“¿Estás bien?", le preguntó
Edith a su hermano, posando con cuidado la mano en su hombro. Ezra no
se dio por aludido y continuó intentando comunicarse con el hombre
misterioso del walkie, quien acababa de anunciarle que iba a morir
envenenado en unos pocos minutos. A pesar de sus denodados intentos
pulsando el botón del comunicador, el de aquella voz ominosa del
otro lado había decidido dejar de hablar definitivamente. Ezra se
sacudió la mano de su hermana del hombro y la miró con ojos
encendidos de furia.
―¿Que si estoy bien? ―lanzó
el walkie contra el suelo acolchado de la celda―. ¡Míranos! ¡Nos
han secuestrado, Edith! ¡Nos han quitado nuestras cosas y nuestra
ropa y nos han encerrado aquí vestidos solo con unas batas! ¡Y
encima acabas de escuchar lo que me ha dicho ese pirado! ¡Que me voy
a morir, dice! ¿Puedes creerlo? ―y se miró el pequeño punto de
sangre seca en el dorso de la mano―. ¿Qué jodida broma es esta?
¿De verdad crees que me voy a morir?
La muchacha abrió la boca, pero
fue incapaz de articular palabra alguna para tranquilizarlo. Sus
últimos días habían estado plagados de sucesos increíbles. Había
sido capaz de volar. Había sido capaz de mover objetos con la mente.
Y, hacía unos escasos momentos, acababa de descubrir su habilidad de
leer mentes y, la más aterradora de todas, su capacidad de hacer
desaparecer a cualquiera solo con pensarlo. El simple hecho de
recordar esta última destreza le provocó un nudo en el estómago y
se esforzó mentalmente todo lo posible para no pensar por accidente
en que su hermano desapareciera y borrarlo de la existencia por
error. Sin embargo, una posible solución surgió de aquella terrible
idea no deseada.
―Puedo hacer que desaparezca
―le dijo a Ezra de buenas a primeras.
―¿Qué dices? ―preguntó él,
con cara nerviosa y mirada preocupada―. Que desaparezca el qué.
―El veneno.
―¿Sabes dónde está el
antídoto? ―y la cogió por los hombros―. ¿Qué hacemos aquí
perdiendo el tiempo entonces?
―No, no sé dónde está el
antídoto ―aclaró separándose con delicadeza de su hermano―,
pero puedo hacer que el veneno desaparezca.
―¿¡Cómo!?
La joven cerró los ojos y se
concentró en Ezra. Trató de verlo con la mente en lugar de con los
ojos, y enfocó su atención en el latido de su corazón y en la
sangre que recorría todo su cuerpo. Las ramificaciones del sistema
circulatorio se dibujaron en la oscuridad detrás de sus párpados, y
entonces Edith deseó que el veneno desapareciera para siempre del
organismo de Ezra. Sin embargo, Edith no apreció ningún cambio. Su
corazón seguía bombeando sangre con aparente normalidad por el
sistema circulatorio dibujado en la negrura de su mente. Sin más,
ella abrió los ojos.
―Ya está ―dijo Edith.
―¿Ya está? ―preguntó su
hermano―. ¿Cómo que ya está?
―He deseado que desaparezca el
veneno.
―¿Que has deseado qué? Edith,
joder, no me vengas con esas ahora.
―En serio, Ezra. Créeme. Puedo
hacer que pasen cosas solo con pensarlas.
―¿Ah, sí? ¡Vaya, pues eso
nos viene bien, hermanita! Pues venga, desea que salgamos de aquí y
que volvamos a casa, a ver qué pasa.
Edith guardó silencio y se
sintió afrentada por el tono brusco de su hermano. Hizo un intento
de desear esacapar con todas sus fuerzas, pero su instinto le decía
claramente que no iba a funcionar.
―Eso no puedo hacerlo, Ezra. No
funciona así.
―¿Y cómo voy a estar seguro
entonces de que me has curado? ¿Tengo que sentarme y esperar a ver
si me muero o no? No, para nada. Lo que tenemos que hacer es hablar
con ese tipo del walkie y llegar a algún tipo de acuerdo.
A pesar de que la condición
para conseguir el antídoto era entregarse, Edith estaba plenamente
dispuesta a hacer cualquier cosa para salvar la vida de su hermano
mayor.
―Pues debemos darnos prisa,
Ezra ―e intentó cogerlo de la mano.
―¿Y cómo vamos a salir aquí
a tiempo de todas formas? Si ni siquiera... Joder, mira a tu
alrededor... Estamos en unas celdas acolchadas como si fuéramos
locos peligrosos y ni siquiera sé dónde está este sitio ni cuánto
tiempo llevamos aquí dentro metidos. Nada de esto tiene ningún
sentido, joder.
Ezra estaba teniendo un ataque de
nervios, y el poco tiempo del que disponían seguía pasando. Ella se
acercó despacio a Ezra con las palmas de las manos hacia abajo para
tratar de calmarlo y para que reaccionara. Justo entonces, la joven
sintió algo extraño en el espacio vacío a su espalda, como si un
radar mental detectase un objeto sólido ocupando de repente las
proximidades. Su piel se erizó. Alguien se estaba acercando.
―¿Hola? ― se oyó preguntar
en alto a una voz temblorosa desde el pasillo.
Edith ordenó a su hermano que
guardara silencio colocándose el dedo delante de los labios, se giró
hacia la puerta abierta de la celda y se concentró en la nueva e
inesperada presencia que se acercaba por el pasillo. En su cabeza,
Edith supo que aquella persona venía desarmada, y tan solo portaba
un mensaje que le habían dado para ellos dos. Con una mano, colocó
a su hermano detrás de ella y ambos retrocedieron varios pasos hasta
darse de espaldas con el fondo de la celda. Un guardia apareció bajo
el umbral, despacio y con las manos en alto.
―Me envía Sabio ―aclaró
rápidamente, mostrando en todo momento las palmas muy altas―. Es
con quien habéis estado hablando por el walkie ―carraspeó―. Él
quiere que cojáis el walkie y me...
―...Sigáis ―terminó la
frase ella―. Si queremos el antídoto, claro ―compartió una
mirada de consulta con su hermano. Edith sentía su miedo y sus dudas
ahogando su corazón, pero él asintió nervioso, en silencio, y sin
apartar su mirada febril y rabiosa de aquel guardia.
“Ve delante”, ordenó Edith
al hombre uniformado. Ezra recogió el walkie y los hermanos lo
siguieron a una distancia prudencial. El guardia abrió la puerta
enrejada del final del pasillo y la atravesaron. Subieron varios
pisos por las escaleras hasta llegar a la entrada de un gran
vestíbulo. El guardia caminaba a paso ligero, cerrando los puños de
vez en cuando a causa de su nerviosismo. Edith también percibía su
miedo. Aquel hombre fornido también había visto las grabaciones de
seguridad, y temía que ella lo hiciera desaparecer. Lo leía en sus
movimientos temblorosos, lo leía en la rigidez de su cuello, lo leía
en sus pensamientos desordenados.
―Si este es el vestíbulo,
¿dónde rayos está la puerta? ―preguntó Ezra.
Edith echó un vistazo alrededor
sin dejar de caminar y comprobó que su hermano tenía razón. No
había puerta de entrada ni salida, ni tampoco ventanas, tan solo una
gran sala luminosa y vacía de paredes blancas y suelo de mármol
pulido. Ambos descubrieron que se dirigían hacia las puertas de un
ascensor.
―Tan solo nos queda subir
―comentó el guardia, que introdujo una pequeña llave en el panel
de la pared y pulsó el botón del ascensor, que se iluminó
inmediatamente con una tenue luz azul parpadeante.
El guardia se cuadró y tragó
saliva de cara a la puerta, pero en ningún momento se dio media
vuelta. Edith notó la piel de gallina de él y leyó sus
pensamientos una vez más. Este pensaba una y otra vez en su novia y
en las ganas que tenía de volver a verla. Estaba convencido de que
Edith era una bruja y que lo mataría si la miraba directamente a los
ojos.
―¿Sabes que vamos de cabeza a
una trampa, no? ― le susurró Ezra a ella al oído.
―No te separes de mí, y no te
pasará nada.
―¿Tienes un plan? ¿Vas a
sacarnos de aquí volando con el antídoto o qué?
No era mala idea, pero primero
tenía que conseguir que le administrasen el antídoto a Ezra. Y
estaba segura de que no se lo iban a dar por las buenas. No estaba
segura de si ese plan que acababa de idear funcionaría, pero, desde
hacía un rato, se había concentrado en generar un campo protector
invisible alrededor de ellos dos. Aunque dudaba de su efectividad, su
mente lo notaba con total claridad: imperceptible para el resto, pero
sólido y firme como una esfera de cristal blindado para su hermano y
ella.
Sonó el timbre y se abrieron las
puertas del ascensor. El espacio dentro era reducido, y no le quedó
más remedio que incluir dentro de su burbuja al guardia, aunque en
un compartimento separado, por si trataba de atacarlos dentro. Aquel
asustado hombre de uniforme no se daba cuenta, pero en aquel momento
estaba encerrado dentro de una burbuja blindada con la bruja de
veintidós años a la que tanto temía.
Sintieron un repentino empuje
hacia arriba y comenzaron a subir, el guardia a un lado, y los
hermanos al otro. Edith buscó con la mirada, pero no encontró
ninguna pantalla que le informara de a qué piso se dirigían.
―¿Adónde vamos? ―preguntó
Ezra.
Pero no hubo respuesta en un
principio.
―Vosotros, fuera ―respondió
el guardia tras unos segundos, justo antes de que el ascensor se
detuviera y se abrieran las puertas.
Lo que había al otro lado era un
gran espacio vacío, plano, oscuro y polvoriento. Apenas podían ver
nada a causa de la oscuridad casi total. La única luz que percibían
era la que se proyectaba desde el interior del propio ascensor, que
les permitía ver una pequeña porción del suelo llano de cemento de
fuera―. Salgan y esperen indicaciones ―les informó.
Ezra, ansioso, fue el primero en
salir, y su hermana fue detrás para que no saliera de la burbuja
protectora. Miró atrás y vio al guardia aliviado volviendo a pulsar
el botón para bajar. Las puertas se cerraron. Por fuera, tenían el
aspecto de un armario viejo de metal oxidado.
―¿Es de noche...? ―se
sorprendió Ezra―. ¿Qué coño es este sitio, hermana?
Percibieron el olor a polvo y
humedad, y sus ojos no tardaron en hacerse a la oscuridad del lugar.
La luz de la luna llena se filtraba por el techo destrozado, cuyos
paneles colgaban o simplemente no estaban en su lugar. Pocos eran los
que todavía permanecían allí arriba, tan arriba que parecían
estar a la misma altura de las estrellas. La amplitud del sitio
llegaba a dar vértigo.
―¿Es un jodido hangar
abandonado? ―se aventuró a deducir él, algo desorientado y con
los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho―. Joder, ¿es que
estábamos antes bajo tierra? ¿En serio? ¿Y qué coño hacemos
ahora solos en un jodido hangar abandonado? ¿Y el antídoto?
Mientras Ezra no dejaba de
hacerse preguntas en voz alta, Edith permanecía en silencio y atenta
a su lado. Se concentró en los alrededores pero no captó ninguna
presencia.
El altavoz del walkie crepitó y
volvió a escucharse la voz de Sabio. Ezra, desesperado, se acercó
el walkie a la oreja para escuchar mejor.
―Muy bien ―comenzó a decir
Sabio―. Ya estáis fuera, y no os queda mucho tiempo. Dirigíos
hacia la entrada del hangar inmediatamente.
Edith trató de localizar a ese
tal Sabio sin éxito. También se esforzó en tratar de leer sus
pensamientos, pero tampoco lo logró. Supuso que aquel individuo
misterioso conocía las habilidades de ella mejor que ella misma, y
se aseguraba de su bienestar manteniendo siempre las distancias.
―Necesito el antídoto cuanto
antes ―apremió Ezra hablando por el walkie―. ¿Dónde está?
―Cada cosa a su tiempo, señor.
No perdáis ni un segundo y primero id hacia la puerta. Allí
encontraréis en el suelo una nota con instrucciones. Seguidlas al
pie de la letra o de lo contrario no habrá antídoto para ti.
Y el canal de comunicación
volvió a cortarse. Los dos miraron al frente, hacia la entrada
iluminada por los haces de luz plateada de luna en medio de la
oscuridad polvorienta y clara de la noche estrellada. Ezra no lo
soportaba más y fue corriendo hacia el lugar.
―¡Espera! ―le gritó Edith,
quien salió corriendo tras su insensato y desesperado hermano. Su
instinto no paraba de susurrarle que algo no iba bien.
Cuando Ezra llegó al lugar de la
entrada, se paró en seco y clavó la mirada en el suelo. Al segundo,
Edith se colocó a su altura y miró al mismo lugar. Ambos estaban en
el umbral de la descomunal puerta por donde hacía años habían
entrado y salido aviones. Pero ahora, lo que más poderosamente
atraía su atención era aquel objeto del suelo.
―¿De qué va esto? ―preguntó
Edith.
A sus pies había un objeto negro
colocado encima de un trozo de papel doblado. Ezra recogió el objeto
del suelo. Parecía un mando a distancia que terminaba en dos cuernos
en uno de sus extremos. Apretó el botón que tenía en un lateral y
un arco eléctrico apareció con violentos restallidos entre los
cuernos. Compartió una mirada atónita con su hermana.
―Es un táser ―aclaró él,
sosteniendo por primera vez en su vida un arma de ese tipo en las
manos.
Edith recogió inmediatamente la
nota del suelo. La leyó con los ojos muy abiertos y se llevó la
mano a la boca.
―¿Qué pone la nota, Edith?
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