Ni siquiera se escuchaba el canto
de los grillos. La calma de fuera del hangar abandonado desentonaba
con el latido desbocado de los corazones confundidos de Edith y Ezra.
La pálida luz de la luna bañaba los alrededores, donde el hormigón
agrietado del suelo daba paso unos metros más allá a la tierra y
las piedras. La cortina oscura de la noche impedía ver más lejos de
la suave silueta del horizonte de dunas. Sus crestas y caídas se
encontraban con el azul marino de un cielo nocturno que caía
aplomado sobre ellos dos, cargando la atmósfera de una estática de
preocupación e incertidumbre. El hangar abandonado parecía surgido
de la nada en medio de la nada, y su terca estructura metálica no se
daba por vencida y se resistía a desaparecer, ya fuese por el
desgaste de los vientos polvorientos o por el enterramiento bajo las
montañas de arena. Allí permanecía el deteriorado refugio aquella
noche, cobijando con techos agujereados a dos hermanos confusos cuyas
vidas habían dado recientemente un giro tan brusco e inesperado como
incomprensible y aterrador. No sabían dónde estaban, ni quién los
había llevado hasta aquel lugar. Lo único de lo que disponían eran
las batas que cubrían sus cuerpos y los objetos que habían ido
encontrando por el camino. Él sostenía el táser con una mano y el
walkie con otra, mientras ella trataba de encajar en su cabeza el
mensaje que acababa de leer en la nota que había recogido del suelo.
―¿Qué pone la nota, Edith?
―preguntó él, de nuevo, apretando los dientes y colocándose al
lado de ella hasta quedar hombro con hombro.
“Déjala inconsciente si
quieres el antídoto”, leyó él, soltando un resoplido de
incredulidad. Ezra bajó la mirada y se dio cuenta de que ya estaba
empuñando el arma que los secuestradores habían dejado para tal
fin. Cerró los ojos, se humedeció los labios y negó con la cabeza.
Edith percibió cómo su hermano se desmoronaba mentalmente, incapaz
de aceptar que aquella noche y aquellos sucesos eran tan reales e
increíbles como el hecho de que ella fuese capaz de leer la mente de
su hermano incluso sin proponérselo. Estaba asustado y no dejaba de
darle vueltas a todo tratando de toparse con una explicación
razonable satisfactoria. Pero, por mucho que lo intentase, cada
segundo que pasaba, todo parecía volverse más y más extraño hasta
casi rozar el absurdo, y la cordura de Ezra ya apenas podía
soportarlo. Soterrada tras esta maraña de confusión de Ezra,
subyacía un pensamiento sólido e inquebrantable sobre el que se
apilaba el resto de ideas y teorías: él nunca haría daño a su
hermana. No era capaz de hacerlo, ni aunque su vida dependiera de
ello, tal y como ocurría aquella noche.
Agachó la cabeza y Ezra rompió
a llorar con sollozos que se tropezaban unos con otros. El joven
estaba roto mental y físicamente, y sentía un picor que le recorría
todo el cuerpo e incluso le dificultaba la respiración. Creyó que
era el veneno que lo estaba matando lentamente. Edith no soportaba
ver a su hermano mayor en aquel estado tan vulnerable y se abrazó
con fuerza a él.
―Tienes que hacerlo ―le dijo
al oído.
―No lo haré, hermanita
―respondió, devolviéndole el abrazo con más fuerza y acariciando
el pelo de ella, la hermana a la que tanto había protegido toda su
vida.
―Créeme. Lo del táser no
sería lo peor que me han hecho esta noche ―aclaró Edith.
Ezra reaccionó ante aquellas
palabras separándose de su abrazo repentinamente.
―¿Qué? ¿Qué te han hecho,
hermanita?
Entonces Ezra se notó pegajosa
la mano con la que le había acariciado el pelo. Al contemplarla, vio
que la tenía manchada de sangre. Edith respondió a su cara de
incomprensión llevándose la mano a la nuca y luego mostrándole a
su hermano la palma manchada de sangre.
―No te preocupes ―se apresuró
a decir ella ante la mirada llorosa cada vez más abierta de él―.
Intentaron hacerme daño, pero me he curado. Estoy bien. Solo es
sangre que me ha quedado. No pueden hacerme daño, Ezra. Nadie puede
―lo agarró por el brazo―. Estás conmigo, Ezra. Y no nos va a
pasar nada. No mientras estés cerca de mí. Yo me encargaré de
protegernos a los dos ―y asintió con calma para contagiarle
tranquilidad―. He creado un campo de protección y nadie puede
hacernos daño.
―¿Campo de protección? ¿Pero
qué...? ¿También puedes hacer eso? ¿Pero cómo es posible?
―No lo sé, pero puedo.
―¿Pero y el veneno que me han
inyectado? ¿Y lo de dejarte inconsciente para el antídoto? No puedo
hacerlo, hermanita. No puedo hacerlo, en serio.
―No tienes por qué hacerlo,
Ezra. Mira a tu alrededor. No hay nadie. Y, créeme, si hubiera
alguien cerca, lo sabría.
―Pero está claro que nos
vigilan, Edith. Todo esto no puede terminar bien.
―Escúchame, Ezra. Fingiremos.
No hay nadie cerca, y aunque nos estén vigilando desde lejos, no se
darán cuenta. Haz como que me electrocutas con el chisme ese y yo me
haré la inconsciente. Y cuando vengan a darte el antídoto, lo
cogemos y salimos volando de este jodido lugar.
―No creo que venga nadie,
Edith. Creo que lo del antídoto era solo una mentira para hacer que
saliéramos.
―Hazme caso. Usa el táser ese.
Hazlo, rápido. No tenemos tiempo.
―Pero Edith, yo no...
―¡Hazlo! ¡Ya!
―¡No! ¡No puedo! ― y alzó
el táser en alto y lo lanzó lo más lejos posible.
Edith reaccionó al instante y se
concentró en el táser que volaba por los aires. Consiguió
focalizar toda su atención en él y logró detenerlo en el aire
antes de perderlo de vista en la noche. El táser flotaba quieto en
el aire ante la mirada de los dos hermanos.
―Lo necesitamos, Ezra ―y
atrajo el táser hasta ella por el aire.
Había sido tanta la
concentración que había necesitado para recuperar el arma que Edith
ni siquiera se había dado cuenta de que había descuidado su burbuja
protectora y esta había desaparecido. Justo entonces, se escuchó un
estallido sordo lejano y luego un silbido cada vez más intenso hasta
que, de repente, Ezra escuchó un latigazo y tuvo que cerrar los ojos
porque algo caliente y granuloso le había salpicado en la cara. El
susto fue tal que soltó el walkie y se apresuró a limpiarse la cara
para poder abrir los ojos. El líquido estaba caliente y era
pegajoso. Se miró las palmas de las manos y las vio recubiertas de
sangre. Gritó aterrado y buscó con la mirada a su hermana. La
encontró tumbada en el suelo a sus pies, boca abajo y con una enorme
brecha abierta en la cabeza.
Ezra lloró, gritó y chilló
hasta desgarrarse la garganta. Retrocedió varios pasos para que la
sangre del suelo no tocara sus pies descalzos.
Entonces, escuchó otro estallido
sordo y otro silbido. Ezra apenas sintió cómo se abría su propia
cabeza por la bala que se había disparado en la distancia.
Los cuerpos muertos de los dos
hermanos yacían ahora en el suelo polvoriento del hangar abandonado.
En la lejanía del desierto oscuro, los faros de un todoterreno se
encendieron y el vehículo comenzó a aproximarse hasta allí a toda
velocidad.
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