El rey Huxley irrumpió en la
amplia tienda de campaña por la entrada de tela. Se detuvo en seco y
se llevó la mano furiosa a la empuñadura de su espada envainada. A
unos pasos, se encontraba el caballero malherido, desprovisto del
yelmo y de la parte superior de la armadura que le protegía el
torso. El guerrero se retorcía de dolor en su lecho ensangrentado
mientras lo torturaba el dolor de la multitud de cortes de espada y
heridas de flecha que había recibido en su huida. El maestre sanador
forcejeaba con su paciente para que no se resistiera. Con unas
rústicas tenazas tiraba de la flecha partida que le sobresalía del
hombro. La presencia firme y rabiosa del rey Huxley se adueñó de la
estancia, y tanto maestre como paciente miraron hacia el monarca en
silencio. Sin duda, estaba enfadado.
El soberano se aproximó a la
camilla con pasos contundentes. Su armadura sonaba metálica debajo
de su manto rojo de ribetes de piel de ciervo. Con un gesto de la
mano, ordenó al maestre que se apartara y miró directamente a los
ojos del guerrero, que apretaba los labios conteniendo el dolor
dentro de su cuerpo tembloroso.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó
el rey Huxley a su guerrero, sin apartar nunca su mano de la espada
en la vaina de su cintura.
―No pude rescatarlo, milord.
N... no he sido capaz de cumplir sus órdenes. No soy digno de estar
en su presencia.
―¿Qué ha pasado? ―volvió a
preguntar el rey, con la mano impaciente en la empuñadura.
El herido compartió una mirada
de incomprensión con el maestre, quien agachó la cabeza para no
verse involucrado en el soberano disgusto de su rey.
―Conseguí encontrar a nuestro
espía en el campamento enemigo ―empezó a responder el caballero,
nervioso mientras las gotas de sudor y de sangre caían por su
rostro―. Lo monté en mi corcel y cabalgamos, pero nuestro enemigo
reaccionó rápido y nos cortó el paso. Tuve que improvisar otra vía
de escape para poder llegar hasta aquí. Improvisaba sobre la marcha
mientras atravesábamos el bosque. No... no dejaban de caernos
flechas y los corceles enemigos parecían salir de detrás de cada
árbol por el que pasábamos. Las opciones eran cada vez menores, y
no me quedó más remedio que escapar por el sendero del desfiladero.
El rey lo escuchaba apretando los
dientes. El caballero lo notó, tragó saliva con sabor a sangre y
continuó su relato.
―Era... cuestión de tiempo que
una de las flechas hiciera blanco, milord. La primera se clavó en mi
montura. Escuché que mi corcel relinchó y luego se encabritó. No
pude sujetarme a las riendas y caí de espaldas sobre el espía que
llevaba detrás de mí. El sendero era estrecho... y yo... caí en la
tierra del camino. Pero el espía...
―¿El espía qué?
―Mi caída lo empujó y también
se calló del caballo, milord. Pero no tuvo tanta suerte como yo. El
pobre desafortunado se calló al fondo del desfiladero. No creo que
sobreviviera. Ha sido una torpeza por mi parte, milord. No soy digno.
―Un momento... ―lo
interrumpió el monarca elevando su real mano―, ¿qué ha dicho que
le pasó al espía?
El caballero parpadeó
desconcertado. No sabía qué le dolía más: si las heridas que lo
desangraban o la deshonra de no haber cumplido con el mandato de su
señor.
―El espía se calló al fondo
del desfiladero, milord ―repitió, avergonzado.
―Querrá decir que se cayó al
fondo del desfiladero.
―Eso he dicho, milord. Se
calló.
―No, lo está diciendo mal,
caballero. No solo no ha cumplido con su cometido, sino que encima ni
siquiera sabe hablar.
―¿Milord?
―Es cierto. Créame. Se dice
“se cayó”. Hasta el maestre lo sabe, ¿a que sí? ―el rey
buscó la complicidad del maestre con la mirada, pero este se encogió
de hombros mientras mantenía la cabeza agachada.
―No lo comprendo, milord
―comentó el caballero―. La misión de rescate ha sido un
fracaso. ¿Qué más da cómo lo diga?
―Oh, sí que importa,
caballero, y mucho ―replicó el rey Huxley―. ¿Cómo nos van a
tomar en serio ahí fuera si ni siquiera somos capaces de hablar como
es debido?
―¿Ahí fuera, milord?
―Sí, ahí fuera. ¿Sabe usted
lo que hay ahí fuera?
―¿El enemigo? ―respondió el
guerrero, confuso por la extraña conversación de su señor.
―Ahí fuera está la verdad,
caballero. Están los grandes. Le hablo de fantasía medieval épica,
caballero. Los grandes. Tolkien, R. R. Martin... Es lo que se lleva.
Todo el mundo intenta ser el nuevo Tolkien o el nuevo Martin.
―No conozco las hazañas de
esos soldados ―repuso el caballero―. ¿También están a su
servicio, milord?
―No son caballeros, son...
escribanos. Crean y escriben historias. Historias enormes. ¿Has
visto acaso el tamaño que tiene “Juego de Tronos”? ¡Es enorme!
Y está bien escrito. Y nosotros que tenemos tres páginas
miserables, vas y dices “se calló del caballo”. Lamentable.
―¡Maestre! ―llamó el
caballero al sanador―. Creo que estoy alucinando a causa de mis
heridas.
―No, no alucina, caballero ―lo
corrigió―. Ahora lo dejo en manos del maestre y regresaré más
tarde para que comparta los detalles del rescate fallido ―con un
gesto de cabeza, indicó al maestre que volviera a tratar las heridas
del guerrero―. Y, por favor ―comentó el rey por último―, la
próxima vez que hablemos, recuerde que mi espía se “cayó” del
caballo.
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