El metal aún estaba caliente
cuando Váral apretó el cañón de su arma contra la cabeza de Abbi.
Pero Abbi no era capaz de hablar,
tan solo podía gritar de dolor entre los sollozos de su llanto.
―¡Que me respondas, cabronazo
de mierda! ―y le propinó una patada con la punta de su bota, justo
en la parte del pie donde el muchacho antes había tenido dedos.
Ahora, la carne destrozada y la sangre que manaba dificultaban ver
con claridad la deformidad del muñón.
La mirada rabiosa de Váral se
levantó en busca de sus compañeros. Entre todos ellos, se fijó en
Rakku y Lailo. Ambos regresaban tranquilamente de su ronda. Váral
les pidió una explicación levantando la palma de la mano.
―Aquí no hay nadie más,
Váral. Este crío tiene que ser el único.
―¿Me estás diciendo que un
puto crío nos ha fastidiado el día? ¿Me estás diciendo que un
solo jodido crío, que ni siquiera tendrá pelos en los huevos, nos
ha tenido en vilo todo este puto rato? ¿Es eso lo que intentas
decirme, Rakku?―Váral acompañaba cada una de sus preguntas con
una nueva patada a Abbi, que se retorcía de dolor en la tierra del
camino.
Kouric posó su mano en el hombro
de Váral.
―Déjalo ya, Váral. No merece
la pena. Ya podemos quitar los pedazos que quedan del camello y
seguir nuestro camino ―hizo una pausa y subió el tono de su voz
para que se le escuchara por encima de los gritos del joven―.
Apartémosle del camino a rastras y olvidémonos de él..., de todo
esto.
Váral se sacudió la mano de su
compañero, apretó los dientes y miró a su alrededor. Todos los
soldados habían abandonado sus posiciones y se habían acercado
hasta él. Todos y cada uno de ellos lo contemplaban con cara de
cansancio y temor. Habían pasado toda la jornada transportando el
manantial a escondidas por carreteras secundarias después de haberlo
robado del templo subterráneo. Durante todo el día, habían tenido
justo detrás de sus orejas la sospecha de que serían descubiertos
en cualquier momento y de que serían duramente castigados por sus
superiores por haber penetrado en el templo.
Demasiadas historias, durante
demasiado tiempo, habían sostenido que aquel lugar estaba maldito.
Cualquiera que profanara su suelo sería castigado, ya fuese por la
presunta ira divina o por los altos
cargos militares que vigilaban y aseguraban la zona. Ante semejantes
posibles castigos, a Váral solo le preocupaban sus superiores. No
creía en supercherías, pero, a pesar de que había sido un
incrédulo toda su vida, Váral tenía la esperanza de que la leyenda
del manantial fuese cierta, y esta idea lo había impulsado a
profanar el templo con algunos otros soldados de confianza. Si Váral
y los suyos conseguían la esfera del manantial, y este funcionaba
realmente, el dinero no tardaría en llegar, y nunca más tendrían
que preocuparse de maldiciones ni de responder ante nadie.
―No podemos irnos..., todavía
no ―y, sin decir nada más, Váral apuntó con el fusil a la cabeza
de Abbi―. Dime cómo lo sabías, rata. Dime cómo sabías que
llevábamos el manantial. ¡Habla!
Pero el muchacho solamente
lloraba en un intento patético de salvar la vida. A rastras se
agarró al pantalón de Váral para pedir clemencia. Poco le importó
que la herida de su pie se llenase de tierra mientras suplicaba entre
lágrimas y respiraciones entrecortadas por el llanto.
―Es solo un crío... ―comentó
Denko, compartiendo una mirada empática con el resto de soldados.
Váral se dio cuenta de que los
suyos no estaban de acuerdo con la idea de ejecutar al muchacho.
―¿Y qué propones, Denko?
¿Dejarlo aquí en medio de la nada para que muera lentamente? Eso sí
que sería misericordioso de cojones. Tú sí que eres un buen tipo,
Denko... Espera... ¿A lo mejor prefieres que carguemos con él hasta
la base? Vale... Si quieres, puedo dejar que seas tú quien le
explique al sargento de dónde coño ha salido este crío con el pie
destrozado. ¿Te parece buena idea, Denko? ¿Eh? ―el soldado agachó
la cabeza y no dijo nada―. Pues eso mismo pienso yo. Y ahora,
caballeros, si nadie más tiene los huevos que hacen falta, apartaos
y mirad para otro lado. Esto puede salpicar ―Váral apuntó
directamente a la nuca del suplicante.
―No lo hagas, por favor ―acertó
a decir Abbi.
―Pues dime cómo sabías que
habíamos robado el manantial, y te perdonaré la vida ―mintió
Váral.
Abbi no podía contarle que su
abuelo había visto a los soldados merodeando por la entrada del
templo. Si lo decía, seguro que encontrarían su poblado y lo
arrasarían para que no quedara ningún testigo con vida... A Váral
no le gustaba dejar cabos sueltos.
Por tanto, Abbi no tuvo más
remedio que guardar silencio y prepararse para la bala que
atravesaría su cráneo de un momento a otro. En un
acto de despedida, alargó la mano y tocó el manantial. De la esfera
brillante comenzó a manar el líquido transparente de nuevo.
―No lo hagas, Váral ―volvió
a insistir Kouric―. Fíjate en la esfera. El crío solo quiere
agua, nada más. El manantial le está dando lo que desea. Dejémosle
unos suministros médicos del camión y algo de agua, y que se las
apañe... Así no pesará en nuestras conciencias...
―¡Que cierres la puta boca,
Kouric! ¿Todavía no te das cuenta de que puede contárselo a
cualquiera? No estaré tranquilo hasta que vea a esta rata muerta.
Abbi, sin darse cuenta de ello,
hizo que la esfera del manantial rodara hasta tocar la punta de la
bota de Váral. Entonces, del manantial comenzó a manar algo
diferente al agua. Ya no era un líquido fresco y transparente, sino
otro denso y negro con un intenso olor. Con el contacto de Váral, el
manantial ya no vertía el líquido que deseaba Abbi, sino el que
deseaba el soldado: petróleo. Un plan apareció de repente en la
cabeza del muchacho, pero necesitaba tan solo unos segundos más de
tiempo para llevarlo a cabo.
―Te lo ruego, no me mates, no
me mates... ¡No me mates! ―chilló al final.
―Se acabó, estoy harto de ti
―con la mirada, eligió el lugar de la cabeza donde clavaría la
bala. Una milésima de segundo antes de disparar, Váral se preguntó
por qué aquel chaval había sacado un mechero de su manga. Lo
comprendió cuando el olor del nuevo líquido que ofrecía el
manantial llegó a su nariz. Su cerebro dio la orden a su dedo de
apretar el gatillo. Pero, para entonces, la llama del encendedor apareció
y prendió el reguero de petróleo que encharcaba la tierra. Abbi
aprovechó la confusión que generó el destello de la llama para
rodar bajo el camión. Váral abrió fuego, pero las llamas que le
subían por el pantalón le hicieron errar el tiro.
―¡Puto crío! ―acertó a
decir Váral antes de que las llamas alcanzaran la esfera del
manantial. Una inmensa lengua de fuego salió despedida cuando se
prendió la fuente inagotable de combustible. El siseo de las llamas,
que se alzaban al cielo, era aterrador, y los soldados de Váral se
vieron rodeados de fuego inmediatamente. Desde su escondite, Abbi
comenzó a ver cuerpos en llamas cayendo alrededor del convoy. El
joven se agitó en la tierra y pensó que allí no estaba a salvo,
pues seguramente las llamas habían alcanzado también al camión. A
rastras, salió por el lateral y se alejó del lugar cojeando y
sorteando llamas hasta alcanzar la roca más lejana. Estaba de
espaldas, y notaba en sus hombros y en su nuca el calor del incendio
que consumía a los soldados. Ahora, eran ellos quienes gritaban.
Ahora, eran ellos quienes suplicaban entre el fuego ardiente que
derretía sus pieles y abrasaba sus entrañas. Abbi no fue capaz de
mirar atrás, tan solo fue deslizándose tras la roca para esperar
allí a que todo terminara. Los vehículos no tardaron en reventar
por los aires, lanzando una lluvia de metal calcinado y de trozos
humanos humeantes.
Tras las explosiones, Abbi asomó
la mirada para comprobar si quedaba alguien con vida. Distinguió una
figura esquelética carbonizada que se debatía entre las llamas
mientras sostenía entre sus manos la esfera del manantial. Lo que
quedaba sin quemar de Váral mantenía la esfera sobre su cabeza,
mientras deseaba con todas sus fuerzas que de ella manara agua
suficiente para apagar sus llamas. El agua comenzó a verterse sobre
las cenizas de su cuerpo, tan solo para mojar los huesos carbonizados
sin vida que cayeron al suelo segundos después. El agua no había
llegado a tiempo de salvar su vida. Cuando cayó el cadáver de
Váral, la bola humeante de cristal salió de sus manos y fue rodando
hasta donde estaba Abbi. Este vio que se detuvo a apenas un metro de
él. Volvió a mirar hacia el incendio, entre los metales retorcidos
del convoy. Ya nada se movía, solo el fuego que terminaba de
consumir los pedazos desperdigados de los vehículos y de los
militares. En ese momento, Abbi hizo uso de los trozos de tela que
llevaba en los bolsillos, se cubrió las manos con ellos y recogió
el manantial del suelo. A pesar de la tela que protegía sus palmas,
todavía podía sentir el intenso calor que desprendía la pulida
superficie de cristal. Pronto, comenzó a brotar agua de la esfera,
que no tardó mucho en refrescar su superficie. Aprovechó algo de
ella para limpiar la herida de su pie, pero por mucha agua que
cayera, la sangre que salía siempre era más. Arrancó un pedazo de
tela e improvisó un torniquete. El flujo de sangre disminuyó, pero
no paró del todo.
La herida del pie hizo que Abbi
caminase más despacio y que llegara a su poblado bien entrada la
madrugada. Aun así, su abuelo lo estaba esperando a la entrada de su
choza. Al divisarlo a lo lejos, salió a su encuentro cuando se dio
cuenta de que su nieto cojeaba y dejaba un rastro de sangre tras de
sí. El anciano, avanzó todo lo rápido que le permitieron sus
doloridas rodillas y llegó a tiempo de sostener a Abbi antes de que
cayera al suelo. El muchacho estaba muy pálido, había perdido
demasiada sangre. Con ojos vidriosos y perdidos, el joven miró de
reojo el pozo seco, justo en medio del poblado. Y entonces, dio el
manantial a su abuelo. Sus manos arrugadas y curtidas por el trabajo
en el campo sostuvieron la brillante esfera, de la que inmediatamente
después siguió manando agua.
―Por los Altos, Abbi... No
tenías que... ¿Pero qué es lo que te han hecho, pequeño mío?
Abbi sonrió, miró a su querido
abuelo, y se fue en paz. El anciano estrechó su cuerpo entre sus
brazos, rompió a llorar y comenzó a acariciar el rostro de su nieto
perdido. Justo en ese instante, del manantial que sostenía el
anciano, dejó de manar agua, y comenzaron a manar lágrimas iguales a las que
él derramaba.
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