jueves, 31 de enero de 2013

El último beso

Solicio atravesó bruscamente el umbral de la puerta y no perdió ni una milésima de segundo para cerrar la puerta a su espalda. Le faltaba el aliento, había estado corriendo demasiado tiempo, y había recorrido una distancia tremenda hasta que había encontrado aquella cabaña desvencijada, que a simple vista parecía abandonada.

Apoyó la espalda sobre la madera y tomó grandes bocanadas de aire, mientras escudriñaba los alrededores con la mirada. A pesar de las tinieblas propias de la madrugada, Solicio fue capaz de ver que la sala no era demasiado grande gracias a la poca luz que filtraban los pequeños agujeros del techo. Cuando miró a la izquierda, encontró una estantería alta de madera al lado de la puerta. Con movimientos decididos, se colocó ante ella y la inclinó lo suficiente hasta que cayó ante la puerta. Así les costaría más entrar.

Solicio asintió satisfecho en silencio, al tiempo que no dejaba de darle vueltas a la cabeza, tratando de encontrar algún modo de sobrevivir hasta el amanecer. Otro rápido vistazo le permitió descubrir que el espacio estaba completamente patas arriba: muebles destrozados, trozos de madera astillada desperdigados por el suelo, y una puerta al fondo, bajo la cual asomaba un charco inmenso de sangre seca. Con grandes zancadas, sorteó los desperdicios y se acercó hasta aquella puerta. Su mano titubeó a la hora de tocar el pomo, pero Solicio tragó saliva y lo giró para abrir rápidamente. Justo después, tuvo que llevarse la manga a la boca para filtrar la pestilencia de la sala derruida que tenía ante sus ojos. Entre los restos del techo colapsado, pudo encontrar la carnicería que el desplome había causado en los antiguos habitantes de aquella cabaña.

No quiso ver más y cerró la puerta. Entonces, a sus oídos llegaron los alaridos provenientes de las profundidades del bosque. El frío viento de la noche traía consigo los desgarradores gritos del violento tropel que iba tras él. Sin duda, estaban siguiendo su rastro y no tardarían en llegar a la cabaña. Aquellos malnacidos captaban el olor de su miedo con la misma claridad con la que los navíos podían ver el deslumbrante foco de un faro en la más negra de las noches.

El miedo acrecentó su nerviosismo y Solicio se apresuró en encontrar una salida, pero no halló ventanas, ni escaleras, ni trampillas. No se había dado cuenta al entrar, pero se había metido en un callejón sin salida. Tenía que salir de aquella cabaña o lo arrinconarían como una rata.  Cuando comenzó a acercarse a la puerta por la que había entrado, alguien al otro lado la golpeó violentamente. Un escalofrío detuvo a Solicio en su sitio, y este aguzó el oído. Los gritos del bosque cambiaron su procedencia y empezaron a oírse cada vez más cerca. Solicio no tardó en escuchar las pisadas descalzas de aquella multitud aplastando la hierba y las ramas de la entrada. Corrían como salvajes despiadados, y cada vez se les oía más cerca. Tembloroso, empezó a alejarse de la puerta con pasos lentos cuando los de fuera empezaron a arremeter contra la entrada, envueltos en una sinfonía de gritos, gruñidos y arañazos. Se escuchaba que algunos incluso correteaban ya por el techo de un lado a otro, buscando alguna manera de entrar. Solicio alzó la mirada mientras retrocedía de espaldas, y no pudo evitar caerse cuando se tropezó con los restos de una silla. Los de fuera no tardaron demasiado en rodear por completo la cabaña e intentar derribar sus paredes a base de contundentes golpes con los puños desnudos.

Solicio estaba seguro de que ya no había escapatoria, de modo que solo quedaba la opción de luchar. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiese usar como arma, pero allí dentro no había nada útil. Aun así, algo llamó su atención en una esquina polvorienta, tras los restos del respaldo despedazado de un sofá. Se acercó al lugar y empujó lo que quedaba del mueble roto para descubrir que lo que había allí escondido era una guitarra. Solicio resopló con resignación y la cogió. Estaba sucia, pero parecía en buen estado: conservaba todas las cuerdas y tan solo algunas de ellas estaba ligeramente desafinadas. Concentrado en las tareas de afinación, caminó distraído hasta el centro de la sala mientras los de fuera seguían golpeando, aullando y clavando sus garras.

Cuando estuvo perfectamente afinada, Solicio rasgó todas las cuerdas al aire y tomó asiento en el sucio suelo. Decidió despedirse de la vida con una última canción. Delante de él, la madera de la puerta empezó a ceder a los golpes, y algunos brazos, grises y cubiertos de cortes, comenzaron a asomar y a agitarse por los boquetes abiertos en las paredes.

Solicio suspiró y comenzó a puntear algunas cuerdas hasta que el ritmo, lento y triste, tomó forma, y la melodía comenzó a desplegarse tranquila y pausada a medida que los de fuera iban teniendo cada vez más fácil el acceso a la cabaña. Con calma, Solicio entonó aquella breve canción, que siempre había traído a su memoria el recuerdo de su amada Cyanne:

“Puede que la vida me castigue.
Puede ser que me toque sufrir.
Es posible que la pesadilla que me persigue
ya no me permita salir.

Quizás yo sea mi peor enemigo,
quizás me haga daño sin querer.
Es posible que la angustia que yo vivo
sea fruto de quererte y no poder.

No permitas que la noche me consuma.
No dejes que me ahogue sin tu calor.
El frío cala y en el cielo no hay luna,
mi sombra me atormenta sin pudor.

Canto y alivio mi pesar,
con palabras que vomitan mi soledad.
Un yo sin un tú, nada más,
Un yo que no es ni está.

El norte de mi desordenado mundo.
El agua de mi desierto congelado.
No merece la pena ni un segundo,
si no estoy a tu lado.

Aquí estás ahora y ya no falta nada,
y se recubre la vida de colores.
Libera mi emoción encadenada,
acostado contigo entre las flores”.

El último golpe que recibió la puerta la tiró abajo y puso fin a la breve canción de Solicio. Los de fuera comenzaron a entrar atropelladamente, sorteando la estantería derribada y pasando algunos por encima de otros. Parecían hormigas famélicas arremolinándose en torno a un insecto indefenso que estuviesen a punto de despedazar. Se agruparon en torno a Solicio y, liderándolos a todos ellos, se encontraba Cyanne, en actitud amenazante con los brazos abiertos y mostrando sus afilados colmillos como una fiera desalmada. Las marcas de su cuello habían sido el origen de su maldición, y ya apenas quedaba nada reconocible de la que una vez había sido la dulce esposa de Solicio. Este, se puso de pie y sostuvo la guitarra por el mástil, como si de un hacha se tratase. Pensaba morir luchando. Sin embargo, cuando Cyanne dio el primer paso para abalanzarse sobre él, Solicio lo entendió todo de pronto. Por fin, se le había ocurrido un modo de pasar el resto de la eternidad con su querida esposa.

Dejó caer la guitarra al suelo y abrió los brazos de par en par para abrazar a su indomable esposa una vez más. No opuso resistencia alguna cuando Cyanne acercó sus labios al cuello para darle su último beso, afilado y sangriento.

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