jueves, 15 de septiembre de 2016

Edith: cuenta atrás - 2

Edith se apoyó en la esquina del pasillo y se acercó al extremo hasta que su hombro casi asomó por el borde. Se esforzó sin éxito en apaciguar su respiración descontrolada. El aire entraba y salía movido por un pecho asustado y desconcertado. No sabía cómo había terminado en aquel bloque de celdas acolchadas ni era capaz de explicarse cómo, de repente, era capaz de hacer desaparecer a cualquiera que se interpusiera en su camino simplemente con pensarlo. Cerró los ojos para mantener la cordura y centrarse en que, por muy descabellado que de repente le pareciera todo, aquello que estaba viviendo no era cosa que su extraña e imposible nueva realidad.


Muy despacio, asomó la cabeza y vio la fila de celdas cerradas que se extendía a lo largo del pasillo. Tan solo una puerta permanecía abierta, con el número dieciséis encima: la celda de su hermano Ezra. El camino hasta ella estaba despejado, Edith no veía ni escuchaba a nadie. Sin embargo, no conseguía librarse de una sensación de inquietud cada vez que pensaba en aproximarse hasta la celda. Algo no encajaba y, dentro de sí misma, su instinto le susurraba que se dirigía de cabeza a una trampa. Dejó de asomarse por la esquina y recuperó la seguridad de su escondite. Se dedicó unos segundos a reflexionar. Poco le importaba ya que se tratara de una trampa. Sin saber cómo era capaz de ello, Edith también percibía el miedo y los pensamientos desordenados de un Ezra en apuros. Él estaba allí, en aquella celda abierta que la invitaba a acercarse de una forma tan escandalosamente descarada. Tan solo tendría que llegar hasta allí y luego salir volando con su hermano, literalmente. Reflexionó qué hacer si se veía en medio de una emboscada, y ponderó hacer exactamente lo mismo que había hecho hasta aquel momento: pensar que todos los atacantes desaparecieran para siempre. Pero entonces se dio cuenta de algo espantoso, que hasta ahora el miedo y la tremenda tensión habían mantenido oculto en un segundo plano. “Desaparecer para siempre”. “¡Oh, por los Altos divinos!”, dijo pasa sí misma la chica, cayendo de rodillas en el suelo. “¿Acaso he matado a los guardias que hice desaparecer?”.

Su corazón se hizo un puño y sintió por primera vez el peso de las vidas que había borrado de la existencia. “Soy una asesina”, sentenció. Rápidamente, su mente trató de protegerse a sí misma y comenzó a elaborar contramedidas: “Aquellos guardias querían hacerme daño”, se decía a sí misma. “Ya me habían intentado matar”, continuaba pensando. “Son malas personas que nos han secuestrado a mí y a mi hermano”, se convencía. “Se lo merecen”.

¿Se lo merecen?”.

Negó rápidamente con la cabeza, se incorporó apoyándose en la pared y volvió a mirar por la esquina. Se juró que no sería igual que ellos, que no se rebajaría a su nivel y que no haría desaparecer a nadie más. Lo único que quería era salir de allí con su hermano.

Sin demorarse ni un segundo más, salió al pasillo y se impulsó en el aire hasta llegar a la puerta. Miró dentro. En el suelo estaba Ezra, tirado al lado de un walkie que los guardias se habían dejado atrás. Estaba atado de pies y manos con bridas, con una venda en los ojos y amordazado. No paraba de contonearse para liberarse de sus ataduras.

¡Ezra! ―gritó ella, poniéndose de rodillas para quitarle la mordaza―. ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo? ¿¡Qué rayos ha pasado!?

Suéltame, Edith, vamos.

Pero qué...

No tengo ni idea de quiénes son, Edith. Me pillaron por sorpresa en la calle, me metieron en una furgoneta y sentí un pinchazo en el cuello. Y luego... ¡Venga ya, suéltame!

¡No puedo! Estas dichosas cosas...

Edith trataba con todas sus fuerzas dar de sí las bridas de plástico, pero no tenía suficiente fuerza en las manos. Iba a necesitar algo con qué cortarlas. Entonces, simplemente deseó que las bridas se abrieran, y estas obedecieron como si estuviesen movidas por unas manos invisibles. Ezra se frotó las muñecas liberadas, pero doloridas, y no tardó en ponerse de pie y cubrirse al lado de la puerta. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada errática y asustada. “Hay que largarse de aquí, hermanita”.

De pronto, una voz sonó saliendo del altavoz del walkie.

He visto lo que has hecho, Libélula ―pronunció una voz calmada y amenazante, con un tono ronco y ronroneante de soberbia.

Edith y Ezra clavaron la vista en el walkie tirado en el suelo al lado de las bridas.

Las cámaras de seguridad no mienten ―continuó diciendo la voz―. No solo has sido capaz de volver de entre los muertos después de que te volara los sesos, sino que has tenido las agallas de hacer desparecer a nada menos que ocho de los hombres del cuerpo de seguridad. Y ha sido así, casi por arte de magia. Magnífico. Has demostrado que las previsiones más exageradas de tus capacidades se han quedado cortas. Y lo mejor de todo es que ni siquiera sospechas en qué te has convertido. No sabes qué eres, y ya eres capaz de obrar auténticos milagros.

Edith se abalanzó sobre el walkie y pulsó el botón para hablar.

¿Quién rayos eres tú? ―le preguntó a voz en grito. La chica agudizó su instinto, pero no percibió ninguna presencia en las proximidades.

Quién sea yo no es relevante. Lo importante, Libélula, es quién eres tú.

Yo... ya no sé quién soy.

No te preocupes. Yo te diré quién eres, Libélula. Eres mi problema. Y has resultado ser un problema persistente y poderoso, capaz de conseguir casi cualquier cosa aparentemente solo con pensarlo. Pero, la pregunta es la siguiente, Libélula. ¿Cómo voy a solucionar este problema que representas? ¿Cómo voy a librarme de este problema todopoderoso que podría borrarme del planeta simplemente con posar la mirada en mí?

¡Déjanos salir de aquí, cabrón demente! ―vociferó Ezra, quitándole violentamente el walkie de las manos a su hermana.

Usted debe de ser el hermano de la diosa Libélula, ¿no?

¿Diosa Libélula? ―preguntó en voz baja a su hermana, sin saber a qué se refería. Ezra aún no conocía las nuevas habilidades de ella―. ¿De qué hablas, tarado?

Debería formularse otro tipo de preguntas, señor ―le aconsejó la voz del walkie―. Por ejemplo, ¿qué es ese pinchacito que tiene en la mano?

Ezra se miró las manos y encontró un pequeño punto de sangre seca en el dorso de la izquierda.

¿Siente ya los efectos del veneno, señor?

¿Qué te han hecho, Ezra?

Yo... yo no lo recuerdo. Me desperté en el suelo. No sé qué me han hecho.

Señor ―continuó la voz por el walkie―, le quedan exactamente cinco minutos de vida ―Edith y Ezra se miraron sin dar crédito a lo que estaban escuchando―. Lo sé. Lo sé... Apuesto a que pensaban que estas cosas tan rebuscadas solo pasaban en las películas... Bueno, lamento decepcionarles, pero, desde mi punto de vista, creo que, más que rebuscado, es bastante ingenioso. Y uno no sabe lo ingenioso que puede llegar a ser hasta que se ve entre la espada y la pared. Usted está a punto de morir, señor, a menos que su hermana se entregue y podamos administrarle el antídoto a tiempo.

No ―concluyó Ezra―, no me lo trago. Es un farol. No puede ser. Es una puta mentira. Todo esto es una jodida locura.

Eso dígaselo a la toxina que le hemos inyectado y que se está diseminando en este preciso momento por cada célula de su cuerpo, consumiéndola, desintegrándola como si fuera ácido. ¿Ya nota el calor y la falta de aire, señor? Probablemente sí ―Ezra tragó en seco y una gota de sudor frío cayó por su sien―. A eso se reduce toda esta situación incómoda. Todo se reduce a mí tratando de solucionar mi problema. Y creo que he encontrado la solución perfecta, la forma más cómoda de vencer a alguien casi todopoderoso como su hermana: obligándola a venir hasta mí suplicando para que salve la vida de su hermano... Y ya solo quedan cuatro minutos, Libélula.

No hay comentarios:

Publicar un comentario