Atardecía con unas pesadas nubes
naranjas en el oeste, pero en el horizonte opuesto la noche era tan
oscura e intimidante que incluso parecía que el poco sol mortecino
que quedaba se batía en rápida retirada detrás de la llanura. La
tormenta nocturna amenazaba en la distancia, restallando con rayos
verdosos entre nubarrones más negros que el carbón. El viento
silbaba con fuerza y esparcía por los caminos de la feria abandonada
las pocas hojas secas que aún no se había llevado para siempre. La
noria se balanceaba de un lado para otro, crujiendo y chirriando,
amenazando con su desplome al oxidado tiovivo de abajo, clavado al
suelo e incapaz de correr para ponerse a salvo. Ninguno de sus
caballos de plástico conservaba todas sus cuatro patas, pero todos
sonreían quietos y mutilados, mientras que a alguno incluso le
faltaba parte de la cabeza. Algo más allá, una de las puertas del
puesto de algodón de azúcar era sacudida por las ráfagas y
golpeaba caprichosamente la chapa metálica, acompañando al ronco
estruendo lejano de los truenos con su percusión metálica. Y en
medio de la decrépita nada, se hallaba la carpa agujereada de un
circo olvidado, casi siempre a punto de ser barrida por el viento
como una bandera desgarrada que apenas se mantiene en su mástil.
En el interior, una pista
circular polvorienta y unas gradas desvencijadas vacías. En la
entrada de artistas, por la que años atrás salieron elefantes,
tigres y payasos, ahora solamente se encontraba el organillero, con
la colilla de un cigarrillo apagado en los labios y su acordeón
entre las manos. Con la vista perdida en el suelo, tocaba su triste
melodía. Tan desabrida y monótona que ni siquiera el pequeño mono
a sus pies se esforzaba por danzar a su son. El animal raquítico
afrontaba el hambre de su diminuta barriga con una respiración
entrecortada y unos ojos apagados. Tumbado en el suelo y con la
correa al cuello, simplemente estaba allí, existiendo por no hacer
otra cosa.
La tela de la carpa se sacudía
muy por encima de ellos, más allá de la línea tendida de los
trapecistas y de la red de rota seguridad que colgaba como si el
mismo aire llorara lágrimas de cuerda. Viento y acordeón, tierra y
sangre. La mancha estaba justo en medio de la pista, como un cruel
recordatorio eterno del comienzo del declive. Al lado de la mancha de
sangre, un payaso sostenía una flor amarilla, que parecía agachar
su corola para contemplar con sus propios pétalos la mancha del
suelo. El payaso la sostenía y recordaba, con su mueca triste bajo
la maquillada sonrisa alegre cuarteada. Sorbía el moco debajo de su
nariz roja. Su maquillaje sonreía, pero sus ojos lloraban. Sin
apartar la vista del suelo, la recordaba a ella, allí arriba,
esbelta y desafiante, ágil y resuelta. Capaz de mantener en vilo a
todos los que tiempo atrás ocuparon los asientos de alrededor. Por
aquel entonces, ella saltaba, giraba y hacía volteretas sobre la
línea en las alturas, belleza y peligro en perfecta armonía.
Siempre sonriendo, siempre hermosa, siempre presente en los suspiros
enamorados del payaso, incapaz de atinar con sus malabarismos cuando
ella actuaba. Siempre terminaba agarrándose muy fuerte a su flor
amarilla de plástico mientras la veía arriba, jugándose la vida a
cambio de aplausos. “Algún día le regalaré esta flor”,
pensaba. “Algún día le declararé mi amor”, se engañaba el
payaso. Pero la ocasión nunca llegó cuando un mal paso acabó con
ella en la red de seguridad, y la suerte tampoco estuvo con ella
cuando la vieja y corroída red cedió y dio con ella en el suelo. Y
allí se quedó bajo los focos y sobre un charco creciente de sangre.
Siempre hermosa, siempre sonriente, y eternamente en el corazón
huérfano del payaso.
Con su muerte también
desapareció la vida del lugar. Empezó a haber huecos en las gradas,
y cada vez había más polvo y telarañas y menos risas y aplausos.
Hueca y penosa, la feria se convirtió en tan solo un esqueleto de lo
que una vez fue. Y los únicos que permanecieron fueron el payaso con
su flor amarilla y el organillero con su compasión hacia su triste
compañero. Moradores en pena de un sitio destinado al olvido.
Un trueno estalló cerca y el
viento se intensificó. El payaso enjugó sus lágrimas y terminó su
oración silenciosa. Miró al organillero, que dejó de tocar y
compartió un gesto de compasión con él. Con la cabeza gacha, el
payaso abandonó la pista junto con su amigo en dirección al poco
refugio que ofrecían las caravanas. Allí permanecerían una noche
más, si la tormenta no se los llevaba por delante.
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