jueves, 12 de enero de 2017

Circo

Atardecía con unas pesadas nubes naranjas en el oeste, pero en el horizonte opuesto la noche era tan oscura e intimidante que incluso parecía que el poco sol mortecino que quedaba se batía en rápida retirada detrás de la llanura. La tormenta nocturna amenazaba en la distancia, restallando con rayos verdosos entre nubarrones más negros que el carbón. El viento silbaba con fuerza y esparcía por los caminos de la feria abandonada las pocas hojas secas que aún no se había llevado para siempre. La noria se balanceaba de un lado para otro, crujiendo y chirriando, amenazando con su desplome al oxidado tiovivo de abajo, clavado al suelo e incapaz de correr para ponerse a salvo. Ninguno de sus caballos de plástico conservaba todas sus cuatro patas, pero todos sonreían quietos y mutilados, mientras que a alguno incluso le faltaba parte de la cabeza. Algo más allá, una de las puertas del puesto de algodón de azúcar era sacudida por las ráfagas y golpeaba caprichosamente la chapa metálica, acompañando al ronco estruendo lejano de los truenos con su percusión metálica. Y en medio de la decrépita nada, se hallaba la carpa agujereada de un circo olvidado, casi siempre a punto de ser barrida por el viento como una bandera desgarrada que apenas se mantiene en su mástil.

En el interior, una pista circular polvorienta y unas gradas desvencijadas vacías. En la entrada de artistas, por la que años atrás salieron elefantes, tigres y payasos, ahora solamente se encontraba el organillero, con la colilla de un cigarrillo apagado en los labios y su acordeón entre las manos. Con la vista perdida en el suelo, tocaba su triste melodía. Tan desabrida y monótona que ni siquiera el pequeño mono a sus pies se esforzaba por danzar a su son. El animal raquítico afrontaba el hambre de su diminuta barriga con una respiración entrecortada y unos ojos apagados. Tumbado en el suelo y con la correa al cuello, simplemente estaba allí, existiendo por no hacer otra cosa.

La tela de la carpa se sacudía muy por encima de ellos, más allá de la línea tendida de los trapecistas y de la red de rota seguridad que colgaba como si el mismo aire llorara lágrimas de cuerda. Viento y acordeón, tierra y sangre. La mancha estaba justo en medio de la pista, como un cruel recordatorio eterno del comienzo del declive. Al lado de la mancha de sangre, un payaso sostenía una flor amarilla, que parecía agachar su corola para contemplar con sus propios pétalos la mancha del suelo. El payaso la sostenía y recordaba, con su mueca triste bajo la maquillada sonrisa alegre cuarteada. Sorbía el moco debajo de su nariz roja. Su maquillaje sonreía, pero sus ojos lloraban. Sin apartar la vista del suelo, la recordaba a ella, allí arriba, esbelta y desafiante, ágil y resuelta. Capaz de mantener en vilo a todos los que tiempo atrás ocuparon los asientos de alrededor. Por aquel entonces, ella saltaba, giraba y hacía volteretas sobre la línea en las alturas, belleza y peligro en perfecta armonía. Siempre sonriendo, siempre hermosa, siempre presente en los suspiros enamorados del payaso, incapaz de atinar con sus malabarismos cuando ella actuaba. Siempre terminaba agarrándose muy fuerte a su flor amarilla de plástico mientras la veía arriba, jugándose la vida a cambio de aplausos. “Algún día le regalaré esta flor”, pensaba. “Algún día le declararé mi amor”, se engañaba el payaso. Pero la ocasión nunca llegó cuando un mal paso acabó con ella en la red de seguridad, y la suerte tampoco estuvo con ella cuando la vieja y corroída red cedió y dio con ella en el suelo. Y allí se quedó bajo los focos y sobre un charco creciente de sangre. Siempre hermosa, siempre sonriente, y eternamente en el corazón huérfano del payaso.

Con su muerte también desapareció la vida del lugar. Empezó a haber huecos en las gradas, y cada vez había más polvo y telarañas y menos risas y aplausos. Hueca y penosa, la feria se convirtió en tan solo un esqueleto de lo que una vez fue. Y los únicos que permanecieron fueron el payaso con su flor amarilla y el organillero con su compasión hacia su triste compañero. Moradores en pena de un sitio destinado al olvido.

Un trueno estalló cerca y el viento se intensificó. El payaso enjugó sus lágrimas y terminó su oración silenciosa. Miró al organillero, que dejó de tocar y compartió un gesto de compasión con él. Con la cabeza gacha, el payaso abandonó la pista junto con su amigo en dirección al poco refugio que ofrecían las caravanas. Allí permanecerían una noche más, si la tormenta no se los llevaba por delante.

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