jueves, 26 de enero de 2017

El rey de la historia

El rey Huxley irrumpió en la amplia tienda de campaña por la entrada de tela. Se detuvo en seco y se llevó la mano furiosa a la empuñadura de su espada envainada. A unos pasos, se encontraba el caballero malherido, desprovisto del yelmo y de la parte superior de la armadura que le protegía el torso. El guerrero se retorcía de dolor en su lecho ensangrentado mientras lo torturaba el dolor de la multitud de cortes de espada y heridas de flecha que había recibido en su huida. El maestre sanador forcejeaba con su paciente para que no se resistiera. Con unas rústicas tenazas tiraba de la flecha partida que le sobresalía del hombro. La presencia firme y rabiosa del rey Huxley se adueñó de la estancia, y tanto maestre como paciente miraron hacia el monarca en silencio. Sin duda, estaba enfadado.

El soberano se aproximó a la camilla con pasos contundentes. Su armadura sonaba metálica debajo de su manto rojo de ribetes de piel de ciervo. Con un gesto de la mano, ordenó al maestre que se apartara y miró directamente a los ojos del guerrero, que apretaba los labios conteniendo el dolor dentro de su cuerpo tembloroso.

¿Qué ha pasado? ―preguntó el rey Huxley a su guerrero, sin apartar nunca su mano de la espada en la vaina de su cintura.

No pude rescatarlo, milord. N... no he sido capaz de cumplir sus órdenes. No soy digno de estar en su presencia.

¿Qué ha pasado? ―volvió a preguntar el rey, con la mano impaciente en la empuñadura.

El herido compartió una mirada de incomprensión con el maestre, quien agachó la cabeza para no verse involucrado en el soberano disgusto de su rey.

Conseguí encontrar a nuestro espía en el campamento enemigo ―empezó a responder el caballero, nervioso mientras las gotas de sudor y de sangre caían por su rostro―. Lo monté en mi corcel y cabalgamos, pero nuestro enemigo reaccionó rápido y nos cortó el paso. Tuve que improvisar otra vía de escape para poder llegar hasta aquí. Improvisaba sobre la marcha mientras atravesábamos el bosque. No... no dejaban de caernos flechas y los corceles enemigos parecían salir de detrás de cada árbol por el que pasábamos. Las opciones eran cada vez menores, y no me quedó más remedio que escapar por el sendero del desfiladero.

El rey lo escuchaba apretando los dientes. El caballero lo notó, tragó saliva con sabor a sangre y continuó su relato.

Era... cuestión de tiempo que una de las flechas hiciera blanco, milord. La primera se clavó en mi montura. Escuché que mi corcel relinchó y luego se encabritó. No pude sujetarme a las riendas y caí de espaldas sobre el espía que llevaba detrás de mí. El sendero era estrecho... y yo... caí en la tierra del camino. Pero el espía...

¿El espía qué?

Mi caída lo empujó y también se calló del caballo, milord. Pero no tuvo tanta suerte como yo. El pobre desafortunado se calló al fondo del desfiladero. No creo que sobreviviera. Ha sido una torpeza por mi parte, milord. No soy digno.

Un momento... ―lo interrumpió el monarca elevando su real mano―, ¿qué ha dicho que le pasó al espía?

El caballero parpadeó desconcertado. No sabía qué le dolía más: si las heridas que lo desangraban o la deshonra de no haber cumplido con el mandato de su señor.

El espía se calló al fondo del desfiladero, milord ―repitió, avergonzado.

Querrá decir que se cayó al fondo del desfiladero.

Eso he dicho, milord. Se calló.

No, lo está diciendo mal, caballero. No solo no ha cumplido con su cometido, sino que encima ni siquiera sabe hablar.

¿Milord?

Es cierto. Créame. Se dice “se cayó”. Hasta el maestre lo sabe, ¿a que sí? ―el rey buscó la complicidad del maestre con la mirada, pero este se encogió de hombros mientras mantenía la cabeza agachada.

No lo comprendo, milord ―comentó el caballero―. La misión de rescate ha sido un fracaso. ¿Qué más da cómo lo diga?

Oh, sí que importa, caballero, y mucho ―replicó el rey Huxley―. ¿Cómo nos van a tomar en serio ahí fuera si ni siquiera somos capaces de hablar como es debido?

¿Ahí fuera, milord?

Sí, ahí fuera. ¿Sabe usted lo que hay ahí fuera?

¿El enemigo? ―respondió el guerrero, confuso por la extraña conversación de su señor.

Ahí fuera está la verdad, caballero. Están los grandes. Le hablo de fantasía medieval épica, caballero. Los grandes. Tolkien, R. R. Martin... Es lo que se lleva. Todo el mundo intenta ser el nuevo Tolkien o el nuevo Martin.

No conozco las hazañas de esos soldados ―repuso el caballero―. ¿También están a su servicio, milord?

No son caballeros, son... escribanos. Crean y escriben historias. Historias enormes. ¿Has visto acaso el tamaño que tiene “Juego de Tronos”? ¡Es enorme! Y está bien escrito. Y nosotros que tenemos tres páginas miserables, vas y dices “se calló del caballo”. Lamentable.

¡Maestre! ―llamó el caballero al sanador―. Creo que estoy alucinando a causa de mis heridas.

No, no alucina, caballero ―lo corrigió―. Ahora lo dejo en manos del maestre y regresaré más tarde para que comparta los detalles del rescate fallido ―con un gesto de cabeza, indicó al maestre que volviera a tratar las heridas del guerrero―. Y, por favor ―comentó el rey por último―, la próxima vez que hablemos, recuerde que mi espía se “cayó” del caballo.

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