La pareja de hermanos se abría
paso entre los escombros. Atadas en una sábana a sus espaldas, los
pequeños llevaban las provisiones que habían podido apañar de las
estanterías saqueadas y retorcidas del supermercado derrumbado. Por
suerte, lograron hacerse con algunas latas de judías, pimientos y
melocotones que encontraron debajo de los cascotes que antes fueron
la oficina del gerente. Tras cuatro semanas de bombardeos, ya poco
quedaba, y empezaban a escasear los alimentos. Regresar con
provisiones al refugio después de la expedición al supermercado era
casi un milagro. Cuando volviesen, los esperaban las escandalosas
tripas de cada uno de los pocos supervivientes que malvivían bajo
tierra, a salvo de la ira de fuego que parecía no dejar de caer de
las naves invasoras del cielo. Los niños no dejaban de arrastrase
con la esperanza de que la alegría de sus padres por la comida
encontrada superase su enfado por haberse escapado sin permiso.
El sol de la tarde se filtraba
por las hendiduras de los muros ametrallados e iluminaba las motas de
polvo, que ahora parecía que siempre estaban suspendidas en el aire.
Los dos niños se arrastraban entre vigas de metal retorcido y trozos
de muro desplomado. La vía era estrecha, pero los había llevado
directamente hasta el supermercado atravesando las ruinas del bloque
de pisos. El hueco entre los escombros era inestable y por él tan
solo cabían los cuerpos menudos de Edmund y de su hermana pequeña
Andrea. Ambos habían desobedecido a sus padres y se habían escapado
al supermercado con fardos vacíos, con la intención de regresar con
alimentos para toda su familia escondida. Ya casi habían salido del
túnel cuando, de pronto, Andrea dejó de arrastrarse. Aunque iba
delante, su hermano se dio cuenta de ello y se detuvo. No sin
esfuerzos, miró atrás y vio que Andrea miraba, por una rendija
entre unos tablones, a la calle de tierra de fuera. Andrea le indicó
que guardara silencio y señaló hacia fuera.
Edmund abrió mucho los ojos y
encogió los labios en una mueca de ira. Con un gesto repentino de
cabeza, le ordenó a la niña que siguiera avanzando. Pero la
chiquilla se negó y señaló insistentemente a la calle. Edmund se
arrastró hacia atrás hasta llegar a la altura de Andrea. Tuvo que
agachar la cabeza hasta que la barbilla tocó el suelo para que los
dos pudiesen caber en el mismo espacio.
―¿Qué rayos pasa, Ande? ―le
susurró al oído―. Ya casi hemos vuelto...
―Mira ―fue la respuesta de
ella, indicando a su hermano que mirara por entre los maderos
partidos.
Fuera, un grupo de la resistencia
humana había hecho un alto en el camino. Eran cinco hombres
fornidos, uniformados y sucios. Se habían repartido por la calle y
parecían descansar después de haber hecho una larga marcha. Dos de
ellos reposaban sentados al pie de una pared, mientras otro vigilaba
desde la ventana destrozada del piso superior del edificio de
enfrente. Andrea señaló con más ahínco para que su hermano
pudiera verlo. Los otros dos soldados restantes estaban de pie
delante de su prisionero: una hembra invasora. Los hombres hacían
burlas obscenas y se llevaban la mano a la entrepierna mientras le
escupían a la prisionera cada trago de agua que tomaban de sus
cantimploras. La hembra los soportaba de rodillas, con la mirada
perdida, su melena roja enmarañada y su uniforme militar hecho
jirones. Parecía ajena a la multitud de cortes de su rostro blanco,
mientras se sujetaba con las manos atadas el pantalón roto dado de
sí. De buenas a primeras, uno de los soldados la sacudió y la
manoseó con poco decoro. La hembra se resistió con todas sus
fuerzas, a pesar de estar maniatada, hasta que un sonoro bofetón dio
con ella en el suelo. Los soldados la insultaron y la amenazaron con
volver a darle una ración de los hombres de este planeta. La hembra
invasora se recompuso y volvió a adoptar la misma posición del
principio. Su sangre verdosa le corrió desde la brecha abierta en la
protuberancia por encima de sus amplios ojos azules.
Edmund actuó de inmediato y
cubrió la boca de Andrea con la mano. Aquellos hombres de fuera eran
mercenarios que hacían la guerra por cuenta propia. Si los
descubrían, podría suponer el fin del refugio de su familia. Edmund
miró a su hermana. Para su sorpresa, la niña no parecía asustada,
sino triste.
―Tenemos que irnos ―le ordenó
Edmund a su hermana, apartando lentamente la mano―. Esos hombres
también son peligrosos.
―No podemos dejarla.
―¿Te refieres a la invasora?
¿En serio?
―Pero le están haciendo daño.
No está bien hacerle eso a nadie.
―Oye, no podemos hacer nada,
¿vale? Hasta ahora nos ha ido bien. Tenemos comida y no nos hemos
tropezado con saqueadores. Fíjate ahí fuera. Ellos tienen armas y
son cinco. ¡Y puede haber más que no hemos visto! Si la ayudamos,
nos cogerán. Y luego irán a por papá, mamá y los otros. Tenemos
que volver. ¡Ya!
―Solo hace falta no hacer
nada...
―¿Qué?
―Es lo que dice el libro que me
está leyendo mamá.
―¿Qué dices? ¿De qué
hablas?
―En el libro que me está
leyendo mamá pone que para que ganen los malos solo hace falta que
los buenos no hagan nada.
―¿Y a qué viene eso ahora?
―Antes no lo entendía. Era...
raro. Pero creo que ya sé qué quiere decir. Nosotros somos buenos,
¿no, Edmund?
―No podemos hacer nada, Ande...
No te dejaré hacer nada. Nos vas a poner a todos en peligro.
Andrea no respondió. En el fondo
estaba segura de que su hermano no iba a permitir de ningún modo que
se pusiera en peligro por ayudar a una invasora maltratada. Sin
embargo, la pequeña se llevó una mano al bolsillo de su pantalón y
sacó la navaja que siempre llevaba encima. Pulsó el botón y la
hoja sucia y poco afilada apareció delante de la mirada incrédula
de Edmund.
―¿Y ese es tu gran plan,
hermanita? ―comentó él con sorna―. ¿Matarás a esos cinco
bestias de ahí fuera con tu cuchillito?
La niña se agazapó en su
escondite y aguardó en silencio sin apartar la vista de los dos
soldados que vigilaban a la prisionera. Edmund tiró de la ropa de
ella para que reanudara la marcha, pero ella estaba decidida a ayudar
a la invasora.
Pasaron dos largos minutos cuando
los dos guardas se aburrieron de sus propias bromas y se alejaron
hasta sus compañeros que descansaban bajo el muro. Andrea se acomodó
en su posición como un felino a punto de saltar sobre su presa.
―¡No vas a salir ahí fuera!
―Edmund la agarró del brazo.
―¡Suelta! ¡No voy a salir!
De un tirón, se libró de la
mano de su hermano y lanzó la navaja en dirección a la invasora.
Esta escuchó que algo caía cerca de ella. Cuando miró, vio la
navaja en el suelo y a su alcance. Miró más allá y vio los rostros
de Andrea y Edmund, con sus ojos asustados brillando en la oscuridad
del escondite. La invasora se arrastró hasta el cuchillo y, mientras
cortaba sus ataduras, miró de nuevo en dirección hacia los
hermanos. Ya no estaban allí.
Andrea y Edmund reanudaron la
marcha por el túnel de escombros sin esperar al resultado del plan
de la niña. Aun así, pronto empezaron a escuchar a sus espaldas
disparos y gritos. Pero solamente se escuchaban alaridos de
mercenarios que chillaban de dolor y suplicaban por sus vidas.
La invasora liberada estaba
desatando su venganza despiadada sobre unos hombres que en ningún
momento se mostraron humanos.
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