jueves, 29 de septiembre de 2016

Edith: cero

Ni siquiera se escuchaba el canto de los grillos. La calma de fuera del hangar abandonado desentonaba con el latido desbocado de los corazones confundidos de Edith y Ezra. La pálida luz de la luna bañaba los alrededores, donde el hormigón agrietado del suelo daba paso unos metros más allá a la tierra y las piedras. La cortina oscura de la noche impedía ver más lejos de la suave silueta del horizonte de dunas. Sus crestas y caídas se encontraban con el azul marino de un cielo nocturno que caía aplomado sobre ellos dos, cargando la atmósfera de una estática de preocupación e incertidumbre. El hangar abandonado parecía surgido de la nada en medio de la nada, y su terca estructura metálica no se daba por vencida y se resistía a desaparecer, ya fuese por el desgaste de los vientos polvorientos o por el enterramiento bajo las montañas de arena. Allí permanecía el deteriorado refugio aquella noche, cobijando con techos agujereados a dos hermanos confusos cuyas vidas habían dado recientemente un giro tan brusco e inesperado como incomprensible y aterrador. No sabían dónde estaban, ni quién los había llevado hasta aquel lugar. Lo único de lo que disponían eran las batas que cubrían sus cuerpos y los objetos que habían ido encontrando por el camino. Él sostenía el táser con una mano y el walkie con otra, mientras ella trataba de encajar en su cabeza el mensaje que acababa de leer en la nota que había recogido del suelo.

¿Qué pone la nota, Edith? ―preguntó él, de nuevo, apretando los dientes y colocándose al lado de ella hasta quedar hombro con hombro.

Déjala inconsciente si quieres el antídoto”, leyó él, soltando un resoplido de incredulidad. Ezra bajó la mirada y se dio cuenta de que ya estaba empuñando el arma que los secuestradores habían dejado para tal fin. Cerró los ojos, se humedeció los labios y negó con la cabeza. Edith percibió cómo su hermano se desmoronaba mentalmente, incapaz de aceptar que aquella noche y aquellos sucesos eran tan reales e increíbles como el hecho de que ella fuese capaz de leer la mente de su hermano incluso sin proponérselo. Estaba asustado y no dejaba de darle vueltas a todo tratando de toparse con una explicación razonable satisfactoria. Pero, por mucho que lo intentase, cada segundo que pasaba, todo parecía volverse más y más extraño hasta casi rozar el absurdo, y la cordura de Ezra ya apenas podía soportarlo. Soterrada tras esta maraña de confusión de Ezra, subyacía un pensamiento sólido e inquebrantable sobre el que se apilaba el resto de ideas y teorías: él nunca haría daño a su hermana. No era capaz de hacerlo, ni aunque su vida dependiera de ello, tal y como ocurría aquella noche.

Agachó la cabeza y Ezra rompió a llorar con sollozos que se tropezaban unos con otros. El joven estaba roto mental y físicamente, y sentía un picor que le recorría todo el cuerpo e incluso le dificultaba la respiración. Creyó que era el veneno que lo estaba matando lentamente. Edith no soportaba ver a su hermano mayor en aquel estado tan vulnerable y se abrazó con fuerza a él.

Tienes que hacerlo ―le dijo al oído.

No lo haré, hermanita ―respondió, devolviéndole el abrazo con más fuerza y acariciando el pelo de ella, la hermana a la que tanto había protegido toda su vida.

Créeme. Lo del táser no sería lo peor que me han hecho esta noche ―aclaró Edith.

Ezra reaccionó ante aquellas palabras separándose de su abrazo repentinamente.

¿Qué? ¿Qué te han hecho, hermanita?

Entonces Ezra se notó pegajosa la mano con la que le había acariciado el pelo. Al contemplarla, vio que la tenía manchada de sangre. Edith respondió a su cara de incomprensión llevándose la mano a la nuca y luego mostrándole a su hermano la palma manchada de sangre.

No te preocupes ―se apresuró a decir ella ante la mirada llorosa cada vez más abierta de él―. Intentaron hacerme daño, pero me he curado. Estoy bien. Solo es sangre que me ha quedado. No pueden hacerme daño, Ezra. Nadie puede ―lo agarró por el brazo―. Estás conmigo, Ezra. Y no nos va a pasar nada. No mientras estés cerca de mí. Yo me encargaré de protegernos a los dos ―y asintió con calma para contagiarle tranquilidad―. He creado un campo de protección y nadie puede hacernos daño.

¿Campo de protección? ¿Pero qué...? ¿También puedes hacer eso? ¿Pero cómo es posible?

No lo sé, pero puedo.

¿Pero y el veneno que me han inyectado? ¿Y lo de dejarte inconsciente para el antídoto? No puedo hacerlo, hermanita. No puedo hacerlo, en serio.

No tienes por qué hacerlo, Ezra. Mira a tu alrededor. No hay nadie. Y, créeme, si hubiera alguien cerca, lo sabría.

Pero está claro que nos vigilan, Edith. Todo esto no puede terminar bien.

Escúchame, Ezra. Fingiremos. No hay nadie cerca, y aunque nos estén vigilando desde lejos, no se darán cuenta. Haz como que me electrocutas con el chisme ese y yo me haré la inconsciente. Y cuando vengan a darte el antídoto, lo cogemos y salimos volando de este jodido lugar.

No creo que venga nadie, Edith. Creo que lo del antídoto era solo una mentira para hacer que saliéramos.

Hazme caso. Usa el táser ese. Hazlo, rápido. No tenemos tiempo.

Pero Edith, yo no...

¡Hazlo! ¡Ya!

¡No! ¡No puedo! ― y alzó el táser en alto y lo lanzó lo más lejos posible.

Edith reaccionó al instante y se concentró en el táser que volaba por los aires. Consiguió focalizar toda su atención en él y logró detenerlo en el aire antes de perderlo de vista en la noche. El táser flotaba quieto en el aire ante la mirada de los dos hermanos.

Lo necesitamos, Ezra ―y atrajo el táser hasta ella por el aire.

Había sido tanta la concentración que había necesitado para recuperar el arma que Edith ni siquiera se había dado cuenta de que había descuidado su burbuja protectora y esta había desaparecido. Justo entonces, se escuchó un estallido sordo lejano y luego un silbido cada vez más intenso hasta que, de repente, Ezra escuchó un latigazo y tuvo que cerrar los ojos porque algo caliente y granuloso le había salpicado en la cara. El susto fue tal que soltó el walkie y se apresuró a limpiarse la cara para poder abrir los ojos. El líquido estaba caliente y era pegajoso. Se miró las palmas de las manos y las vio recubiertas de sangre. Gritó aterrado y buscó con la mirada a su hermana. La encontró tumbada en el suelo a sus pies, boca abajo y con una enorme brecha abierta en la cabeza.

Ezra lloró, gritó y chilló hasta desgarrarse la garganta. Retrocedió varios pasos para que la sangre del suelo no tocara sus pies descalzos.

Entonces, escuchó otro estallido sordo y otro silbido. Ezra apenas sintió cómo se abría su propia cabeza por la bala que se había disparado en la distancia.

Los cuerpos muertos de los dos hermanos yacían ahora en el suelo polvoriento del hangar abandonado. En la lejanía del desierto oscuro, los faros de un todoterreno se encendieron y el vehículo comenzó a aproximarse hasta allí a toda velocidad.

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