jueves, 8 de septiembre de 2016

Edith: cuenta atrás - 3

Ese precioso y fugaz momento posterior al despertar, que no es otra cosa que un instante pasajero en el que uno no es consciente de nada. La mente se queda en blanco y el cuerpo se despierta despacio. Y, durante ese breve espacio de tiempo, nada existe dentro de la persona. El paisaje mental es un yermo blanco e inhóspito que, de súbito, se llena de pensamientos y recuerdos, y la persona que antes dormía deja de ser un ente vacío para convertirse en el mismo individuo que había sido justo antes de perder la conciencia en el sueño. Justo en ese estado previo al despertar se encontraba sumida Edith, hasta que empezó a recordar su identidad propia, sus increíbles habilidades, la extraña celda acolchada y, sobre todo, a su hermano Ezra. En concreto, recordó su voz asustada sonando a través del teléfono. La memoria la sacó de su ensueño y la trajo de vuelta a la realidad. Abrió los ojos sin llegar a ver nada, ni recordar haberse quedado dormida. Tan solo rememoraba formas borrosas e indefinidas. Luego, recordó haber visto un fogonazo, y todo se había quedado oscuro después. Se sintió extraña y ligera, pero incómoda y dispersa. Decidió que ya era suficiente y parpadeó varias veces para aclararse la vista. La realidad apareció delante de ella. Aún se encontraba dentro de la celda, vestida únicamente con una bata blanca salpicada de sangre y tumbada boca arriba sobre el suelo acolchado. Se sentía pegajosa y le dolían las extremidades. Intentó incorporarse despacio, marcando una mueca de dolor en su rostro, y entonces se percató de que la puerta de su confinamiento estaba abierta y había dos guardias de seguridad con cara de sorprendidos que la apuntaban directamente con sus fusiles temblorosos.


¡Se está levantando! ―exclamó el de la derecha―. ¿¡Lo estás viendo!?

Pero su compañero no le respondió. Se limitaba a mirar a Edith aterrado. No articuló palabra alguna, pero, de algún modo, Edith estaba segura de saber qué sentía aquel hombre asustado. “Debería estar muerta”, pensaba el guardia una y otra vez, mientras no dejaba de reprimir sus ganas casi incontenibles de salir huyendo a la carrera. Aquel hombre fornido, armado y completamente equipado con chaleco antibalas y porra extensible estaba paralizado por el miedo a Edith, una chica de veintidós años que acababa de despertarse.

Pero si le han volado la cabeza”, pensó el otro guardia. “Lo he visto con mis propios ojos”. Edith escuchó los pensamientos de ambos sin comprender a qué se estaban refiriendo, aunque, muy en el fondo de su ser, una voz casi imperceptible hacía que todas las piezas encajaran en un puzle cuya imagen era imposible de creer. La joven miró a los lados y vio las salpicaduras de sangre en el suelo y en las paredes. Se llevó la mano a la frente y palpó la sangre que ya empezaba a secarse sobre su piel. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo cuando creyó tocar el borde de un agujero justo por encima de su ojo izquierdo. Pero palpó con la punta de los dedos con cuidado y no encontró herida alguna, tan solo las manchas de sangre que se habían apelmazado entre los mechones de su cabello. Se tocó la nuca y allí encontró más sangre sin ninguna herida. “¿Me han matado?”, se preguntó la chiquilla, que pataleó hasta arrinconarse en la esquina que no estaba manchada de sangre. En sus pataleos, dejó tras de sí un rastro de sangre. “¿Toda esa sangre es mía?”

Rápido, avisa por radio y di que se ha despertado ―ordenó de pronto a su compañero el guardia que había guardado silencio.

¿Qué me ha pasado? ―preguntó Edith, a punto de ser víctima de un ataque de nervios.

El guardia obedeció a su compañero y apretó el botón de su walkie para solicitar ayuda. “Seguramente Sabio ya se habrá encargado del hermano de esta bruja”, pensó él.

¿Dónde está mi hermano? ―preguntó Edith, histérica.

Ojalá lo hayan matado ya”, pensó el otro guardia.

¿Lo van a matar? ―gritó ella.

¡Silencio! ―le chilló el guardia asustado, que se armó de valor y entró en la celda para clavarle directamente el cañón de su arma en la cabeza―. Y como intentes algo, bruja, te vaciaré el cargador en la puta cabeza, a ver si así te levantas otra vez.

Tendremos que quemar los cuerpos para acabar con los dos”. Reflexionó el guardia de la entrada tras haber hecho la llamada pidiendo apoyo.

¿Nos vais a quemar? ¡Nos vais a quemar! Yo no he hecho nada, lo juro. ¿Por qué me hacéis esto? ¿DÓNDE ESTÁ MI HERMANO?

Al guardia que la amenazaba le temblaban las piernas y creyó que Edith estaba a punto de perder los estribos, de modo que levantó el arma y le propinó un contundente culatazo en la cabeza. Edith cayó de boca al suelo y sintió un tremendo dolor atravesándole la cabeza desde la frente hasta la nuca, como un latigazo de dolor de tejido sensible en proceso de cicatrización.

Pero, a pesar de las intenciones del guardia, Edith no perdió el conocimiento. Dolorida, asustada y con los ojos encharcados de lágrimas, deseó con todas sus fuerzas que aquel hombre horrible desapareciera para siempre. Y, para cuando levantó la mirada del suelo, Edith comprobó aliviada que su atacante ya no estaba.

¡Pero qué coño! ―exclamó el guardia de la puerta―. ¡Mike! ―llamó a su compañero, quien, en un abrir y cerrar de ojos, había desaparecido por completo sin dejar rastro. El guardia examinó la celda apuntando en todas direcciones, y lanzó vistazos rápidos al pasillo, pero no veía a Mike por ninguna parte―. ¿Qué coño le has hecho a Mike, bruja de mierda? ―y apuntó a Edith, sin atreverse a entrar del todo en la celda.

¿Yo...? ―dijo Edith sin entender qué le había pasado al guardia desaparecido y por qué su compañero le echaba la culpa a ella―. Yo solo quiero salir de aquí con mi hermano.

Yo mismo iría a su celda y le volaría la cabeza. Seguro que ese no vuelve como esta puta”, pensó el guardia, encendido por la ira y el miedo. Un eco sonó dentro de la mente de él: celda dieciséis.

Celda dieciséis ―susurró Edith, sentándose en la esquina de su celda ensangrentada.

¡Que te calles, zorra!

Ojalá desaparezcas para siempre ―sentenció Edith, poniendo a prueba su poder.

Y el guardia se desvaneció en el aire de un segundo para otro. Sin gritos, sin dolor, sin sangre. Aquel hombre había sido borrado de la existencia como si el aire mismo se lo hubiese tragado en un agujero negro invisible.

Edith se apoyó en la pared y se puso de pie. Tragó saliva y la boca le supo a sangre. Tambaleándose se dirigió hacia la puerta abierta, sobre la que encontró el número tres colgado en un cartel. Comenzó a caminar sin rumbo por el pasillo. A ambos lados había una fila de celdas con las puertas de acero firmemente cerradas, todas ellas con una pequeña ventana de cristal reforzado para poder mirar al interior. Nunca antes había estado allí, aunque por la numeración estaba segura de que por ese camino terminaría encontrando la celda dieciséis de su hermano. El pasillo era largo, de modo que intentó levitar sobre el suelo. Así de paso evitaba hacer ruido con sus pies descalzos. A medida que se acercaba a la esquina del pasillo oscuro, escuchó el trote pesado de un grupo de seis hombres armados que se le venía encima. A salvo en el ángulo de la esquina, escuchó sus mentes agresivas, sintió sus miedos irracionales y probó su rabia vengativa. Dejó que las emociones y los pensamientos de aquel grupo de hombres retumbasen dentro de la cabeza de la joven. El estómago le dio un vuelco amargo, tanto por la impresión vertiginosa de su nueva habilidad para leer mentes como por los violentos y terribles pensamientos de aquellos guardias. Edith estaba segura de que iban a intentar matarla otra vez si tenían ocasión. Pero no llegarían ni siquiera a intentarlo.

Edith deseó que todos y cada uno de ellos desaparecieran para siempre.

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