La bestia parpadeaba con
debilidad. Su pupila alargada se había dilatado al máximo para
aprovechar la escasa luz que llegaba a la explanada situada a los
pies del castillo. El cielo nocturno y nublado bloqueaba por completo
la luz lunar, tan solo el brillo anaranjado y lejano del castillo en
llamas movía las sombras de los difuntos sembrados en el campo de
batalla. Lanzas, espadas y flechas, clavadas en carne sanguinolenta,
se alzaban al cielo y marcaban la tumba de cada guerrero, formando un
bosque de metal ensangrentado, empuñaduras desgastadas y astas de
lanzas partidas y astilladas. Y en medio de la barbarie, el dragón,
firmemente apoyado sobre sus cuatro patas.
Los magullados párpados
reptilianos volvieron a bajar, pero esta vez el esfuerzo para
levantarlos fue mayor que el anterior. Al monstruo le estaban
abandonando las fuerzas, aunque aún creía que podía vencer, aún
pensaba que podía matar, aún tenía esperanzas de salvar su
pellejo. Para lograrlo, tan solo tendría que poner fin a la vida de
aquella humana escuálida, plantada delante de su morro
ensangrentado. El dragón respiró profundamente, contuvo el dolor
lacerante de su garganta y llenó sus ardientes pulmones de aire.
Resopló y el aliento caldeado que salió de sus fosas nasales agitó
el pelo de la muchacha.
La chica protegía su delgadez
con piezas de varias armaduras, robadas en algún momento que no
recordaba a cadáveres destrozados que prefirió olvidar. La espada
de hoja partida que esgrimía se elevaba justo delante de su rostro,
con el metal tan mellado como atento a cualquier movimiento del
reptil gigante. A pesar de su aspecto desaliñado, lo que le faltaba
en medios a la chica, le había sobrado en astucia. Y así lo había
demostrado con sus acciones, reflejo de su arrojo medido y de su viva
inteligencia.
Había bastado que las garras del
dragón volador tocasen tierra, para que la joven se le acercase a
hurtadillas por detrás. No se permitió el lujo de sentirse
intimidada por el poderoso lomo de la bestia, recubierto de placas
óseas puntiagudas a lo largo de la columna vertebral. Sin el menor
atisbo de contemplación, la joven clavó la espada en la membrana de
piel de una de las alas, como quien clava contundentemente una estaca
en el mismo corazón del mundo. No dio tiempo a que el monstruo
bramara y tiró de la espada hacia sí para rasgar la delicada piel
de la extremidad. Para entonces, el dragón ya había rugido, ya
había maldecido, y ya había lanzado llamas al aire, para luego
girar su largo cuello y encontrarse frente a frente con su atacante.
Arrugó las escamas de su rostro e hinchó sus pulmones, dispuesto a
abrasar con su fuego a aquella humana insensata. Pero la muchacha no
se quedó quieta, y fue corriendo a su encuentro. A la carrera se
acercó aún más al dragón cuando este ya comenzaba a escupir su
llama. Rauda, certera, y sin perder el impulso, se arrodilló y dejó
que la inercia la llevara justo debajo de la garganta del monstruo.
El fuego que fluía por encima de su cabeza casi prende la enmarañada
melena de la chica, pero ello no impidió que, tras un giro de
muñeca, alzara la hoja partida y la clavara hasta la empuñadura
entre las duras escamas de la garganta de la bestia. Su resoplido
ardiente se interrumpió, y comenzó a brotar sangre a borbotones del
corte. El líquido, pegajoso y humeante, cayó sobre el hombro de la
guerrera. El monstruo se retorció y trató de gritar de dolor, pero
solamente podía toser y escupir sangre y fuego por su hocico y por
la herida abierta. La muchacha rodó por la tierra y se alejó de la
criatura, algo más tranquila, pues sabía que ya no era capaz de
atacarla con su aliento de fuego. Con la respiración acelerada
retrocedió unos pasos abriéndose paso por el humo que desprendía
la sangre candente que había caído sobre su hombro. El dragón
agitaba su zarpa tratando de librarse de aquel dolor lacerante y
abrasador de su cuello. La sangre no tardó en encharcarse en la
tierra bajo sus zarpas, y prendió como el aceite. El fuego rodeó a
la bestia con llamas que nacían de su propia sangre ardiente.
―¡Acabaré contigo, humana
penosa! De un mordisco te arrancaré de esta tierra tuya que tanto
defiendes. Tus huesos se pudrirán entre mis colmillos y tu alma se
consumirá en mi barriga. ¡Pagarás por tu osadía, escoria mortal!
La chica no dijo nada. No
respondió a las provocaciones del dragón. Siguió reculando hasta
que dio con un estandarte clavado en la tierra. Sin girarse, se
agarró a él, mientras contemplaba cómo el dragón se desangraba y
ardía.
Trató de alzar el vuelo. Agitó
las alas y las ascuas del fuego bailaron en el aire como una lluvia
de copos de amarillos y brillantes. Pero la herida del ala no le
permitió elevarse y cayó torpemente de lado. Su enorme cabeza dio
de lleno contra la tierra y dejó un surco conforme su voluminoso
peso se desplomaba sobre el incendio de su propia sangre inflamable.
Abatido y derrotado por una miserable y débil mortal, el dragón se
rindió y dejó que la muerte llegara lentamente. Aun así, todavía
pudo dirigir su pupila hacia la guerrera. Sus fauces se abrieron en
un último intento de lanzar llamas, pero lo que consiguió con su
último esfuerzo fue vomitar más sangre. El dragón, con gesto
asqueado, removió la lengua entre sus colmillos para librarse del
mal sabor. En ese instante, contempló a la chica cansado y el
monstruo comenzó a reír a carcajadas. Con cada contracción de su
vientre, perdía más sangre y fuego por su herida en el cuello.
―Te veo, humana... ―comenzó
a decir, con tono sentencioso―. Veo la esencia de tu mismo ser. Veo
más allá de tu armadura, de tu carne, de tus huesos... Te veo a ti,
luchadora... Guerrera desconocida... Esa eres tú. Te veo... Te...
conozco... Empiezo a comprenderte, guerrera desconocida. No tienes
nombre, nunca lo has tenido... No te hace falta. A nadie le hace
falta saber tu nombre, pues nadie te llama. Nunca. Jamás. No has
necesitado nombre, nadie necesita dirigirse a ti. Te veo, guerrera
desconocida. Te veo, asesina mía. Te veo como nadie te ha visto
nunca, y te conozco como nadie te ha conocido jamás. No tienes
nombre, no tienes familia, no tienes rey, ni patria, ni hogar. Solo
te tienes a ti, guerrera desconocida. Y vas de un lado para otro sin
rumbo, sin motivo, sin explicación. ¿Por qué has decidido matarme
entonces? Te da igual la gente que arde en el castillo... No te
importan los cadáveres que yacen a tus pies... No tienes vínculo ni
con ellos ni con nadie. ¿Por qué me has matado entonces? ¿Para
sentirte bien contigo misma? ¿Para dar sentido a tu vida sin
sentido? Te veo, guerrera desconocida. Veo tu pasado, te veo
deambular, sobrevivir, resistir... Siempre sola, siempre sin nombre.
Pues escúchame bien en mi última hora, guerrera desconocida: puede
que seas tú quien me haya matado, pero prefiero morir aquí y ahora,
que pasar un solo día viviendo la vida que llevas ―el dragón
volvió a reír con sonoras carcajadas―. Luchadora sin nombre,
guerrera desconocida. No puedes enorgullecerte de haberme matado.
Estás demasiado sola para sentirte orgullosa.
La chica afrontó las duras
palabras de la bestia sentándose y asumiéndolas, todas y cada una
de ellas. Ya estaba familiarizada con el poder de los dragones de
leer el espíritu de los mortales, y todo lo que estaba declarando el
monstruo era cierto. A la muchacha le dolió cada palabra como un
dardo afilado que se le clavase y enganchase en la piel tierna y
desnuda. Pero resistió las burlas de la bestia hasta que su pesada
cabeza se desplomó sobre la tierra y la lengua asomó inerte de su
hocico.
Sola, entre cadáveres y fuego,
se agarró al estandarte desconocido de su lado. Miró a su alrededor
para ver la desolación en la que se hallaba inmersa. La guerrera
desconocida acababa de matar un dragón sin ayuda de nadie. Y tampoco
tenía a nadie con quien compartirlo.
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