jueves, 24 de enero de 2013

La mordélula

Notaba su presencia dentro de su cuerpo. Estaba seguro de que aquel minúsculo y malvado ser existía y habitaba en su interior. Pero, a pesar de su certeza inamovible, nunca lo había visto, jamás lo había oído, y ni siquiera sabía que era posible que existiese bestia parecida.

Se trataba de una criatura pequeña, inestable y caprichosa. Un ser que carecía de peso, y de volumen. Se podría discutir su presencia física, pero lo que era indiscutible era su presencia misma. Una alimaña diminuta y redonda, sin ojos, sin hocico, sin extremidades para desplazarse y sin alas para volar. Todo el animal era boca, todo él eran unas fauces desproporcionadas, enormes para su tamaño, que recorrían todo el perímetro redondo de su cuerpo, y cuyos trémulos labios humedecidos dejaban a la vista una interminable hilera de colmillos, agudos como puñales y crueles como asesinos sin remordimientos.

La horrible bestia tiene nombre: mordélula. Ni más, ni menos. Temido parásito. Indeseable compañía. Tormento insufrible de aquel que es víctima de sus maltratos. Alimaña repugnante y hedionda, martirizadora y sádica, insaciable y nerviosa, tan resistente como hiriente.

Tal criatura vivía en la cabeza de su víctima, dormía entre los pedazos de su corazón, y solo se hacía notar por la noche, por la noche de cada día. Cuando reinaba el silencio. Cuando se encontraba solo. Cuando se veía frente a frente con sus recuerdos. Justo entonces, la mordélula despertaba, se relamía y se disponía a comenzar a devorar.

Como cada noche, como cada noche de cada día, la mordélula se abría paso a dentelladas, rasgando lo poco que quedaba del corazón de su víctima, y ascendía para asestar la primera dentellada profunda en la cabeza, en la memoria, en el recuerdo. El dolor de tal mordedura hacía brotar imágenes, sonidos, aromas..., que venían acompañados, de manera tan inexorable como dolorosa, de una segunda mordedura. Esta otra siempre resultaba más amarga que la primera, más profunda que la primera... Peor. Más cruel, más inhumana, más desgarradora y capaz de dejar sin aliento ni fuerzas para luchar. Esta segunda mordedura la asestaba en las entrañas y luego las retorcía, las sacudía y las revolvía hasta casi provocar el vómito. Entonces, el cuerpo de su víctima se encogía sobre sí mismo y abrazaba sus rodillas para atajar el dolor, que se hundía en las profundidades huecas y oscuras de su estómago indefenso. Esta segunda mordedura dolía más que la primera, era peor que la primera, pero era preferible a la tercera.

Porque a la segunda la seguía una tercera. Aunque de diferente calaña, la nueva herida resultaba no solo más dañina, sino también más preocupante. La mordélula hundía sus dientes hasta la encía en lo bueno que quedaba en su víctima. Devoraba mordisco a mordisco la bondad, la capacidad de entrega y la posibilidad de volver a amar. Cada noche. Cada noche de cada día, la mordélula hacía desaparecer un poco más aquellas bondades y las reemplazaba por otras bien diferentes. Pues, a cambio del alimento que recibía, la mordélula secretaba rencor, recelo, miedo, dolor, llanto, amargura y pesar. La mordélula se comía lo bueno, y dejaba lo malo.

Él lo sabía. Su víctima lo sabía. Notaba la mordélula dentro de él. Envileciéndole, consumiéndole, quebrándole, pudriéndole. Él lo notaba. A veces, intentaba librarse de ella provocándose el vómito, pero esa medida desesperada tan solo lograba extenuar a la criatura hasta hacerla dormir hasta la noche siguiente. Hasta la noche siguiente del siguiente día.

La inmensa colección de dentelladas sin curar dolía a horrores, sin embargo, de sus heridas emocionales no manaba sangre alguna. Tan solo producían lágrimas que sus ojos daban salida de cuando en cuando. Lágrimas que se vertían en silencio y disimuladamente. Casi siempre en el cuarto de baño o a solas en la cama. Donde nadie escucha. Donde nadie observa. Donde nadie se preocupa. Porque la mordélula ataca cuando hay silencio. Cuando estás solo. Cuando nadie puede consolarte.

De esta manera, con el paso del tiempo, la mordélula se alimentó de él hasta lisiar sus emociones por completo y convetirlo en un ser triste, solitario, hundido y sin esperanzas. Y la mordélula sigue comiendo cada noche. Cada noche de cada día.

Evitad a toda costa las mordeduras de la mordélula.

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