―¿Qué hace usted aquí?
―preguntó el doctor Miller según entró por la puerta del
despacho.
La habitación rectangular tenía
las paredes de madera color caoba. Al otro
lado de la robusta mesa del centro, Sabio se reclinó en la silla
repetidas veces como si fuera un balancín.
―Podría acostumbrarme a esto
―dijo―. Trabajar sentado, en lugar de estar todo el santo día de
aquí para allá resolviendo los problemas de los demás.
―¿Dónde está el señor
Misho? Este asunto es de vital importancia y debería estar aquí. No
pienso hablar con nadie más que con él.
―Tranquilícese, mi buen doctor
―y Sabio apoyó los codos en la mesa―. Yo tengo plena autoridad
aquí. Y me la ha dado directamente el señor Misho ―Sabio se
colocó la mano en el corazón―. Palabrita.
El doctor Miller negó con la
cabeza furioso, hizo aspavientos con la tableta que llevaba en la
mano y se dio media vuelta para salir del despacho del señor Misho.
Justo cuando se dispuso a abrir la puerta, sonó el pestillo y se
trancó la puerta.
―¿Ha visto? ―preguntó Sabio
con socarronería―. Con este botón puedo cerrar desde aquí sin
que ni siquiera tenga que levantarme. Desde luego, podría
acostumbrarme a esto. Aun así, voy a contenerme y no voy a poner los
pies sobre la mesa todavía. Eso... sería excesivo. A menos que
tenga buenas noticias para mí en esa tableta que trae ahí. Ande,
venga aquí y hable conmigo.
Miller apretó los labios y se
giró para ver a Sabio. Se acercó a regañadientes y se sentó
frente a él, pero no dijo nada.
―No esperará a que le
pregunte, ¿verdad? ―le instó Sabio.
―Vale... ―suspiró―. Tenga
en cuenta que con tan solo un día apenas he podido llevar a cabo
pruebas en profundidad, pero he encontrado irregularidades más que
llamativas en la fisonomía y el funcionamiento. Estas
irregularidades son nuevas, y han aparecido en el transcurso de
meses, pues durante su recuperación conmigo después del accidente,
el estado de Edith había sido el de cualquier muchacha de su edad.
―¿Edith? ¿La llama por su
nombre? ¿Se ha hecho amigo de ella acaso? ¿Le debe dinero o algo
así? Bueno, me da igual. ¿Algún problema? ¿Consiguió que “la
paciente” se mantuviese inconsciente todo el rato?
―Sí, bueno, ha estado
inconsciente durante todas las pruebas, pero esa ha sido una de las
primeras irregularidades. Ha demostrado una resistencia sobrehumana a
los sedantes y se le ha tenido que administrar hasta el cuádruple de
las dosis recomendadas para conseguir que... “la paciente”
estuviera totalmente inconsciente durante las pruebas.
―Ya... inconsciente y sin
levantar viento, ¿verdad? Muy bien. Entonces, lo que sabemos hasta
ahora es que la paciente sabe volar, sabe levantar la brisa y es
resistente a los tranquilizantes, cosa que, por cierto, ya sabía
después de haberle tenido que clavar otro sedante en el helicóptero.
¿Qué más “novedades” tiene para mí, doc?
―Bueno, lo poco que he podido
descubrir no es nada bueno para el laboratorio.
―A ver, sorpréndame.
―Los análisis a simple vista
muestran resultados normales, pero en la sangre hemos identificado
pequeñas cantidades de una sustancia desconocida que, de haberla
capturado la policía, hubiera hecho saltar las alarmas en cualquier
hospital. Y parece ser que la sustancia va aumentando su presencia en
la sangre a medida que pasa el tiempo. Aún no la he podido
identificar, no es la fórmula que le administré, pero comparte
algunos componentes similares. Es como si su cuerpo hubiese asimilado
y metabolizado la fórmula y la hubiese transformado en algo
distinto. Ahora mismo, esa sustancia fluye por todo su cuerpo y, poco
a poco, está convirtiendo su sangre en algo diferente a cualquier
cosa que hayamos conocido.
―Vale, tiene sangre rara, y
cuánto más tiempo pase más rara se va a volver. ¿Esa sangre rara
la va a terminar matando o le va a dar nuevas habilidades?
―No lo sé.
―¿Algo más?
―Sí... Luego está el
escáner... que, ciertamente, también ha sido sorprendente. Sobre
todo el cerebro. Sus conexiones neuronales se han multiplicado y su
cerebro se enciende completamente ante cualquier estímulo.
―Entonces es un cerebrín.
Vaya... Eso me hace sentir bien, porque fui yo quien la encerró en
esa jaula. Fui más listo que la chica más lista. A lo mejor debería
hacerme esas pruebas a mí también, doc.
―El caso es que ella aún no es
consciente de su enorme potencial. Porque, cuando se dé cuenta, no
habrá forma de detenerla.
Aquellas palabras sacudieron a
Sabio como un rayo y, de pronto, pareció prestar mucha más
atención.
―¿A qué se refiere, buen
doctor?
―Es solamente una teoría,
pero..., con sus capacidades, lo de volar o mover el aire a voluntad
es solo una parte minúscula de lo que “la paciente” será capaz
de hacer. Podría incluso llegar a manipular mentes o alterar la
realidad.
―¿Manipular mentes o alterar
la realidad? ¿Ahora es una jodida mutante, profesor Xavier? ¿Está
usted hablando en serio?
―Nadie sabe hasta dónde puede
llegar su desarrollo. Podría llegar a ser más que un ser humano
mejorado. Podría llegar a ser algo parecido a una diosa.
Sabio frunció el ceño.
―¿Ha creado usted una diosa
solo con una jeringuilla y sus buenas intenciones?
―No... no lo sé. Pero podría
ser ―un tímido brillo de orgullo profesional asomó fugazmente en
sus ojos.
―Y esa diosa podría estar
cabreada con nosotros cuando despierte, ¿verdad?
―Teniendo en cuenta que hemos
secuestrado a su hermano y a ella, no sé. ¿Usted qué opina,
“Sabio”? ―Miller le contestó con el tono enfadoso con el que
siempre hablaba Sabio.
―Deje que lo consulte ―Sabio
se llevó de nuevo la mano al corazón y sacó un teléfono móvil
del bolsillo interior de su chaqueta― Sí, señor Mishu. ¿Ha
escuchado bien la conversación? ¿Sí? De acuerdo. ¿Acción
inmediata? Desde luego. Así se hará, señor.
El doctor Miller miró en
silencio cuando Sabio cortó la llamada.
―¿Era el señor Mishu?
Sabio asintió.
―¿Ha estado escuchando toda la
conversación?
Sabio asintió otra vez y se
levantó de la mesa. Salió del despacho con paso decidido y enfiló
el pasillo abrochándose los botones de su americana. Miller salió
detrás de él preguntando una y otra vez qué iba a hacer.
―Según usted, esa “paciente”
puede llegar a tener poder ilimitado ―respondió Sabio doblando la
esquina del pasillo, bajando las escaleras y atravesando la puerta
enrejada que conducía a las celdas―. A mí me parece una jodida
locura, pero no podemos tener a alguien así aquí dentro más
tiempo. Es como guardar una bomba de relojería en un armario y
esperar que, por arte de magia, no termine explotando.
El doctor Miller apenas podía
mantener el ritmo acelerado de sus pasos. Cuando llegaron a la altura
de la celda de Edith, ordenó a los dos guardas de los lados que
abrieran la puerta y se apartaran. En la celda acolchada de dentro,
Edith yacía inconsciente sobre el suelo, con el pelo revuelto y un
fino hilo de baba goteando por la comisura de sus labios.
―¿Va a soltarla sin más? ―le
preguntó Miller, escandalizado.
―Véalo así si le hace feliz.
Es demasiado peligroso tenerla aquí.
De modo que Sabio cogió uno de
los fusiles de los guardias, poyó la culata en el hombro y apuntó
directamente a la cabeza de la chica. Ella parecía estar
desperezándose entre tanto alboroto. Balbuceó algo incomprensible y
levantó tímidamente la mirada desenfocada. Tan solo llegó a ver un
borrón delante de ella.
―¿¡Pero qué hace!? ―chilló
Miller.
―Órdenes de arriba.
Sabio abrió fuego. La ráfaga
corta de balas atravesó el cráneo de Edith y su sangre salpicó por
todas partes.
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