jueves, 25 de julio de 2013

Sola

La bestia parpadeaba con debilidad. Su pupila alargada se había dilatado al máximo para aprovechar la escasa luz que llegaba a la explanada situada a los pies del castillo. El cielo nocturno y nublado bloqueaba por completo la luz lunar, tan solo el brillo anaranjado y lejano del castillo en llamas movía las sombras de los difuntos sembrados en el campo de batalla. Lanzas, espadas y flechas, clavadas en carne sanguinolenta, se alzaban al cielo y marcaban la tumba de cada guerrero, formando un bosque de metal ensangrentado, empuñaduras desgastadas y astas de lanzas partidas y astilladas. Y en medio de la barbarie, el dragón, firmemente apoyado sobre sus cuatro patas.

Los magullados párpados reptilianos volvieron a bajar, pero esta vez el esfuerzo para levantarlos fue mayor que el anterior. Al monstruo le estaban abandonando las fuerzas, aunque aún creía que podía vencer, aún pensaba que podía matar, aún tenía esperanzas de salvar su pellejo. Para lograrlo, tan solo tendría que poner fin a la vida de aquella humana escuálida, plantada delante de su morro ensangrentado. El dragón respiró profundamente, contuvo el dolor lacerante de su garganta y llenó sus ardientes pulmones de aire. Resopló y el aliento caldeado que salió de sus fosas nasales agitó el pelo de la muchacha.



La chica protegía su delgadez con piezas de varias armaduras, robadas en algún momento que no recordaba a cadáveres destrozados que prefirió olvidar. La espada de hoja partida que esgrimía se elevaba justo delante de su rostro, con el metal tan mellado como atento a cualquier movimiento del reptil gigante. A pesar de su aspecto desaliñado, lo que le faltaba en medios a la chica, le había sobrado en astucia. Y así lo había demostrado con sus acciones, reflejo de su arrojo medido y de su viva inteligencia.



Había bastado que las garras del dragón volador tocasen tierra, para que la joven se le acercase a hurtadillas por detrás. No se permitió el lujo de sentirse intimidada por el poderoso lomo de la bestia, recubierto de placas óseas puntiagudas a lo largo de la columna vertebral. Sin el menor atisbo de contemplación, la joven clavó la espada en la membrana de piel de una de las alas, como quien clava contundentemente una estaca en el mismo corazón del mundo. No dio tiempo a que el monstruo bramara y tiró de la espada hacia sí para rasgar la delicada piel de la extremidad. Para entonces, el dragón ya había rugido, ya había maldecido, y ya había lanzado llamas al aire, para luego girar su largo cuello y encontrarse frente a frente con su atacante. Arrugó las escamas de su rostro e hinchó sus pulmones, dispuesto a abrasar con su fuego a aquella humana insensata. Pero la muchacha no se quedó quieta, y fue corriendo a su encuentro. A la carrera se acercó aún más al dragón cuando este ya comenzaba a escupir su llama. Rauda, certera, y sin perder el impulso, se arrodilló y dejó que la inercia la llevara justo debajo de la garganta del monstruo. El fuego que fluía por encima de su cabeza casi prende la enmarañada melena de la chica, pero ello no impidió que, tras un giro de muñeca, alzara la hoja partida y la clavara hasta la empuñadura entre las duras escamas de la garganta de la bestia. Su resoplido ardiente se interrumpió, y comenzó a brotar sangre a borbotones del corte. El líquido, pegajoso y humeante, cayó sobre el hombro de la guerrera. El monstruo se retorció y trató de gritar de dolor, pero solamente podía toser y escupir sangre y fuego por su hocico y por la herida abierta. La muchacha rodó por la tierra y se alejó de la criatura, algo más tranquila, pues sabía que ya no era capaz de atacarla con su aliento de fuego. Con la respiración acelerada retrocedió unos pasos abriéndose paso por el humo que desprendía la sangre candente que había caído sobre su hombro. El dragón agitaba su zarpa tratando de librarse de aquel dolor lacerante y abrasador de su cuello. La sangre no tardó en encharcarse en la tierra bajo sus zarpas, y prendió como el aceite. El fuego rodeó a la bestia con llamas que nacían de su propia sangre ardiente.



¡Acabaré contigo, humana penosa! De un mordisco te arrancaré de esta tierra tuya que tanto defiendes. Tus huesos se pudrirán entre mis colmillos y tu alma se consumirá en mi barriga. ¡Pagarás por tu osadía, escoria mortal!



La chica no dijo nada. No respondió a las provocaciones del dragón. Siguió reculando hasta que dio con un estandarte clavado en la tierra. Sin girarse, se agarró a él, mientras contemplaba cómo el dragón se desangraba y ardía.



Trató de alzar el vuelo. Agitó las alas y las ascuas del fuego bailaron en el aire como una lluvia de copos de amarillos y brillantes. Pero la herida del ala no le permitió elevarse y cayó torpemente de lado. Su enorme cabeza dio de lleno contra la tierra y dejó un surco conforme su voluminoso peso se desplomaba sobre el incendio de su propia sangre inflamable. Abatido y derrotado por una miserable y débil mortal, el dragón se rindió y dejó que la muerte llegara lentamente. Aun así, todavía pudo dirigir su pupila hacia la guerrera. Sus fauces se abrieron en un último intento de lanzar llamas, pero lo que consiguió con su último esfuerzo fue vomitar más sangre. El dragón, con gesto asqueado, removió la lengua entre sus colmillos para librarse del mal sabor. En ese instante, contempló a la chica cansado y el monstruo comenzó a reír a carcajadas. Con cada contracción de su vientre, perdía más sangre y fuego por su herida en el cuello.



Te veo, humana... ―comenzó a decir, con tono sentencioso―. Veo la esencia de tu mismo ser. Veo más allá de tu armadura, de tu carne, de tus huesos... Te veo a ti, luchadora... Guerrera desconocida... Esa eres tú. Te veo... Te... conozco... Empiezo a comprenderte, guerrera desconocida. No tienes nombre, nunca lo has tenido... No te hace falta. A nadie le hace falta saber tu nombre, pues nadie te llama. Nunca. Jamás. No has necesitado nombre, nadie necesita dirigirse a ti. Te veo, guerrera desconocida. Te veo, asesina mía. Te veo como nadie te ha visto nunca, y te conozco como nadie te ha conocido jamás. No tienes nombre, no tienes familia, no tienes rey, ni patria, ni hogar. Solo te tienes a ti, guerrera desconocida. Y vas de un lado para otro sin rumbo, sin motivo, sin explicación. ¿Por qué has decidido matarme entonces? Te da igual la gente que arde en el castillo... No te importan los cadáveres que yacen a tus pies... No tienes vínculo ni con ellos ni con nadie. ¿Por qué me has matado entonces? ¿Para sentirte bien contigo misma? ¿Para dar sentido a tu vida sin sentido? Te veo, guerrera desconocida. Veo tu pasado, te veo deambular, sobrevivir, resistir... Siempre sola, siempre sin nombre. Pues escúchame bien en mi última hora, guerrera desconocida: puede que seas tú quien me haya matado, pero prefiero morir aquí y ahora, que pasar un solo día viviendo la vida que llevas ―el dragón volvió a reír con sonoras carcajadas―. Luchadora sin nombre, guerrera desconocida. No puedes enorgullecerte de haberme matado. Estás demasiado sola para sentirte orgullosa.



La chica afrontó las duras palabras de la bestia sentándose y asumiéndolas, todas y cada una de ellas. Ya estaba familiarizada con el poder de los dragones de leer el espíritu de los mortales, y todo lo que estaba declarando el monstruo era cierto. A la muchacha le dolió cada palabra como un dardo afilado que se le clavase y enganchase en la piel tierna y desnuda. Pero resistió las burlas de la bestia hasta que su pesada cabeza se desplomó sobre la tierra y la lengua asomó inerte de su hocico.



Sola, entre cadáveres y fuego, se agarró al estandarte desconocido de su lado. Miró a su alrededor para ver la desolación en la que se hallaba inmersa. La guerrera desconocida acababa de matar un dragón sin ayuda de nadie. Y tampoco tenía a nadie con quien compartirlo.

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