jueves, 3 de enero de 2013

Ingravidez

El mundo tiene un orden. Todo sigue un proceso. El sol sale por oriente y se pone por occidente. La luna atrae las aguas y genera las mareas. Las estaciones del año se suceden una tras otra y avisan a los árboles de cuándo perder sus hojas o cuándo deben dar sus frutos. Todo tiene un orden. Todo sigue un proceso.

La vida a veces no tiene orden. A veces no sigue un proceso. Vivimos según las decisiones que tomamos, y elegimos ente las opciones que en ocasiones se nos presentan de manera fortuita. Unos eligen sabiamente, y navegan por el río de la vida evitando los rápidos y los estrechamientos del cauce. Otros van dando bandanzos mientras se mantienen a flote a duras penas. Buenos o malos navegantes, las aguas de la vida son impredecibles para todos y nadie sabe qué puede haber más allá del próximo giro. Nadie lo sabe. Nadie puede saberlo. Solo se puede elegir, y esperar que el camino tomado sea el adecuado.

Decisiones, decisiones. Las estaciones que marcan el desarrollo de nuestras vidas. Elecciones, elecciones. Con consecuencias a veces tan dolorosas que pueden marcar el resto de nuestras vidas.

Permitid que os cuente lo que le sucedió al joven Algio. En la orilla del río, se arrastraba entre charcos mientras vomitaba el agua que había tragado. Se había caído de su embarcación y no le había quedado más remedio que buscar a nado tierra firme. Cuando ya estaba algo más recuperado en la orilla, se incorporó y se apartó algunas gotas de agua de los ojos para mirar al horizonte donde se perdía el cauce. No encontró lo que buscaba. Las aguas embravecidas habían alejado tanto su embarcación que ya no era capaz de verla. Tosió varias veces y miró alrededor en busca de cualquier cosa que solucionara su acuciante problema de transporte. Algio sabía que no estaba permitido detenerse en la orilla, y era plenamente consciente de que, si no seguía navegando, sería castigado por el poder del río.

Pero cuando Algio quiso dar un paso, se dio cuenta de que no era capaz de mover las piernas. Sus pies se habían hundido en el barro, y este ya casi le llegaba hasta las rodillas. Se esforzó por liberarse sin perder de vista las aguas del río, a tan solo tres metros de distancia. Por ellas, seguían viajando otros navegantes, unos mejores, otros peores. Unos a solas y otros en compañía. Pero todos estaban navegando, mientras que Algio seguía intentando zafarse de su cepo de lodo.

Justo entonces, tuvo lo que creyó que fue un momento de lucidez y reparó en que de poco le iba a servir alcanzar la orilla si no tenía con qué reemprender el viaje. Había perdido su bote y no sabía cómo fabricarse uno nuevo. De modo que decidió rendirse y dejar de intentar salir del lodazal.

Pero el río no permite que nadie se detenga. Esas son las reglas. Pronto, Algio comenzó a sentir que se volvía mucho más ligero. Bajó la mirada y vio que el barro se disolvía y comenzaba a flotar delante de su asombrada mirada. El crujido atronador de montañas partiéndose en dos retumbó en el cañón por el que discurría el cauce fluvial. Alzó la mirada y vio que el peñasco se hacía añicos y los pedazos de piedra caían hacia arriba, hacia el cielo, hasta perderse en el infinito azul. Gotas de agua comenzaron a salpicarle en la cara cuando el río abandonó su cauce y sus aguas empezaron a fluir ramificándose por el aire sin orden ni concierto. De pronto, el cuerpo de Algio también comenzó a flotar.

Con gran alivio, vio que, al haberse elevado en el aire, ya no estaba atrapado en el barro, pero, sin embargo, era incapaz de controlar su vuelo. Descubrió que, por mucho que se empeñase en lo contrario, tan solo podía dejarse llevar flotando en medio del ingente caos de rocas, agua y barro. Los cascotes de piedra más grandes comenzaron a chocar entre sí en el aire, con un estruendo sobrecogedor, y los pedazos pequeños que salían disparados empezaron a amontonarse para formar nubes de polvo que fueron dibujando una interminable serie de trazos de tierra en el cielo.

Algio seguía moviendo brazos y piernas para intentar dirigirse a algún sitio en concreto, pero no tardó demasiado en comprobar que ya no existía ningún lugar al que acudir. La repentina destrucción no había dejado nada reconocible. No había río, ni orilla, ni cañón, ni horizonte. Ni siquiera había un arriba o un abajo. Solo había pedazos desperdigados de lo que una vez había sido su mundo, flotando en un vacío del color azul del cielo despejado.

Las nubes de tierra comenzaron a expandirse por todo cuanto Algio podía ver hasta que, en poco tiempo, consumieron prácticamente toda la luz del lugar. La oscuridad lo engulló casi todo. Las nubes tan solo dejaron libre un minúsculo círculo arriba a modo de sol de cielo azul en lo alto. Inmerso en la oscuridad, Algio alzó la mirada y contempló directamente ese único punto azul de esperanza que lo iluminaba. Su desorientación acabó, sabía dónde era arriba, y sabía dónde estaba la salida. Pero la angustiosa oscuridad en la que se hallaba sumido hizo que se sintiera aún más atrapado que cuando estaba hundido en el fango.

Cerca de él, distinguió un pedazo de montaña flotando en dirección hacia la luz. Algio trató de agarrarse a él, pero no consiguió acercarse ni un ápice. A pesar de sus manotazos y patadas, solo logró permanecer siempre en el mismo punto, ingrávido y sin posibilidad de avance alguno.

Sin previo aviso, un sonoro e inesperado estallido hizo que se le encogiera el estómago. Cuando volvió la mirada, vio que las nubes de piedra, tierra y barro que se habían formado restallaban con rayos y truenos, que iluminaban el vacío tenebroso durante milésimas de segundo para luego amenazar con su ensordecedor y grave rugido. Algio intentó por todos los medios alejarse de la tormenta eléctrica que se le venía encima, pero fue incapaz. Él no podía moverse, mientras que las nubes tormentosas se cernían sobre él de manera implacable.

No sintió dolor alguno cuando aquel rayo alcanzó de lleno su cuerpo. Tan solo vio un destello ante sus ojos, y luego comenzó a caer como un ave abatida. Mientras se dejaba llevar por la nueva gravedad, no perdió de vista el sol celeste de arriba, cada vez más lejos de su alcance. La caída terminó bruscamente en otro pringoso y espeso barrizal.

Una vez más, estaba en el lodo. Algio intentó incorporarse rápidamente para evitar quedar atrapado nuevamente, pero tan pronto colocó la planta de los pies en el suelo, el barro cedió y volvió a engullirlo hasta las rodillas. Intentó levantarlas, pero parecía que estaba luchando contra cemento sólido. Desesperado, buscó a tientas algún apoyo, algún soporte. Pero solo había fango. Llamó y gritó pidiendo auxilio. Pero solo había oscuridad. Buscó con la mirada alguna pista, algún lugar al que poder ir. Pero no había nada. Solo un sol alto y azul que prometía una salvación que parecía que no podía alcanzar.

Todo tiene un orden y, dentro de él, la vida se desarrolla según nuestras decisiones. Algio tomó la decisión equivocada: se rindió, y ahora mismo sigue luchando para enmendar ese error. Lucha solo y a oscuras, pero esta vez no pretende rendirse. El sol celeste le indica constantemente el camino a seguir, y siempre mira hacia arriba preguntándose si algún día lo alcanzará.

Mientras tanto, en su reclusión, Algio dispone de tiempo, y lo emplea en reflexionar. En un momento dado, rememoró una temida profecía que anunciaba el fin de todo. Algio sonrió al recordarla. Fuera de aquel lugar en el que se encontraba, el sol seguía saliendo, las mareas seguían alternándose y las estaciones seguían sucediéndose. Nada había terminado. Aun así, desde que Algio se había caído de su embarcación, el mundo que conocía había llegado a su fin.

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