jueves, 2 de febrero de 2017

No hacer nada

La pareja de hermanos se abría paso entre los escombros. Atadas en una sábana a sus espaldas, los pequeños llevaban las provisiones que habían podido apañar de las estanterías saqueadas y retorcidas del supermercado derrumbado. Por suerte, lograron hacerse con algunas latas de judías, pimientos y melocotones que encontraron debajo de los cascotes que antes fueron la oficina del gerente. Tras cuatro semanas de bombardeos, ya poco quedaba, y empezaban a escasear los alimentos. Regresar con provisiones al refugio después de la expedición al supermercado era casi un milagro. Cuando volviesen, los esperaban las escandalosas tripas de cada uno de los pocos supervivientes que malvivían bajo tierra, a salvo de la ira de fuego que parecía no dejar de caer de las naves invasoras del cielo. Los niños no dejaban de arrastrase con la esperanza de que la alegría de sus padres por la comida encontrada superase su enfado por haberse escapado sin permiso.

El sol de la tarde se filtraba por las hendiduras de los muros ametrallados e iluminaba las motas de polvo, que ahora parecía que siempre estaban suspendidas en el aire. Los dos niños se arrastraban entre vigas de metal retorcido y trozos de muro desplomado. La vía era estrecha, pero los había llevado directamente hasta el supermercado atravesando las ruinas del bloque de pisos. El hueco entre los escombros era inestable y por él tan solo cabían los cuerpos menudos de Edmund y de su hermana pequeña Andrea. Ambos habían desobedecido a sus padres y se habían escapado al supermercado con fardos vacíos, con la intención de regresar con alimentos para toda su familia escondida. Ya casi habían salido del túnel cuando, de pronto, Andrea dejó de arrastrarse. Aunque iba delante, su hermano se dio cuenta de ello y se detuvo. No sin esfuerzos, miró atrás y vio que Andrea miraba, por una rendija entre unos tablones, a la calle de tierra de fuera. Andrea le indicó que guardara silencio y señaló hacia fuera.

Edmund abrió mucho los ojos y encogió los labios en una mueca de ira. Con un gesto repentino de cabeza, le ordenó a la niña que siguiera avanzando. Pero la chiquilla se negó y señaló insistentemente a la calle. Edmund se arrastró hacia atrás hasta llegar a la altura de Andrea. Tuvo que agachar la cabeza hasta que la barbilla tocó el suelo para que los dos pudiesen caber en el mismo espacio.

¿Qué rayos pasa, Ande? ―le susurró al oído―. Ya casi hemos vuelto...

Mira ―fue la respuesta de ella, indicando a su hermano que mirara por entre los maderos partidos.

Fuera, un grupo de la resistencia humana había hecho un alto en el camino. Eran cinco hombres fornidos, uniformados y sucios. Se habían repartido por la calle y parecían descansar después de haber hecho una larga marcha. Dos de ellos reposaban sentados al pie de una pared, mientras otro vigilaba desde la ventana destrozada del piso superior del edificio de enfrente. Andrea señaló con más ahínco para que su hermano pudiera verlo. Los otros dos soldados restantes estaban de pie delante de su prisionero: una hembra invasora. Los hombres hacían burlas obscenas y se llevaban la mano a la entrepierna mientras le escupían a la prisionera cada trago de agua que tomaban de sus cantimploras. La hembra los soportaba de rodillas, con la mirada perdida, su melena roja enmarañada y su uniforme militar hecho jirones. Parecía ajena a la multitud de cortes de su rostro blanco, mientras se sujetaba con las manos atadas el pantalón roto dado de sí. De buenas a primeras, uno de los soldados la sacudió y la manoseó con poco decoro. La hembra se resistió con todas sus fuerzas, a pesar de estar maniatada, hasta que un sonoro bofetón dio con ella en el suelo. Los soldados la insultaron y la amenazaron con volver a darle una ración de los hombres de este planeta. La hembra invasora se recompuso y volvió a adoptar la misma posición del principio. Su sangre verdosa le corrió desde la brecha abierta en la protuberancia por encima de sus amplios ojos azules.

Edmund actuó de inmediato y cubrió la boca de Andrea con la mano. Aquellos hombres de fuera eran mercenarios que hacían la guerra por cuenta propia. Si los descubrían, podría suponer el fin del refugio de su familia. Edmund miró a su hermana. Para su sorpresa, la niña no parecía asustada, sino triste.

Tenemos que irnos ―le ordenó Edmund a su hermana, apartando lentamente la mano―. Esos hombres también son peligrosos.

No podemos dejarla.

¿Te refieres a la invasora? ¿En serio?

Pero le están haciendo daño. No está bien hacerle eso a nadie.

Oye, no podemos hacer nada, ¿vale? Hasta ahora nos ha ido bien. Tenemos comida y no nos hemos tropezado con saqueadores. Fíjate ahí fuera. Ellos tienen armas y son cinco. ¡Y puede haber más que no hemos visto! Si la ayudamos, nos cogerán. Y luego irán a por papá, mamá y los otros. Tenemos que volver. ¡Ya!

Solo hace falta no hacer nada...

¿Qué?

Es lo que dice el libro que me está leyendo mamá.

¿Qué dices? ¿De qué hablas?

En el libro que me está leyendo mamá pone que para que ganen los malos solo hace falta que los buenos no hagan nada.

¿Y a qué viene eso ahora?

Antes no lo entendía. Era... raro. Pero creo que ya sé qué quiere decir. Nosotros somos buenos, ¿no, Edmund?

No podemos hacer nada, Ande... No te dejaré hacer nada. Nos vas a poner a todos en peligro.

Andrea no respondió. En el fondo estaba segura de que su hermano no iba a permitir de ningún modo que se pusiera en peligro por ayudar a una invasora maltratada. Sin embargo, la pequeña se llevó una mano al bolsillo de su pantalón y sacó la navaja que siempre llevaba encima. Pulsó el botón y la hoja sucia y poco afilada apareció delante de la mirada incrédula de Edmund.

¿Y ese es tu gran plan, hermanita? ―comentó él con sorna―. ¿Matarás a esos cinco bestias de ahí fuera con tu cuchillito?

La niña se agazapó en su escondite y aguardó en silencio sin apartar la vista de los dos soldados que vigilaban a la prisionera. Edmund tiró de la ropa de ella para que reanudara la marcha, pero ella estaba decidida a ayudar a la invasora.

Pasaron dos largos minutos cuando los dos guardas se aburrieron de sus propias bromas y se alejaron hasta sus compañeros que descansaban bajo el muro. Andrea se acomodó en su posición como un felino a punto de saltar sobre su presa.

¡No vas a salir ahí fuera! ―Edmund la agarró del brazo.

¡Suelta! ¡No voy a salir!

De un tirón, se libró de la mano de su hermano y lanzó la navaja en dirección a la invasora. Esta escuchó que algo caía cerca de ella. Cuando miró, vio la navaja en el suelo y a su alcance. Miró más allá y vio los rostros de Andrea y Edmund, con sus ojos asustados brillando en la oscuridad del escondite. La invasora se arrastró hasta el cuchillo y, mientras cortaba sus ataduras, miró de nuevo en dirección hacia los hermanos. Ya no estaban allí.

Andrea y Edmund reanudaron la marcha por el túnel de escombros sin esperar al resultado del plan de la niña. Aun así, pronto empezaron a escuchar a sus espaldas disparos y gritos. Pero solamente se escuchaban alaridos de mercenarios que chillaban de dolor y suplicaban por sus vidas.

La invasora liberada estaba desatando su venganza despiadada sobre unos hombres que en ningún momento se mostraron humanos.

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