Ese precioso y fugaz momento
posterior al despertar, que no es otra cosa que un instante pasajero
en el que uno no es consciente de nada. La mente se queda en blanco y
el cuerpo se despierta despacio. Y, durante ese breve espacio de
tiempo, nada existe dentro de la persona. El paisaje mental es un
yermo blanco e inhóspito que, de súbito, se llena de pensamientos y
recuerdos, y la persona que antes dormía deja de ser un ente vacío
para convertirse en el mismo individuo que había sido justo antes de
perder la conciencia en el sueño. Justo en ese estado previo al
despertar se encontraba sumida Edith, hasta que empezó a recordar su
identidad propia, sus increíbles habilidades, la extraña celda
acolchada y, sobre todo, a su hermano Ezra. En concreto, recordó su
voz asustada sonando a través del teléfono. La memoria la sacó de
su ensueño y la trajo de vuelta a la realidad. Abrió los ojos sin
llegar a ver nada, ni recordar haberse quedado dormida. Tan solo
rememoraba formas borrosas e indefinidas. Luego, recordó haber visto
un fogonazo, y todo se había quedado oscuro después. Se sintió
extraña y ligera, pero incómoda y dispersa. Decidió que ya era
suficiente y parpadeó varias veces para aclararse la vista. La
realidad apareció delante de ella. Aún se encontraba dentro de la
celda, vestida únicamente con una bata blanca salpicada de sangre y
tumbada boca arriba sobre el suelo acolchado. Se sentía pegajosa y
le dolían las extremidades. Intentó incorporarse despacio, marcando
una mueca de dolor en su rostro, y entonces se percató de que la
puerta de su confinamiento estaba abierta y había dos guardias de
seguridad con cara de sorprendidos que la apuntaban directamente con
sus fusiles temblorosos.
―¡Se está levantando!
―exclamó el de la derecha―. ¿¡Lo estás viendo!?
Pero su compañero no le
respondió. Se limitaba a mirar a Edith aterrado. No articuló
palabra alguna, pero, de algún modo, Edith estaba segura de saber
qué sentía aquel hombre asustado. “Debería estar muerta”,
pensaba el guardia una y otra vez, mientras no dejaba de reprimir sus
ganas casi incontenibles de salir huyendo a la carrera. Aquel hombre
fornido, armado y completamente equipado con chaleco antibalas y
porra extensible estaba paralizado por el miedo a Edith, una chica de
veintidós años que acababa de despertarse.
“Pero si le han volado la
cabeza”, pensó el otro guardia. “Lo he visto con mis propios
ojos”. Edith escuchó los pensamientos de ambos sin comprender a
qué se estaban refiriendo, aunque, muy en el fondo de su ser, una
voz casi imperceptible hacía que todas las piezas encajaran en un
puzle cuya imagen era imposible de creer. La joven miró a los lados
y vio las salpicaduras de sangre en el suelo y en las paredes. Se
llevó la mano a la frente y palpó la sangre que ya empezaba a
secarse sobre su piel. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo
cuando creyó tocar el borde de un agujero justo por encima de su ojo
izquierdo. Pero palpó con la punta de los dedos con cuidado y no
encontró herida alguna, tan solo las manchas de sangre que se habían
apelmazado entre los mechones de su cabello. Se tocó la nuca y allí
encontró más sangre sin ninguna herida. “¿Me han matado?”, se
preguntó la chiquilla, que pataleó hasta arrinconarse en la esquina
que no estaba manchada de sangre. En sus pataleos, dejó tras de sí
un rastro de sangre. “¿Toda esa sangre es mía?”
―Rápido, avisa por radio y di
que se ha despertado ―ordenó de pronto a su compañero el guardia
que había guardado silencio.
―¿Qué me ha pasado? ―preguntó
Edith, a punto de ser víctima de un ataque de nervios.
El guardia obedeció a su
compañero y apretó el botón de su walkie para solicitar ayuda.
“Seguramente Sabio ya se habrá encargado del hermano de esta
bruja”, pensó él.
―¿Dónde está mi hermano?
―preguntó Edith, histérica.
“Ojalá lo hayan matado ya”,
pensó el otro guardia.
―¿Lo van a matar? ―gritó
ella.
―¡Silencio! ―le chilló el
guardia asustado, que se armó de valor y entró en la celda para
clavarle directamente el cañón de su arma en la cabeza―. Y como
intentes algo, bruja, te vaciaré el cargador en la puta cabeza, a
ver si así te levantas otra vez.
“Tendremos que quemar los
cuerpos para acabar con los dos”. Reflexionó el guardia de la
entrada tras haber hecho la llamada pidiendo apoyo.
―¿Nos vais a quemar? ¡Nos
vais a quemar! Yo no he hecho nada, lo juro. ¿Por qué me hacéis
esto? ¿DÓNDE ESTÁ MI HERMANO?
Al guardia que la amenazaba le
temblaban las piernas y creyó que Edith estaba a punto de perder los
estribos, de modo que levantó el arma y le propinó un contundente
culatazo en la cabeza. Edith cayó de boca al suelo y sintió un
tremendo dolor atravesándole la cabeza desde la frente hasta la
nuca, como un latigazo de dolor de tejido sensible en proceso de
cicatrización.
Pero, a pesar de las intenciones
del guardia, Edith no perdió el conocimiento. Dolorida, asustada y
con los ojos encharcados de lágrimas, deseó con todas sus fuerzas
que aquel hombre horrible desapareciera para siempre. Y, para cuando
levantó la mirada del suelo, Edith comprobó aliviada que su
atacante ya no estaba.
―¡Pero qué coño! ―exclamó
el guardia de la puerta―. ¡Mike! ―llamó a su compañero, quien,
en un abrir y cerrar de ojos, había desaparecido por completo sin
dejar rastro. El guardia examinó la celda apuntando en todas
direcciones, y lanzó vistazos rápidos al pasillo, pero no veía a
Mike por ninguna parte―. ¿Qué coño le has hecho a Mike, bruja de
mierda? ―y apuntó a Edith, sin atreverse a entrar del todo en la
celda.
―¿Yo...? ―dijo Edith sin
entender qué le había pasado al guardia desaparecido y por qué su compañero le
echaba la culpa a ella―. Yo solo quiero salir de aquí con mi
hermano.
“Yo mismo iría a su celda y le
volaría la cabeza. Seguro que ese no vuelve como esta puta”, pensó
el guardia, encendido por la ira y el miedo. Un eco sonó dentro de
la mente de él: celda dieciséis.
―Celda dieciséis ―susurró
Edith, sentándose en la esquina de su celda ensangrentada.
―¡Que te calles, zorra!
―Ojalá desaparezcas para
siempre ―sentenció Edith, poniendo a prueba su poder.
Y el guardia se desvaneció en el
aire de un segundo para otro. Sin gritos, sin dolor, sin sangre.
Aquel hombre había sido borrado de la existencia como si el aire
mismo se lo hubiese tragado en un agujero negro invisible.
Edith se apoyó en la pared y se
puso de pie. Tragó saliva y la boca le supo a sangre. Tambaleándose
se dirigió hacia la puerta abierta, sobre la que encontró el número
tres colgado en un cartel. Comenzó a caminar sin rumbo por el
pasillo. A ambos lados había una fila de celdas con las puertas de
acero firmemente cerradas, todas ellas con una pequeña ventana de
cristal reforzado para poder mirar al interior. Nunca antes había
estado allí, aunque por la numeración estaba segura de que por ese
camino terminaría encontrando la celda dieciséis de su hermano. El
pasillo era largo, de modo que intentó levitar sobre el suelo. Así
de paso evitaba hacer ruido con sus pies descalzos. A medida que se
acercaba a la esquina del pasillo oscuro, escuchó el trote pesado de
un grupo de seis hombres armados que se le venía encima. A salvo en
el ángulo de la esquina, escuchó sus mentes agresivas, sintió sus
miedos irracionales y probó su rabia vengativa. Dejó que las
emociones y los pensamientos de aquel grupo de hombres retumbasen
dentro de la cabeza de la joven. El estómago le dio un vuelco
amargo, tanto por la impresión vertiginosa de su nueva habilidad
para leer mentes como por los violentos y terribles pensamientos de
aquellos guardias. Edith estaba segura de que iban a intentar matarla
otra vez si tenían ocasión. Pero no llegarían ni siquiera a
intentarlo.
Edith deseó que todos y cada uno
de ellos desaparecieran para siempre.
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