El capitán de policía Ricken
seguía absorto delante de la ventana, contemplando la noche de su
ciudad corrompida. Parpadeó de repente, para salir de su ensoñación
pasajera, y giró levemente el rostro, hacia la esquina más oscura
de su despacho.
―Ya puedes salir, Cecille
―dijo, dirigiéndose a las sombras―. Ya se ha ido.
A su derecha, la esquina del
despacho a oscuras se contoneó como si una negrura líquida y
deforme se vertiera desde el techo. La oscuridad se removió
revelando la presencia de un cuerpo sólido oculto. Un rostro
femenino, blanco y pálido como el mármol, emergió para quedarse
quieto, mirando al capitán con unos ojos ocultos debajo de una
capucha. La joven de las sombras había aparecido, pero parecía
inquieta, incluso temerosa, sirviéndose de las sombras para ocultar
los temblores que le provocaba su nerviosismo. No dijo nada,
simplemente permaneció allí, dando la impresión de que su cara
flotaba en la oscuridad.
―¿”Apunta mejor, vaquero”?
―dijo, de repente, el capitán Ricken― ¿De verdad le dijiste eso
a ese agente?
La joven agachó más la cabeza.
Deseaba volver a desaparecer en la noche.
―Y luego colocaste su arma
sobre tu corazón... ―el capitán se llevó la mano a la nuca y
suspiró profundamente decepcionado―. ¿Por qué lo has hecho?
Podrías haber desaparecido con ese puñetero atracador sin dejar que
te viera. Así, sin más ―el capitán chasqueó los dedos―. ¿Te
das cuenta de que te has puesto en peligro tú sola? Y todo eso, para
qué. ¿Para fanfarronear, para presumir o para qué, Cecille?
Explícamelo, porque, de verdad, no entiendo por qué lo has hecho.
―No quiero esto, papá
―respondió, agachando tanto la cabeza que solo podían verse sus
labios iluminando con su palidez aquel rincón―. Estoy cansada de
esto.
El capitán se llevó la mano al
rostro y se frotó la barbilla. No era la primera vez que tenían
esta conversación.
―Cecille, creo que no te has
dado cuenta de lo que acabas de hacer esta madrugada. Si ese agente
hubiera apretado el gatillo, te hubiera atravesado el corazón de un
disparo. No sabemos si puedes recuperarte de algo así, cariño.
Podrías haber muerto...
La joven balanceó ligeramente su
cabeza lanzando un mensaje tan sutil como sobrecogedor.
―¿Quieres morir, Cecille?
―preguntó el capitán Ricken, temeroso de la posible respuesta―.
¿Es eso?
―Papá, yo no quiero esta vida.
Todas las noches es la misma basura. Cuando no es un atracador es un
traficante o un chulo. Y siempre termino con su sangre en mis manos.
Nunca se acaba, y yo quiero algo distinto. Quiero poder vivir mi vida
sin tener que matar a nadie, papá.
―Pero es que no te das cuenta
de lo que estamos haciendo, Cecille ―el capitán adoptó un tono de
reprimenda suave―. Estamos ayudando a toda la pobre gente de esta
ciudad. Estamos limpiando este estercolero y lo estamos convirtiendo
en un lugar mejor. Y nosotros lo estamos haciendo, juntos. Yo te
informo de dónde estar y tú aprovechas ese don que te dio tu madre
para hacer algo bueno para todos. Pero tú, en lugar de estar
orgullosa, lo que haces es ponerte a tiro de un agente que casi pudo
haberte matado. No entiendo por qué no te alegras por lo que estamos
haciendo. ¿No te das cuenta de que esa bala, si hubiese llegado a
dispararse, también habría destrozado mi corazón? ―el capitán
se agachó delante de su hija y la agarró por los hombros―. Te
quiero, Cecille. Eres mi princesa oscura, mi Lady Noche. No
soportaría que te ocurriera algo malo.
―Entonces... ―Cecille dudó
si decirlo―, ¿por qué me haces salir cada noche a perseguir a
esos delincuentes? Ellos también podrían hacerme daño.
―Nadie puede hacerte daño,
Cecille. Solo te pueden hacer daño aquellos a quienes tú se lo
permites. Por eso es importante que no te dejes ver más, ¿entiendes?
―Quiero dejarlo, papá. Estoy
cansada, de verdad.
El capitán negó con la cabeza.
―No podemos, Cecille. No
olvides que hacemos esto por la memoria de mamá ―y acarició con
el dorso de la mano la mejilla fría y suave de Cecille.
―¿Y si no lo hiciera sola?
―las palabras de Cecille interrumpieron la caricia.
―¿Qué quieres decir?
―¿Y si hubiera alguien más
como yo, ayudándome cada noche?
―Eso no puede ser, Cecille.
Tenemos que mantener esto entre nosotros, o se nos puede escapar de
las manos.
Cecille suspiró despacio y
apartó ligeramente la cara. Su padre percibió claramente que no iba
a conseguir convencerla de nada aquella noche.
―¿Dónde dejaste al atracador?
―En el tejado de la vieja
fábrica de cemento ―respondió ella con desgana―. Esposado a una
viga. Cuando salga el sol, será polvo en el viento. Como todos los
demás antes que él.
El capitán llenó sus pulmones
de orgullo y volvió la mirada a la ventana, creyendo que su ciudad
estaba un poco más limpia que el día anterior.
―Bien, hecho, Ceci...
Pero la joven ya había
desaparecido. “Se le pasará”, pensó el capitán Ricken. “Está
en una edad difícil”.
Pero Cecille hacía tiempo que
parecía no cumplir años. Permanecía estancada en una triste
juventud eterna sometida a las ambiciones justicieras de su padre.
Ahora, desahogaba su pena llorando a solas sentada en la azotea de la
comisaría, distrayéndose viendo como sus lágrimas caían al vacío.
Abajo, en la calle, vio salir por la puerta de la comisaría al
agente de policía Hensen. Este se colocó la gorra firmemente y se
metió en el coche patrulla de su compañero.
Cecille se preguntaba qué sabor
tendría su sangre. Cecille se preguntaba si resultaría ser un buen
compañero.
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