Edith se apoyó en la esquina del
pasillo y se acercó al extremo hasta que su hombro casi asomó por
el borde. Se esforzó sin éxito en apaciguar su respiración
descontrolada. El aire entraba y salía movido por un pecho asustado
y desconcertado. No sabía cómo había terminado en aquel bloque de
celdas acolchadas ni era capaz de explicarse cómo, de repente, era
capaz de hacer desaparecer a cualquiera que se interpusiera en su
camino simplemente con pensarlo. Cerró los ojos para mantener la
cordura y centrarse en que, por muy descabellado que de repente le
pareciera todo, aquello que estaba viviendo no era cosa que su
extraña e imposible nueva realidad.
Muy despacio, asomó la cabeza y
vio la fila de celdas cerradas que se extendía a lo largo del
pasillo. Tan solo una puerta permanecía abierta, con el número
dieciséis encima: la celda de su hermano Ezra. El camino hasta ella
estaba despejado, Edith no veía ni escuchaba a nadie. Sin embargo,
no conseguía librarse de una sensación de inquietud cada vez que
pensaba en aproximarse hasta la celda. Algo no encajaba y, dentro de
sí misma, su instinto le susurraba que se dirigía de cabeza a una
trampa. Dejó de asomarse por la esquina y recuperó la seguridad de
su escondite. Se dedicó unos segundos a reflexionar. Poco le
importaba ya que se tratara de una trampa. Sin saber cómo era capaz
de ello, Edith también percibía el miedo y los pensamientos
desordenados de un Ezra en apuros. Él estaba allí, en aquella celda
abierta que la invitaba a acercarse de una forma tan escandalosamente
descarada. Tan solo tendría que llegar hasta allí y luego salir
volando con su hermano, literalmente. Reflexionó qué hacer si se
veía en medio de una emboscada, y ponderó hacer exactamente lo
mismo que había hecho hasta aquel momento: pensar que todos los
atacantes desaparecieran para siempre. Pero entonces se dio cuenta de
algo espantoso, que hasta ahora el miedo y la tremenda tensión
habían mantenido oculto en un segundo plano. “Desaparecer para
siempre”. “¡Oh, por los Altos divinos!”, dijo pasa sí misma
la chica, cayendo de rodillas en el suelo. “¿Acaso he matado a los
guardias que hice desaparecer?”.
Su corazón se hizo un puño y
sintió por primera vez el peso de las vidas que había borrado de la
existencia. “Soy una asesina”, sentenció. Rápidamente, su mente
trató de protegerse a sí misma y comenzó a elaborar contramedidas:
“Aquellos guardias querían hacerme daño”, se decía a sí
misma. “Ya me habían intentado matar”, continuaba pensando. “Son
malas personas que nos han secuestrado a mí y a mi hermano”, se
convencía. “Se lo merecen”.
“¿Se lo merecen?”.
Negó rápidamente con la cabeza,
se incorporó apoyándose en la pared y volvió a mirar por la
esquina. Se juró que no sería igual que ellos, que no se rebajaría
a su nivel y que no haría desaparecer a nadie más. Lo único que
quería era salir de allí con su hermano.
Sin demorarse ni un segundo más,
salió al pasillo y se impulsó en el aire hasta llegar a la puerta.
Miró dentro. En el suelo estaba Ezra, tirado al lado de un walkie
que los guardias se habían dejado atrás. Estaba atado de pies y
manos con bridas, con una venda en los ojos y amordazado. No paraba
de contonearse para liberarse de sus ataduras.
―¡Ezra! ―gritó ella,
poniéndose de rodillas para quitarle la mordaza―. ¿Estás bien?
¿Te han hecho algo? ¿¡Qué rayos ha pasado!?
―Suéltame, Edith, vamos.
―Pero qué...
―No tengo ni idea de quiénes
son, Edith. Me pillaron por sorpresa en la calle, me metieron en una furgoneta y sentí un
pinchazo en el cuello. Y luego... ¡Venga ya, suéltame!
―¡No puedo! Estas dichosas
cosas...
Edith trataba con todas sus
fuerzas dar de sí las bridas de plástico, pero no tenía suficiente
fuerza en las manos. Iba a necesitar algo con qué cortarlas.
Entonces, simplemente deseó que las bridas se abrieran, y estas
obedecieron como si estuviesen movidas por unas manos invisibles.
Ezra se frotó las muñecas liberadas, pero doloridas, y no tardó en
ponerse de pie y cubrirse al lado de la puerta. Tenía los ojos muy
abiertos y la mirada errática y asustada. “Hay que largarse de
aquí, hermanita”.
De pronto, una voz sonó saliendo
del altavoz del walkie.
―He visto lo que has hecho,
Libélula ―pronunció una voz calmada y amenazante, con un tono
ronco y ronroneante de soberbia.
Edith y Ezra clavaron la vista en
el walkie tirado en el suelo al lado de las bridas.
―Las cámaras de seguridad no
mienten ―continuó diciendo la voz―. No solo has sido capaz de
volver de entre los muertos después de que te volara los sesos, sino
que has tenido las agallas de hacer desparecer a nada menos que ocho
de los hombres del cuerpo de seguridad. Y ha sido así, casi por arte
de magia. Magnífico. Has demostrado que las previsiones más
exageradas de tus capacidades se han quedado cortas. Y lo mejor de
todo es que ni siquiera sospechas en qué te has convertido. No sabes
qué eres, y ya eres capaz de obrar auténticos milagros.
Edith se abalanzó sobre el
walkie y pulsó el botón para hablar.
―¿Quién rayos eres tú? ―le
preguntó a voz en grito. La chica agudizó su instinto, pero no
percibió ninguna presencia en las proximidades.
―Quién sea yo no es relevante.
Lo importante, Libélula, es quién eres tú.
―Yo... ya no sé quién soy.
―No te preocupes. Yo te diré
quién eres, Libélula. Eres mi problema. Y has resultado ser un
problema persistente y poderoso, capaz de conseguir casi cualquier
cosa aparentemente solo con pensarlo. Pero, la pregunta es la
siguiente, Libélula. ¿Cómo voy a solucionar este problema que representas? ¿Cómo voy a librarme de este problema todopoderoso que
podría borrarme del planeta simplemente con posar la mirada en mí?
―¡Déjanos salir de aquí,
cabrón demente! ―vociferó Ezra, quitándole violentamente el
walkie de las manos a su hermana.
―Usted debe de ser el hermano
de la diosa Libélula, ¿no?
―¿Diosa Libélula? ―preguntó
en voz baja a su hermana, sin saber a qué se refería. Ezra aún no
conocía las nuevas habilidades de ella―. ¿De qué hablas, tarado?
―Debería formularse otro tipo
de preguntas, señor ―le aconsejó la voz del walkie―. Por
ejemplo, ¿qué es ese pinchacito que tiene en la mano?
Ezra se miró las manos y
encontró un pequeño punto de sangre seca en el dorso de la
izquierda.
―¿Siente ya los efectos del
veneno, señor?
―¿Qué te han hecho, Ezra?
―Yo... yo no lo recuerdo. Me
desperté en el suelo. No sé qué me han hecho.
―Señor ―continuó la voz por
el walkie―, le quedan exactamente cinco minutos de vida ―Edith y
Ezra se miraron sin dar crédito a lo que estaban escuchando―. Lo
sé. Lo sé... Apuesto a que pensaban que estas cosas tan rebuscadas
solo pasaban en las películas... Bueno, lamento decepcionarles,
pero, desde mi punto de vista, creo que, más que rebuscado, es
bastante ingenioso. Y uno no sabe lo ingenioso que puede llegar a ser
hasta que se ve entre la espada y la pared. Usted está a punto de
morir, señor, a menos que su hermana se entregue y podamos
administrarle el antídoto a tiempo.
―No ―concluyó Ezra―, no me
lo trago. Es un farol. No puede ser. Es una puta mentira. Todo esto
es una jodida locura.
―Eso dígaselo a la toxina que
le hemos inyectado y que se está diseminando en este preciso momento
por cada célula de su cuerpo, consumiéndola, desintegrándola como
si fuera ácido. ¿Ya nota el calor y la falta de aire, señor?
Probablemente sí ―Ezra tragó en seco y una gota de sudor frío
cayó por su sien―. A eso se reduce toda esta situación incómoda.
Todo se reduce a mí tratando de solucionar mi problema. Y creo que
he encontrado la solución perfecta, la forma más cómoda de vencer
a alguien casi todopoderoso como su hermana: obligándola a venir
hasta mí suplicando para que salve la vida de su hermano... Y ya
solo quedan cuatro minutos, Libélula.
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