Lys vive en un abismo solitario
del que la gente corriente no ha oído hablar nunca. Los minutos, las
horas, los días... Todo el tiempo pasa igual para ella: monótono,
repetitivo y cansino. Nada cambia, nada se queda, nada permanece.
Nadie se preocupa, nadie se queda, nadie la quiere. La única
constante en su vida es el vacío, y con él convive. Un amante vacuo
y cruel que responde con silencio hiriente a sus gritos de socorro, a
sus peticiones desesperadas por que alguien la mire, le sonría y le
pregunte que qué tal está. Pero ese momento soñado de alivio
parece no llegar nunca, y la rebeldía del principio fue tornándose
con el tiempo en conformismo, y luego en apatía hasta llegar al día
de hoy. “¿Para qué molestarse en nada si nada va a cambiar?”,
pensaba, reflexionando para sí misma, para ella misma, la única, la
eterna, la fiel amiga propia y única persona de este mundo que se
preocupaba verdaderamente por sus propios pensamientos. “¿Para qué
esforzarme si nadie puede verme?”.
Sus padres sí que la podían
ver. Lys, la preciosa hija pelirroja de Martha y Tobías. Ellos no
solo la podían ver, sino que para ellos era su mundo. Lys les daba
sentido a sus vidas y recibía a cambio un torrente de amor y cariño
sin parangón en la historia del género humano. Amor puro, limpio,
sin segundas intenciones. Simplemente amor brillante y tierno, cariño
sin condiciones y sin límites. Un sentimiento tan precioso como poco
frecuente del que Lys disfrutaba cada segundo de su existencia. Pero
el problema del amor eterno es que un día, tarde o temprano, se
aleja. Y la crueldad del tiempo le arrebató a sus padres, dejando a
Lys atrás con una pregunta sin responder que se repetía una y otra
vez en el eco de su cuarto vacío. “¿Por qué?”. Un corazón
roto que se desangra sin que nadie sea testigo, sin que nadie acuda a
su rescate, porque los únicos que podían sanarlo ya no se
encontraban en este mundo.
Lys se había quedado sin nadie,
y no le quedaba nada para su consuelo. Los que la habían creado de
la nada habían desaparecido. En vida, sus padres habían sido
fuertes y superaron todos los problemas que se les presentaron,
incluso el de la infertilidad. Martha y Tobías, una pareja con tanto
amor que compartir, no podían quedarse sin descendencia. Y así,
crearon a Lys, una imaginación hecha realidad, un deseo que
compartieron Martha y Tobías y que vivieron con la misma intensidad
con la que hubiesen vivido la experiencia de tener una hija real.
Suplieron un defecto injusto de la naturaleza con un exceso de
inventiva, y crearon a su hija a partir del aire y de la ilusión.
Una imagen compartida por la pareja y por nadie más. Una hija
perfecta receptora de todo ese amor y ternura que no podían ser
contenidos en las barreras de una pareja incapaz de tener hijos. Lys
abrió los ojos un buen día y se abrazó a sus padres. Una ilusión
fuerte e intensa traída a la vida por medio de un amor igual de
fuerte e intenso.
Pero ahora Lys estaba sola, y ya
no quedaba nadie que la pudiera ver. Una ilusión sin ojos que la
contemplen. Un ser hecho de amor que se vaciaba por momentos y cuya
única compañía se había visto reducida a sus propios
pensamientos.
Fuera, el mundo seguía girando,
ajeno a su dolor y a su miseria. Lys trató de salir, relacionarse,
pero nadie la escuchaba, nadie la veía. Por la acera nadie se
percataba de su presencia, nadie se disculpaba si se atravesaba en su
camino, nadie le devolvía el saludo si levantaba la mano. “¿Cómo
es posible?”, se preguntaba una y otra vez. “Yo puedo verme. Mis
padres me veían. ¿Por qué nadie más puede verme?”.
Al principio, no se rindió y
continuó saliendo e intentando establecer algún contacto con
alguien. Le daba igual que fuera un simple cruce de miradas o una
mirada fugaz de reojo. Necesitaba contacto humano para asegurarse de
que seguía existiendo, para demostrarse a sí misma que ahí fuera
también puede haber amor y cariño. Pero los días pasaban y siempre
terminaban con ella de pie en la acera mientras la gente iba de un
lado para otro a su alrededor. Sus suspiros se desvanecían en el
viento y sus lágrimas caían en charcos de lluvia que ni siquiera le
devolvían su propio reflejo.
Lys terminó recluyéndose en su
casa, acompañada de un amor marchito que fue convirtiéndola en una
presencia de la casa donde moraba. De vez en cuando, miraba por la
ventana y contemplaba el frío mundo exterior. Era solo un cristal,
pero parecía una barrera insalvable entre ella y la realidad. Dejaba
que el vaho de su respiración empañara el cristal y luego dibujaba
un interrogante sobre su fría superficie. Justo después, se
adentraba de vuelta en la oscuridad de su gran casa solitaria, para
continuar conviviendo con la soledad y el desasosiego.
Aquella tarde, un chico volvía a
su casa después de hacer una pequeña compra en el supermercado.
Caminaba distraído, disfrutando de los colores anaranjados del
cielo. No pudo evitar fijarse cómo el sol se ocultaba detrás de la
hilera de casas, perfilando sus siluetas contra un horizonte de tonos
pastel. Se recreó en los detalles del instante y disfrutó de los
pequeños ingredientes que configuraban el momento presente: la luz
tenue, el aire suave, la calma relajante, las casas en silencio, e
incluso aquel interrogante que divisó en aquella ventana.
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