Greg se detuvo delante de la
puerta del dormitorio de su hija, suspiró y se apoyó en el marco.
Echó un vistazo dentro, pero no encontró a la pequeña Diana por
ninguna parte. El cuarto estaba tan a oscuras que difícilmente podía
ver el color rosa pastel de las paredes, las pegatinas de mariposas
en el cabecero de la cama o las estanterías repletas de muñecas. La
única luz que entraba en aquella habitación era la que provenía
del pasillo y convertía a Greg en una silueta oscura en el umbral.
Estuvo a punto de llamar a su hija en voz alta, pero justo en ese
momento escuchó su sollozo. La pequeña se había escondido debajo
de la cama.
Greg no dijo palabra alguna,
pues sabía que la niña no iba a hacerle caso alguno. Se limitó a
acercarse a la cama en silencio al tiempo que pensaba cómo conseguir
que su hija se calmara. Diana respiraba entrecortadamente, y sonaba
fatigada, como si ya estuviese cansada de llorar. Greg suspiró de
nuevo, y frunció el ceño. Volvió la vista atrás para asegurarse
de que su esposa no estaba cerca, y se sentó en el suelo al lado de
la cama. Miró cómo la sábana caía desde el colchón hasta casi
tocar el suelo. Detrás de aquella sábana, como si de una cortina se
tratase, su hija escondida bajo la cama rompía a llorar de nuevo
desconsoladamente.
―Hola, peque. Soy yo. Papá.
Diana siguió llorando, como si
no hubiese escuchado nada en absoluto.
―Diana, ¿te... te gustaría
salir de ahí?
“¿No se te ocurre nada
mejor?”, pensó Greg para sí mismo, en un momento en el que dudaba
de si algún día en su vida llegaría a ser un buen padre.
―No ―respondió Diana, con
voz temblorosa.
Greg ya se esperaba esa
respuesta, así que reflexionó durante unos segundos. No podía
permitir que su querida hija continuase escondida y llorando debajo
de la cama, así que probó con una cosa.
―Samy está aquí conmigo,
Diana ―dijo él, refiriéndose al amigo imaginario que su hija
mencionaba una y otra vez―. Y a Samy le gustaría que salieras de
ahí abajo. Está muy triste, el pobre, porque tú estás llorando y
a él no le gusta que...
―Eso es mentira ―lo
interrumpió la niña―. Samy no está contigo, está conmigo aquí.
Y está enfadado.
El padre negó con la cabeza,
decepcionado al comprobar que cualquier cosa que intentaba no
funcionaba para hacer salir a su hija.
―Diana, por favor, sal de ahí
para que pueda verte.
―¡No! ¡No quiero! Y Samy
tampoco quiere que salga. Está muy, muy enfadado.
―No, cariño, tienes que...
tienes que salir de ahí. Y dile a Samy que no esté enfadado. Lo que
ha pasado antes ha sido sin querer... Un accidente. Mami no quería
hacerte daño. Mamá te quiere mucho, Diana.
―¡No! ¡Ella no me quiere!
―chilló la niña―. Y yo no la quiero a ella, porque es mala.
Escuchar aquellas palabras
rompieron el corazón de Greg. Carla, su esposa, era una buena
persona. Pero a veces su mente no distinguía la diferencia entre la
realidad y la fantasía, por ello seguía un tratamiento que la
ayudaba a mantenerse centrada.
―Cariño ―empezó a decir
Greg, con un tono muy suave de voz―. Mami no es mala, mi vida. Es
solo que está malita, y necesita que, tanto tú como yo, tengamos un
poco de paciencia.
Pero la cría seguía llorando
sin control y lamentándose sin consuelo.
―Cariño, lo que ha pasado esta
noche con mamá no es culpa suya. Ella... ella lleva un par de días
sin tomar sus pastillas y está un poco nerviosa, nada más. Pero
ella te quiere mucho, y ahora mismo ella también está llorando en
su cama, porque se siente mal. Ella no quería hacerte daño, cariño.
El llanto de la niña se volvió
más pausado, no porque Greg la hubiera tranquilizado, sino porque la
cría ya estaba muy cansada de llorar.
―Ella no me quiere. Samy me lo
dijo.
―Samy se equivoca, cielo. Ella
te quiere mucho. Y yo también. Y me gustaría verte ahora mismo para
poder darte un fuerte abrazo ―Greg se emocionó con sus propias
palabras y se le hizo un nudo en la garganta. Toda la situación de
aquella noche tras la cena se había descontrolado demasiado deprisa
y notaba que un aluvión de emociones se le venía encima de
repente―. Te quiero mucho, peque. Y mami también te quiere. Por
favor, sal, Diana. Y así podré verte y abrazarte.
La niña tardó en responder.
Greg se enjugó las lágrimas que le caían mientras escuchaba a su
hija cuchichear en voz baja bajo la cama.
―¿Diana...?
Al instante de preguntar por
ella, la pequeña Diana apareció gateando por debajo de la sábana,
y se lanzó de un salto a abrazarse con su padre. La pequeña estaba
temblando. A pesar de su pequeño tamaño, la niña se abrazó muy
fuerte a su padre, como si no quisiera soltarlo jamás por miedo a
que llegase su madre y volviera a golpearla.
―Ya está, peque. Ya pasó.
Greg trató de apartarse
ligeramente del abrazo. Quería verle la cara a su hija. Cuando pudo
verla, llamaron poderosamente su atención los borbotones de lágrimas
que caían profusamente de sus brillantes ojos y el delicado hilo de
sangre que le caía desde la brecha que tenía abierta en la ceja
izquierda.
―Ya está, ya pasó ―la
consoló él, mientras Diana apretaba los labios muy fuerte, como si
estuviese a punto de llorar de nuevo―. Vamos a lavarte esa bonita
carita, ¿de acuerdo? ―le dijo, al tiempo que la cogía en brazos
para llevarla al baño a lavarle la herida―. También le puedes
decir a Samy que salga de debajo de la cama y venga con nosotros si
quiere.
―Samy ya no está debajo de la
cama ―respondió ella, con la cabeza hundida en el hombro de su
padre.
―¿Ah, no? ―Greg ya caminaba
por el pasillo con su hija en brazos―. ¿Y dónde está Samy ahora?
―Me dijo que iba a hablar con
mamá.
Justo entonces, Greg escuchó un
golpe seco seguido de un ruido de algo que cae. Parecía provenir del
dormitorio principal.
―A lo mejor es él ―se
aventuró a decir la niña.
Greg se había dado cuenta de que
su esposa Carla ya llevaba demasiado tiempo a solas. Al no haber
tomado su medicación durante los últimos días, no era buena idea
dejarla mucho tiempo sin vigilancia. De modo que Greg se apresuró a
dejar a Diana en el baño y la dejó de pie delante del lavabo.
―Ahora mismo vuelve papi,
¿vale? ―le dijo Greg apresuradamente―. Voy a ver cómo está
mami.
―Estará con Samy.
Greg no supo cómo reaccionar a
aquella palabras y forzó una sonrisa para aparentar, sin éxito,
tranquilidad. Inmediatamente después, corrió por el pasillo hasta
que alcanzó la puerta del dormitorio y la abrió de par en par. Greg
no pudo evitar llevarse las manos a la cabeza.
Había sangre por todas partes.
¡Qué intriga!
ResponderEliminarEs cierto. ^^
EliminarMuchas gracias por dejar un comentario, y espero que te haya gustado. ¡Muchas gracias por leerme!