jueves, 27 de diciembre de 2012

Lía

La pequeña Lía sostenía el cuchillo apuntando hacia abajo justo delante del pecho. Lo apretaba contra las pieles que la abrigaban como si, en lugar de ser un filo cortante, se tratase de un escudo de hierro. Su respiración era acelerada y el vaho que salía de su boca se esfumaba repentinamente a causa de las rachas de viento. Lía estaba asustada, tanto que hizo ademán de retroceder.

—No tengas miedo, Lía —le dijo su padre, con tono tranquilizador—. Ya está muerto.

Su padre estaba de rodillas detrás del cuerpo tendido de un enorme lobo. Debajo del hocico abierto, la sangre que fluía entre los colmillos astillados empapaba la nieve. El hombre alzó una de sus manos para que Lía la viera y, justo después, la llevó sobre el lomo del animal.

—¿Ves? No hace nada. Acércate tú también y acarícialo. Es tan suave como las pieles que llevas ahora.

Pero ella no apartaba la mirada de las fauces de la bestia abatida a flechazos. Sin decir nada, negó con la cabeza y lanzó una mirada desangelada a su padre. Lía quería volver con su madre.

—Tranquila, pequeña mía. Es seguro, no pasa nada. Este animal ya no puede hacernos daño. Anda, ven y ayúdame para regalarle esta piel a mamá.

Lía se mantuvo callada y negó insistentemente con la cabeza.

—El lobo se enfadará —susurró finalmente la niña.

La respuesta provocó una sonrisa en su padre. A veces, hasta él se asombraba de lo dulce que podía llegar a ser Lía. Suspiró y la contempló mientras ella tiritaba de pie en medio de la nieve. La quería demasiado, más que a su propia vida. Justo entonces, el padre tuvo que disimular una mueca de dolor en su rostro. La herida del costado volvió a darle un latigazo. La coz, que le había propinado días atrás un ciervo, no había tenido compasión de sus costillas, y la herida no terminaba de curar, solo se amorataba y supuraba. La sonrisa del principio empezó a apagarse cuando aparecieron en su cabeza las ideas de la muerte y la de dejar solas a su hija y a su mujer embarazada.

—Quien se va a enfadar, y mucho, será tu madre como no nos demos prisa en llevar algo de carne al fuego —el simple hecho de oír la palabra “carne” hizo que el estómago vacío de Lía rugiera como un león—. No es ciervo..., pero no deja de ser carne.

—¿Vamos a comernos al lobo? —preguntó Lía, sorprendida.

—Claro, ¿por qué no? Es lo que los dioses de la caza nos han proporcionado hoy. No somos quienes para rechazar lo que nos ofrecen.

—Pero..., eso no está bien. Los lobos comen... personas. Pero las personas no comen lobos.

Conmovido, su padre se vio llevado por una oleada de cariño y no tuvo más remedio que acercarse hasta su hija para abrazarla. La acomodó entre sus brazos en el lado opuesto a la herida. No dejó que la niña viera las lágrimas que empezaban a caer por sus mejillas. Disimuladamente, se secó el rostro y agarró a Lía por los hombros. Contempló el rostro de la pequeña, sucio y oculto tras una maraña de pelo bajo la que alumbraban dos ojos del azul más claro del mundo.

—Lía, eres la princesita más guapa que he visto en mi vida —la pequeña esbozó una sonrisa tímida, mientras miraba fijamente a su padre—. Pero, ¿sabes una cosa? No eres una princesa cualquiera, sino que eres una princesa valiente. Eres una princesa que es capaz de cualquier cosa. Yo lo sé. Yo sé que eres mi princesita y que no hay nada que no puedas hacer, porque el miedo no puede contigo.

—Ese lobo sí que me da un poco de miedo... —confesó ella en voz baja.

—No, claro, desde luego que da miedo. A mí también me dio miedo antes de alcanzarlo con las flechas. Pero ser valiente no consiste en no tener miedo, sino en ser capaz de hacerle frente. Lía, mi princesita, ¿quieres ser valiente conmigo y ayudarme a preparar a ese animal para la cena?

La niña miró el cuchillo que aún sostenía en sus manos.

—Sí... —dijo, algo más decidida.

—Muy bien, pequeña. Muy bien.

—Y papá... —añadió Lía—. No te preocupes, yo te defenderé con el cuchillo si el lobo se mueve.

Su padre sonrió y olvidó por un instante el dolor de la herida que le estaba matando.

—Gracias, mi amor. Ahora sí que ya no tengo miedo.

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