Aunque era de noche, Ezra miró hacia arriba a través
de las gafas de sol que ocultaban su rostro en parte. Con las estrellas de telón de fondo, su hermana
Edith temblaba de frío en lo alto del trampolín. Con suavidad, se
mecía sobre la tabla, totalmente protegida con rodilleras, coderas,
casco y gafas. Erguida y nerviosa, se balanceaba arriba y abajo sin
terminar de decidirse del todo a saltar al agua.
―Ten cuidado ―le recomendó
Ezra desde abajo―. Toma un buen impulso y aléjate del bordillo.
Salta con decisión cuando vayas a saltar.
Ella asintió en silencio desde
lo alto. Apretó los puños a los lados y tomó una bocanada de aire,
entrecortada por el frío que hacía temblar su pecho.
―Si has cambiado de idea, no
pasa nada ―Ezra cruzó los brazos para atajar el frío nocturno―.
Baja e intentamos otra cosa más sencilla. O nos podemos ir a casa si
no lo tienes claro, no pasa nada.
Ella negó en silencio y miró a
su hermano. Levantó la palma para que le diera unos momentos.
―¡Joder! ―gritó de repente
Ezra―. ¡No me lo puedo creer!
Edith dejó de balancearse y miró
a su hermano alarmada.
―¿¡Qué pasa ahora!?
―Te has olvidado la toalla en
el coche ― le reprochó a Edith―. ¡Joder, hermanita...! ¿Cómo
te has podido olvidar?
―¿Cómo que no he traído yo
la toalla? Pensaba que dijiste que te ibas a encargar tú de todo.
―Exacto. Y por eso te di la
bolsa de deporte en el coche. Yo no soy quien se va a dar un baño.
¡Si te la dejé justo en la bolsa de deporte junto con el casco, las
gafas y los protectores! ¿¡Cómo es que no la cogiste!?
Edith suspiró profundamente. Su
hermano estaba consiguiendo ponerla más nerviosa todavía.
―No me va a hacer falta la
dichosa toalla ―zanjó el tema la joven.
Y Edith tomó impulso y saltó.
El trampolín repiqueteó como
una campana descontrolada, y el cuerpo de Edith se elevó a causa del salto. Su hermano vio el cuerpo delgado y pálido de ella subiendo
entre las estrellas de lo alto para luego comenzar a caer. Edith
cerró los ojos y comenzó a encoger sus extremidades, su intención
era abrazarse a las rodillas para zambullirse como una bola de cañón
en el agua. Y de pronto, en el preciso instante en el que iba a
comenzar la caída, la joven deseó detenerse. Y se detuvo. Edith se
mantuvo congelada en el aire como en una fotografía. La mente de
Ezra tardó unos segundos en asimilar que su hermana no iba a caer al
agua, sino que se iba a quedar flotando en el aire, a más de tres
metros de la superficie.
Ninguno de los dos dijo nada
entonces. Tan solo quedó en el ambiente el ruido del trampolín
apagándose poco a poco.
―Es... increíble ―comentó
Ezra boquiabierto, quien tuvo que contenerse con fuerza para no sacar
el móvil y hacer una foto.
Arriba, en el aire, Edith abrió
los ojos despacio y comenzó a soltarse las rodillas. Miró abajo y
vio la superficie de la piscina muy por debajo de sus pies. Nada la
agarraba, ni la sujetaba, y la fuerte impresión hizo que su instinto
se activara y le hiciera dar manotazos a los lados en busca de algún
sitio al que agarrarse. Perdió la concentración y descendió medio
metro, pero no dejó de volar. Fue capaz de mantenerse en el aire al
tiempo que tranquilizaba los latidos de su corazón asustado, y
acostumbraba su mente a esta nueva y extraordinaria habilidad.
―¿Estás bien? ―preguntó
Ezra, que se acercó al bordillo con los ojos abiertos como platos.
―Sí... ―Edith sonreía como
una niña pequeña entusiasmada―. Sí, esto genial.
―¿Cómo es? ―quiso saber
él―. ¿Qué se siente?
―Es raro, porque es como
llevarle la contraria a tu cabeza, ¿sabes? ―la joven comenzó a
flotar de un lado para otro por encima de la piscina―. Tu mente te
dice que te vas a caer, pero tú te niegas y entonces no pasa. No te
caes. Pero no porque te agarres a algo o porque te apoyes en algo. Es
como si el aire no me dejara caer. Lo noto a mi alrededor. Al aire,
me refiero. Está frío, de hecho. Me envuelve por completo. Es como
un campo de fuerza de aire que no deja que me caiga.
―Vaya... ¿Y notas algo más?
¿Te duele algo, o no sé...? No sé qué preguntar. Esto es...
asombroso. ¿Puedes subir más?
Ella miró al cielo estrellado.
―No voy a subir mucho, pero voy
a hacer una prueba.
Edith parpadeó varias veces. No
estaba muy segura de cómo hacerlo. Simplemente relajó el cuerpo, y
se dio la orden de ganar altura, con la misma naturalidad de quien da
la orden a una mano para que cierre el puño. Despacio, la joven
comenzó a elevarse. Todo a su alrededor empezó a empequeñecerse,
pero no miró abajo por temor a perder la concentración. Comenzó a
notar las corrientes de aire frío a medida que abandonaba la luz de
las farolas y se adentraba en la oscuridad de la noche. Pero Edith no
miró abajo. “Ya es suficiente”, le escuchó decir a su hermano.
Sonaba lejano. “Baja ya, por favor”. Edith obedeció y, sin
apartar la vista del cielo, fue descendiendo despacio hasta que las
puntas de sus pies contactaron con la superficie del agua.
―¿He subido mucho?
―No vuelvas a hacerlo, ¿vale?
Edith comprendió que quizás
había subido más de la cuenta. Entonces, un destello inesperado a
la espalda de Ezra la despistó y Edith cayó al agua súbitamente.
De un momento para otro, pasó de estar a la intemperie a estar
rodeada de burbujeo y chapoteo. Notó la mano de su hermano y este la
ayudó a salir del agua.
―¿Estás bien? ―le preguntó
él, mientras ella tosía sentada en el bordillo de la piscina―.
¿Qué ha sido eso? ¿Te has desconcentrado o algo?
―Esa es una buena pregunta
―dijo de pronto una ronca voz desconocida a la espalda de Ezra.
Ambos hermanos miraron en la
misma dirección. En medio del camino por dónde habían venido, un
vigilante de seguridad los apuntaba a los dos con el arma y la
linterna.
―¿Qué coño ha sido eso? ― exigió saber.
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