jueves, 18 de julio de 2013

El manantial (Quinta y última parte)

El metal aún estaba caliente cuando Váral apretó el cañón de su arma contra la cabeza de Abbi.



¿Cuántos sois? ―le gritó―. ¡Responde!

Pero Abbi no era capaz de hablar, tan solo podía gritar de dolor entre los sollozos de su llanto.



¡Que me respondas, cabronazo de mierda! ―y le propinó una patada con la punta de su bota, justo en la parte del pie donde el muchacho antes había tenido dedos. Ahora, la carne destrozada y la sangre que manaba dificultaban ver con claridad la deformidad del muñón.



La mirada rabiosa de Váral se levantó en busca de sus compañeros. Entre todos ellos, se fijó en Rakku y Lailo. Ambos regresaban tranquilamente de su ronda. Váral les pidió una explicación levantando la palma de la mano.



Aquí no hay nadie más, Váral. Este crío tiene que ser el único.



¿Me estás diciendo que un puto crío nos ha fastidiado el día? ¿Me estás diciendo que un solo jodido crío, que ni siquiera tendrá pelos en los huevos, nos ha tenido en vilo todo este puto rato? ¿Es eso lo que intentas decirme, Rakku?―Váral acompañaba cada una de sus preguntas con una nueva patada a Abbi, que se retorcía de dolor en la tierra del camino.



Kouric posó su mano en el hombro de Váral.



Déjalo ya, Váral. No merece la pena. Ya podemos quitar los pedazos que quedan del camello y seguir nuestro camino ―hizo una pausa y subió el tono de su voz para que se le escuchara por encima de los gritos del joven―. Apartémosle del camino a rastras y olvidémonos de él..., de todo esto.



Váral se sacudió la mano de su compañero, apretó los dientes y miró a su alrededor. Todos los soldados habían abandonado sus posiciones y se habían acercado hasta él. Todos y cada uno de ellos lo contemplaban con cara de cansancio y temor. Habían pasado toda la jornada transportando el manantial a escondidas por carreteras secundarias después de haberlo robado del templo subterráneo. Durante todo el día, habían tenido justo detrás de sus orejas la sospecha de que serían descubiertos en cualquier momento y de que serían duramente castigados por sus superiores por haber penetrado en el templo.



Demasiadas historias, durante demasiado tiempo, habían sostenido que aquel lugar estaba maldito. Cualquiera que profanara su suelo sería castigado, ya fuese por la presunta ira divina o por los altos cargos militares que vigilaban y aseguraban la zona. Ante semejantes posibles castigos, a Váral solo le preocupaban sus superiores. No creía en supercherías, pero, a pesar de que había sido un incrédulo toda su vida, Váral tenía la esperanza de que la leyenda del manantial fuese cierta, y esta idea lo había impulsado a profanar el templo con algunos otros soldados de confianza. Si Váral y los suyos conseguían la esfera del manantial, y este funcionaba realmente, el dinero no tardaría en llegar, y nunca más tendrían que preocuparse de maldiciones ni de responder ante nadie.



No podemos irnos..., todavía no ―y, sin decir nada más, Váral apuntó con el fusil a la cabeza de Abbi―. Dime cómo lo sabías, rata. Dime cómo sabías que llevábamos el manantial. ¡Habla!



Pero el muchacho solamente lloraba en un intento patético de salvar la vida. A rastras se agarró al pantalón de Váral para pedir clemencia. Poco le importó que la herida de su pie se llenase de tierra mientras suplicaba entre lágrimas y respiraciones entrecortadas por el llanto.



Es solo un crío... ―comentó Denko, compartiendo una mirada empática con el resto de soldados.



Váral se dio cuenta de que los suyos no estaban de acuerdo con la idea de ejecutar al muchacho.



¿Y qué propones, Denko? ¿Dejarlo aquí en medio de la nada para que muera lentamente? Eso sí que sería misericordioso de cojones. Tú sí que eres un buen tipo, Denko... Espera... ¿A lo mejor prefieres que carguemos con él hasta la base? Vale... Si quieres, puedo dejar que seas tú quien le explique al sargento de dónde coño ha salido este crío con el pie destrozado. ¿Te parece buena idea, Denko? ¿Eh? ―el soldado agachó la cabeza y no dijo nada―. Pues eso mismo pienso yo. Y ahora, caballeros, si nadie más tiene los huevos que hacen falta, apartaos y mirad para otro lado. Esto puede salpicar ―Váral apuntó directamente a la nuca del suplicante.



No lo hagas, por favor ―acertó a decir Abbi.



Pues dime cómo sabías que habíamos robado el manantial, y te perdonaré la vida ―mintió Váral.



Abbi no podía contarle que su abuelo había visto a los soldados merodeando por la entrada del templo. Si lo decía, seguro que encontrarían su poblado y lo arrasarían para que no quedara ningún testigo con vida... A Váral no le gustaba dejar cabos sueltos.



Por tanto, Abbi no tuvo más remedio que guardar silencio y prepararse para la bala que atravesaría su cráneo de un momento a otro. En un acto de despedida, alargó la mano y tocó el manantial. De la esfera brillante comenzó a manar el líquido transparente de nuevo.



No lo hagas, Váral ―volvió a insistir Kouric―. Fíjate en la esfera. El crío solo quiere agua, nada más. El manantial le está dando lo que desea. Dejémosle unos suministros médicos del camión y algo de agua, y que se las apañe... Así no pesará en nuestras conciencias...



¡Que cierres la puta boca, Kouric! ¿Todavía no te das cuenta de que puede contárselo a cualquiera? No estaré tranquilo hasta que vea a esta rata muerta.



Abbi, sin darse cuenta de ello, hizo que la esfera del manantial rodara hasta tocar la punta de la bota de Váral. Entonces, del manantial comenzó a manar algo diferente al agua. Ya no era un líquido fresco y transparente, sino otro denso y negro con un intenso olor. Con el contacto de Váral, el manantial ya no vertía el líquido que deseaba Abbi, sino el que deseaba el soldado: petróleo. Un plan apareció de repente en la cabeza del muchacho, pero necesitaba tan solo unos segundos más de tiempo para llevarlo a cabo.



Te lo ruego, no me mates, no me mates... ¡No me mates! ―chilló al final.



Se acabó, estoy harto de ti ―con la mirada, eligió el lugar de la cabeza donde clavaría la bala. Una milésima de segundo antes de disparar, Váral se preguntó por qué aquel chaval había sacado un mechero de su manga. Lo comprendió cuando el olor del nuevo líquido que ofrecía el manantial llegó a su nariz. Su cerebro dio la orden a su dedo de apretar el gatillo. Pero, para entonces, la llama del encendedor apareció y prendió el reguero de petróleo que encharcaba la tierra. Abbi aprovechó la confusión que generó el destello de la llama para rodar bajo el camión. Váral abrió fuego, pero las llamas que le subían por el pantalón le hicieron errar el tiro.



¡Puto crío! ―acertó a decir Váral antes de que las llamas alcanzaran la esfera del manantial. Una inmensa lengua de fuego salió despedida cuando se prendió la fuente inagotable de combustible. El siseo de las llamas, que se alzaban al cielo, era aterrador, y los soldados de Váral se vieron rodeados de fuego inmediatamente. Desde su escondite, Abbi comenzó a ver cuerpos en llamas cayendo alrededor del convoy. El joven se agitó en la tierra y pensó que allí no estaba a salvo, pues seguramente las llamas habían alcanzado también al camión. A rastras, salió por el lateral y se alejó del lugar cojeando y sorteando llamas hasta alcanzar la roca más lejana. Estaba de espaldas, y notaba en sus hombros y en su nuca el calor del incendio que consumía a los soldados. Ahora, eran ellos quienes gritaban. Ahora, eran ellos quienes suplicaban entre el fuego ardiente que derretía sus pieles y abrasaba sus entrañas. Abbi no fue capaz de mirar atrás, tan solo fue deslizándose tras la roca para esperar allí a que todo terminara. Los vehículos no tardaron en reventar por los aires, lanzando una lluvia de metal calcinado y de trozos humanos humeantes.



Tras las explosiones, Abbi asomó la mirada para comprobar si quedaba alguien con vida. Distinguió una figura esquelética carbonizada que se debatía entre las llamas mientras sostenía entre sus manos la esfera del manantial. Lo que quedaba sin quemar de Váral mantenía la esfera sobre su cabeza, mientras deseaba con todas sus fuerzas que de ella manara agua suficiente para apagar sus llamas. El agua comenzó a verterse sobre las cenizas de su cuerpo, tan solo para mojar los huesos carbonizados sin vida que cayeron al suelo segundos después. El agua no había llegado a tiempo de salvar su vida. Cuando cayó el cadáver de Váral, la bola humeante de cristal salió de sus manos y fue rodando hasta donde estaba Abbi. Este vio que se detuvo a apenas un metro de él. Volvió a mirar hacia el incendio, entre los metales retorcidos del convoy. Ya nada se movía, solo el fuego que terminaba de consumir los pedazos desperdigados de los vehículos y de los militares. En ese momento, Abbi hizo uso de los trozos de tela que llevaba en los bolsillos, se cubrió las manos con ellos y recogió el manantial del suelo. A pesar de la tela que protegía sus palmas, todavía podía sentir el intenso calor que desprendía la pulida superficie de cristal. Pronto, comenzó a brotar agua de la esfera, que no tardó mucho en refrescar su superficie. Aprovechó algo de ella para limpiar la herida de su pie, pero por mucha agua que cayera, la sangre que salía siempre era más. Arrancó un pedazo de tela e improvisó un torniquete. El flujo de sangre disminuyó, pero no paró del todo.



La herida del pie hizo que Abbi caminase más despacio y que llegara a su poblado bien entrada la madrugada. Aun así, su abuelo lo estaba esperando a la entrada de su choza. Al divisarlo a lo lejos, salió a su encuentro cuando se dio cuenta de que su nieto cojeaba y dejaba un rastro de sangre tras de sí. El anciano, avanzó todo lo rápido que le permitieron sus doloridas rodillas y llegó a tiempo de sostener a Abbi antes de que cayera al suelo. El muchacho estaba muy pálido, había perdido demasiada sangre. Con ojos vidriosos y perdidos, el joven miró de reojo el pozo seco, justo en medio del poblado. Y entonces, dio el manantial a su abuelo. Sus manos arrugadas y curtidas por el trabajo en el campo sostuvieron la brillante esfera, de la que inmediatamente después siguió manando agua.



Por los Altos, Abbi... No tenías que... ¿Pero qué es lo que te han hecho, pequeño mío?



Abbi sonrió, miró a su querido abuelo, y se fue en paz. El anciano estrechó su cuerpo entre sus brazos, rompió a llorar y comenzó a acariciar el rostro de su nieto perdido. Justo en ese instante, del manantial que sostenía el anciano, dejó de manar agua, y comenzaron a manar lágrimas iguales a las que él derramaba.

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