaba teniendo un mal sueño y pronto despertaría.
Apretó la mordaza entre los dientes cuando tensó y retorció un
brazo. Un crujido casi imperceptible le hizo pensar que la madera
estaba cediendo. Entonces, escuchó un grito ahogado bajo la almohada
y el hombre de la cama se incorporó como si estuviese impulsado por
un resorte. Aquel chico suspiró profundamente y gruñó, no había
descansado bien la noche anterior. Pasó su mano por el rostro y miró
a Priscila con el ojo que no se estaba rascando.
—Buenos días... —le dijo a
Priscila, con voz de recién levantado—. ¿Has dormido bien? —la
chica no dijo nada, solo se le quedó mirando con los ojos muy
abiertos—. Es verdad, no puedes hablar con esa mordaza. No me he
dado cuenta, perdona, no quería ser maleducado. Pero te lo pregunto
porque estos cabrones son a veces un poco molestos por la noche —el
chico bostezó, se sentó en la cama y dio algunos golpes en el suelo
con el pie descalzo—. ¿Estáis ahí abajo, cabrones?
Priscila no sabía con quién
estaba hablando, pero aquel chico delgado de mirada perdida parecía
dar continuamente ademanes de mirar bajo la cama, sin llegar nunca a
atreverse a hacerlo.
—A veces se ponen a hablar por
la noche. ¿Los has oído...? Espero que no. Pueden ser un verdadero
coñazo y, a veces, me tienen toda la noche en vela. ¡Oh! Aquí
están.
El chico dio un salto y se puso a
gatas al lado de la cama. Parecía estar reaccionando a algo que
solamente él era capaz de ver. Priscila no dejó que el miedo la
dominase y siguió luchando para liberarse. Poco le importaba ya que
estuviese a la vista de su captor. Este, balanceaba la cabeza de un
lado para otro, mientras sorteaba los zarpazos de las garras oscuras
y esqueléticas que sobresalían por debajo de la cama y que solo él
podía ver.
—Por suerte, ya los voy
conociendo un poco mejor —dijo el chico, totalmente ajeno a los
esfuerzos de Priscila por escapar—, y sé qué hay que hacer para
que se vayan un rato.
Aquel chico no dudó en coger el
cuchillo sucio de encima de su mesilla de noche, observó luego los
dedos de su mano izquierda, eligió el índice y hundió la punta del
cuchillo en la yema. Unas generosas gotas de sangre cayeron en el
suelo, junto a las manchas de otras de días anteriores que ya se
habían secado. Satisfecho, se puso de pie y solo él observó cómo
las garras se escondían bajo su cama.
—¿Ves? —le preguntó a
Priscila—. Todas las mañanas funciona —y el chico comenzó a
chuparse la sangre de la herida—. Ahora, veamos cuál es tu
historia, chica.
Recogió la cartera que estaba
tirada en el suelo y se sentó a los pies de la cama. La abrió con
una mano y rebuscó hasta encontrar el documento de identidad.
—Te llamas Priscila... Bonito
nombre, aunque un poco raro, ¿no? Yo me llamo Indie. A lo mejor
también te parece un nombre raro...
A Priscila le daba igual. No
deseaba saber nada de él, solo quería salir de allí. Desesperada,
buscó con la mirada alguna escapatoria. La puerta de la habitación
estaba abierta, pero para llegar hasta ella primero tendría que
desatarse. Además, ni siquiera sabía cómo estaban distribuidas las
habitaciones dentro de aquella casa. De modo que, si llegaba a
soltarse, no sabría hacia dónde correr. Siguió mirando y encontró
una ventana. Estaba más cerca que la puerta, pero ni siquiera sabía
a qué altura de la calle se encontraba. En su recorrido visual,
reparó en la foto de una chica, cuya esquina asomaba por el borde de
una caja de cartón abierta, medio escondida detrás de la cómoda.
Indie se dio cuenta de dónde estaba mirando.
—¿Qué miras?—la chica
desvió la mirada rápidamente, pero Indie supo de qué se trataba—.
Vaya, ¡qué lista eres! Apenas hemos empezado a charlar y ya sabes
por qué estás aquí —Indie rodó por la cama y cayó justo al
lado de la cómoda. Cogió la foto y se acercó a Priscila para
enseñarle mejor la imagen.
—¿La ves mejor ahora? —le
preguntó, para después ponerse en cuclillas y mirar a Priscila
directamente a sus ojos llorosos—. Se llama Esperanza... ¿A que es
preciosa...? Es la chica más guapa del mundo..., y es mi verdadero
amor. ¿De verdad pensaste que con tus miraditas y sonrisitas podías
llegar a ocupar su lugar?
Priscila se apresuró a negar con
la cabeza.
—¿Entonces por qué me mirabas
aquel día en el parque? ¡Dime! ¿Acaso no sabes que ella es la
única chica con la que puedo estar..., que ella es la única que
puede pensar en mí? ¡Es la única! ¿Lo entiendes?
Priscila asintió nerviosa con la
cabeza. De buenas a primeras, Indie cambió su expresión y miró en
dirección a la puerta.
—¡Hombre! ¡Por fin has
llegado!
La chica miró en la misma
dirección, temerosa de encontrar a un segundo secuestrador, pero en
el umbral no había nadie. Priscila era incapaz de ver la figura
delgada con sombrero a la que Indie había saludado.
—Bueno, Priscila. Tranquila. Ya
no hace falta que sigas luchando o resistiéndote. Tómate todo esto
como si fuese un sueño, uno malo... o bueno... Lo que te dé la
gana. Pero no me des problemas ahora mientras hablo aquí con el
Señor Espantapájaros para que me diga qué hacer contigo.
Indie apoyó los codos sobre las
rodillas magulladas de la chica.
—¿Qué voy a hacer contigo?
—dijo, a pocos centímetros de la cara de Priscila—. ¿Qué voy a
hacer contigo?
Indie se puso de pie y fue a
hablar con su visión. A su espalda dejó a Priscila, que continuó
retorciendo el brazo con todas sus fuerzas. La madera de la silla
volvió a crujir.
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