Jorge regresó al piso con gesto
contrariado. Dejó las llaves en la cestita de al lado de la entrada
y se dirigió derecho al salón, donde lo esperaba Nadia, tomándose
su café de las cinco de la tarde.
―Hola, cariño ―lo recibió
ella, sin levantarse del sillón y con una amable expresión en su
rostro angelical―. ¿Qué te ha dicho la doctora?
La muchacha alzó el rostro y
encogió los labios, a la espera de un beso, pero Jorge ni siquiera
la besó. Entró en silencio en la estancia, agarró una silla y la
colocó justo delante de ella. Se sentó y contempló a su novia a
través de sus ojos confusos y casi llorosos. El corazón de Nadia se
aceleró ante la desconcertante mirada de él.
―Cariño, me estás preocupando
―dijo ella, ante el extraño comportamiento de Jorge―. ¿Qué te
pasa? ¿Qué te ha dicho la doctora?
Él hizo que Nadia dejara su café
caliente en la mesita y cogió las manos de la joven entre las suyas.
La miró directamente.
―La doctora me ha dicho que tú
no existes, Nadia.
La muchacha parpadeó
repetidamente, sin llegar nunca a dar crédito a aquellas palabras
que acababa de escuchar.
―¿Cómo? ―entonces,
lentamente, en la cara de Nadia se fue dibujando una sonrisa. No
podía tratarse de otra cosa que una broma de Jorge―. ¡Serás
tonto! ―y chistó, para luego darle una suave palmada en la
rodilla―. Por un momento pensé que el médico te había dado malas
noticias. ¡No me gastes bromas como esa!
Pero Jorge mantuvo inalterable el
gesto profundo de su ceño.
―¿De qué va esto, Jorge? ―y
de pronto la chica se contagió de la seriedad de su novio.
―Llevo varias sesiones
hablándole de ti a la terapeuta.
―Sí, ya me lo habías dicho,
Jorge. ¿Y qué pasa con eso?
―Verás... ―suspiró y cogió
fuerzas―, la doctora está convencida de que, después de lo de la
muerte de... ―negó con la cabeza y cambio de tema sobre la
marcha―. Tú sabes que lo he pasado muy mal.
―Sí, cariño, lo sé ―apretó
fuertemente las manos de Jorge, que agachó la cabeza para que no lo
viera llorar.
―He estado muy solo mucho
tiempo, Nadia. Y fantaseaba. Me imaginaba cómo sería volver a estar
con alguien, volver a sentirse amado y dejar de estar solo.
―Pero no estás solo, mi vida
―los ojos de ella se rayaron de lágrimas―. Estoy contigo ―posó
la palma de su mano en la mejilla de su novio y le elevó el rostro
para verle los ojos―. Te quiero y no estás solo.
―Pero sí lo estoy en realidad.
Nadia negó con la cabeza,
incapaz de comprender qué quería decir.
―Eres una proyección de mi
subconsciente ―confesó él―. Al menos, eso dice la doctora.
―¿¡Cómo!?
―Dice que eres una
materialización irreal de todas mis aspiraciones en una pareja. Eres
perfecta para mí, y lo eres porque te he inventado.
―¡Pero qué dices, Jorge!
Yo... yo soy muy real, te lo aseguro. Tengo mi propia vida y pienso
por mí misma. Y estoy aquí contigo. Puedes verme, puedes oírme,
puedes sentirme.
―La terapeuta dice que son todo
imaginaciones mías.
―Jorge... ―Nadia no era capaz
de encontrar palabras para responder. Parecía que estaba hablando en
serio―. ¿Me estás diciendo que no existo? ¿En serio? Pero...,
¿tú estás escuchando lo que estás diciendo? Oye, sé que estás
yendo a la consulta porque necesitas ayuda profesional, pero empiezo
a creer que aquí la loca es la doctora esa. ¿Es que pretende hacer
que pierdas el juicio? ¿De qué va esa tía? ¿Es que no se da
cuenta de que...? Vale, ¿y las fotos? ¿Todas esas fotos que nos
hemos sacado durante estos meses juntos también son mentira?
―Se las he enseñado. Todas.
―¿Y?
―Dice que ella no te ve en
ninguna. Que solo te puedo ver yo, porque quiero verte a mi lado.
Porque necesito verte.
Nadia soltó las manos de Jorge y
se reclinó en el sillón, desbordada por la incredulidad. No apartó
sus ojos de él ni un solo instante. Jorge parecía hundirse en sí
mismo, encorvado y con la cabeza agachada.
―¿Y qué se supone que tengo
que hacer ahora? ¿Cierro los ojos y desaparezco? Menuda gilipollez.
Menuda terapeuta que te has buscado. Yo que tú, buscaba a otra
cuanto antes.
―Ella me lo dijo.
―¿El qué?
―Que dirías eso. Que te
resistirías. Que te enfadarías. Pero que todo seguiría siendo
producto de mi imaginación, y que no te hiciera caso.
―¿Y te vas a creer todo ese
montón de basura?
Él no respondió. La paciencia
de Nadia superó el límite y le propinó una sonora bofetada a
Jorge, que encajó el golpe con un rocío de lágrimas saliendo
despedido de sus ojos.
―¿Y eso? ―preguntó ella,
con palpitaciones en la palma de la mano―. ¿También te dijo que
yo haría eso? ¿También te lo has inventado?
―Entiéndelo, por favor.
―¿Que entienda el qué, Jorge?
¿No ves que lo que dices no tiene sentido?
―Tenemos que dejar de vernos,
Nadia. No me hace bien estar contigo.
―Un momento, ¿estás rompiendo
conmigo? ―se levantó como impulsada por un resorte y se plantó
delante de Jorge con los brazos cruzados. Él aún no comprendía
cómo era capaz de seguir viéndola con tanta nitidez.
―¿Por qué no me miras a la
cara? ―le preguntó ella―. ¡Que me mires!
―Nadia, por favor...
―Si estás dejándome, ten el
valor de levantarte y mirarme a la cara como un hombre. Dime a la
cara que me dejas porque una psicóloga tarada te ha dicho que yo no
existo. ¡Dímelo!
Jorge se puso de pie, la cogió
de las manos y la miró directamente de nuevo.
―Lo siento, Nadia. Es lo mejor
para mí. Tú no eres real.
Ella se apartó de él de un
tirón. Quiso retroceder, pero se tropezó con el sillón y cayó de
espaldas para quedarse sentada de nuevo y con la vista deambulando en
el vacío entre ellos.
―¿Y te vas a quedar solo? ―le
preguntó Nadia, con lágrimas cayendo por sus mejillas.
Jorge guardó silencio y cerró
los ojos. El corazón le latía fuerte y gritaba dentro de su pecho
clamando el tierno amor que sentía hacia Nadia. Pero finalmente pudo
resistir el casi desbordante impulso de abrazar a su ilusión y
esperó a regresar al mundo real.
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