―¿Te has vuelto loco? ―le
preguntó el soldado de la picazón en la cabeza, que salió a su
paso y lo obligó a detenerse―. ¿Qué vas a hacer con esa granada?
¿Es que quieres que todo el mundo se entere de que estamos aquí?
―Será mejor que me dejes
pasar, Kouric. Está claro que alguien ya sabe que estamos aquí, y
ese alguien le ha reventado la cabeza a ese dichoso bicho para que
nos paremos. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Seguir empujando ese
peludo apestoso hasta que nos revienten las sienes? ¡Si ni siquiera
hemos podido acercarlo al borde del camino!
―Tiene que haber otra manera...
Si lo volamos, llamaremos demasiado la atención. La explosión se
oirá por todo el valle...
―Pues dime qué hacemos.
Pronto se hará de noche y tenemos que llegar a la base antes del
recuento ―lanzó el explosivo al aire para cogerlo de nuevo, como
si se tratara de una pelota―. Este trasto es lo más rápido. La
base todavía está lejos. Además, si coloco esto dentro del bicho,
el mismo cuerpo del camello asfixiará el ruido de la explosión. No
se oirá tanto como crees. Hazme caso.
Kouric sopesó mentalmente cada
una de las alternativas. Sus ojos recorrieron los rasgos del rostro
de su compañero a medida que sus palabras fueron convenciéndolo de
que la explosión resultaba ser la opción más rápida y efectiva.
Lentamente, comenzó a asentir con la cabeza, al principio de manera
casi imperceptible.
―Decidíos de una vez ―chilló
el sudoroso militar al volante del camión, nervioso y asustado.
Sabía que era el más expuesto a la presumible emboscada que no
terminaba de llegar.
Abbi no sabía qué debía hacer.
Según el plan que había ideado, los soldados se entretendrían
empujando el cuerpo del camello y él podría escabullirse sin ser
visto hasta la retaguardia del convoy. Sin embargo, en aquel momento,
no solo había dos soldados de patrulla, sino que además los otros
estaban a punto de volar por los aires la obstrucción del camino.
Parpadeó innumerables veces al tiempo que pensaba qué hacer a
continuación. Si salía de su escondite, lo vería alguno de los
soldados que vigilaban. Si se quedaba quieto y esperaba, los
militares reventarían el cadáver, y seguirían su camino como si
nada.
Las cosas no habían salido como
Abbi había esperado, a pesar de que lo había planeado todo al
milímetro. La primera parte de su estratagema había sido sencilla y
no había supuesto ningún riesgo para él: llegar a la zona de paso,
ejecutar al camello para que cayese en la vía y esconderse hasta que
pasara el convoy. Por otro lado, la segunda parte entrañaba todo el
peligro que podía acarrear corretear a escondidas entre soldados
furiosos y asustados. Abbi había creído que, cuando parasen, los soldados se entretendrían con el camello lo
suficiente como para que pudiera acercarse al último todoterreno e
introducir un trozo de tela que bajase hasta el depósito de
combustible. Luego, procedería a colarse en la parte de carga del
camión para coger el manantial, y salir con él de allí cuanto
antes. Por último, para asegurarse de que no lo seguirían con los
todoterrenos, prendería la tela del depósito para que explotase e
impidiese que los soldados diesen media vuelta en sus vehículos.
La noche anterior, cuanto más
repasaba su plan, más perfecto le parecía. Sin embargo, la realidad
del momento había dado al traste con cada uno de los pasos que
vendrían a continuación. No tenía forma de acercarse sin ser
descubierto. Y, aunque pudiera, no podría colocar la tela en el
depósito, todavía quedaba un soldado dentro del último
todoterreno. Abbi quería evitar tener que matar a nadie.
―Tenemos que hacerlo ya...
―recalcó el soldado de la granada.
―Venga... Adelante... ―y
Kouric le permitió el paso.
El joven Abbi, indeciso, tomó la
decisión de que lo más sensato sería esperar a que la oportunidad
se presentase y pudiese acercarse al convoy. De modo que aguardó
pacientemente para descubrir cómo reaccionarían los soldados a la
explosión. Probablemente, cuando buscaran protección, quizás
pudiera aproximarse al convoy a hurtadillas.
―¡Atentos todos! ―gritó el
soldado del explosivo, agachado cerca del vientre de pelo sucio del
animal, que había abierto en canal con su puñal. Sus compañeros de
patrulla corrieron a buscar refugio detrás del primer vehículo. Abbi
se fijó en el militar del último todoterreno. Salió de la cabina y
se escondió detrás de los faros traseros, justo donde Abbi
pretendía ir si se le presentaba la ocasión. Suspiró desesperado y
pegó la espalda a la piedra. El muchacho empezó a pensar si seguía
siendo buena idea estar allí. Todo le estaba salido del revés, y le
rondaba la idea de que solo era cuestión de tiempo que lo
encontrasen o que el convoy reanudase la marcha. Aun así, el enorme
peso de la responsabilidad obligó a que sus piernas evitaran la
huida. Del éxito de su emboscada dependían las vidas de los de su
poblado: de su familia y de todas aquellas personas que lo querían
y que lo habían visto crecer. Abbi necesitaba conseguir el manantial
a toda costa. Aunque ello significase morir en el intento.
―¡Fuego en el agujero! ―chilló
el soldado, cuando sacó la mano ensangrentada de entre las entrañas
del camello, tan solo con la anilla en torno a uno de sus dedos.
Aquel militar empezó a correr en busca de cobertura, mientras con
una de sus manos controlaba el bamboleo del fusil colgado a su
espalda. A Abbi, de espaldas contra la roca, le llamó la atención
la fuerza con la que sonaban sus botas contra la tierra. El ruido
cada vez se escuchaba con más claridad, con más peligro. El joven
no tuvo tiempo de asomarse para comprobar su sospecha, pues el
soldado ya había saltado la roca y había apoyado la espalda contra
ella. De reojo, vio a Abbi, e incluso le lanzó una mirada rápida,
sin tiempo a que su cerebro lo reconociera. Abbi tenía los ojos muy
abiertos, y no supo cómo reaccionar. Entonces, durante un segundo
eterno, el soldado se le quedó mirando atónito, aún sin asimilar
del todo que aquel muchacho no era uno de los suyos.
―¡Joder, la rata está aquí!
―y llevó su mano nerviosa al fusil de la espalda.
Abbi no tuvo más remedio que
salir de su escondite y correr todo lo rápido que pudo en dirección
al camión. A su alrededor, vio que los soldados empezaban a levantar
las armas para apuntarle. Abbi hizo lo mismo. Había ideado el plan
para evitar tener que usar el fusil, pero ya había llegado a un
punto crítico en el que tendría que recurrir a medidas
desesperadas. Todo comenzó a moverse muy despacio a su alrededor. El
camión parecía que estaba a un millón de kilómetros de distancia
y los militares ya alineaban sus ojos con las miras, mientras que
Abbi aún no había tenido tiempo de levantar el cañón de su
oxidado fusil. Inconscientemente, preparó cada centímetro de su piel
para recibir el impacto perforante y desgarrador de innumerables
ráfagas de proyectiles. Justo entonces, cuando la tragedia parecía
inevitable, la tierra tembló bajo sus pies y una miríada de
pedazos de pelaje y carne destrozada comenzaron a volar por los
aires. La explosión había hecho pedazos al camello, y también
había hecho que los soldados recuperasen momentáneamente sus
coberturas para protegerse. Los pies de Abbi se volvieron raudos y lo
llevaron hasta el camión, se volvieron ágiles y lo hicieron saltar
dentro de la zona de carga. El impulso desmedido hizo que se diera
de cabeza contra una caja, mientras escuchaba cómo llovía carne
y sangre de camello contra la lona que tenía encima.
―¡Id a por ese cabrón enano!
―escuchó Abbi decir al soldado que dirigía a los cinco. El joven pateó
sobre el suelo de chapa y retrocedió todo lo que pudo entre las
cajas de madera. Apuntó directamente hacia la parte trasera,
dispuesto a abrir fuego en cuanto asomara alguien. Parpadeó y se
aseguró de que estaba solo allí dentro. Al principio no se había
dado cuenta, pero luego pudo leer mejor la inscripción de la caja
contra la que se había dado el golpe. En aquella caja transportaban
un cargamento de granadas.
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