―Gracias por venir tan rápido,
Gordon ―fue lo primero que dijo Mathias al abrir la puerta de su
casa―. No te habría molestado si no fuera verdaderamente
importante.
Gordon, de pie y sujetando su maletín
negro delante de la puerta, sonreía con calma, como si intentara
contagiar de tranquilidad a su inquieto amigo Mathias. Sin moverse ni
un ápice del sitio, parpadeó despacio y amplió aún más la
sonrisa, marcando sus hoyuelos y sus patas de gallo en una expresión
afable y bonachona.
―No te inquietes, Mathias
―pronunció, con su voz suave y su tono calmado de médico―. Ya
sabes que ahora Megan se ha convertido en mi prioridad máxima.
¿Puedo... pasar?
―¡Por los Altos! ―y Mathias
se llevó las manos a la cabeza, completamente calva en la parte
superior―. Claro que sí, pasa. Pasa. Discúlpame ―se excusó,
justo cuando Gordon ya pasaba a su lado y entraba en el vestíbulo de
la casa―. ¿Dónde tendré la cabeza? Estoy muy despistado
últimamente, perdona. Anoche apenas pude dormir una hora y me cuesta
estar en todo, ¿sabes...? ―cerró la puerta y suspiró
profundamente―. Se trata de Megan...
―Ya lo sé, Mathias. Claro que
se trata de ella ―replicó Gordon, distraído mirando las
cristaleras de colores que adornaban el marco de la puerta. La luz de
la mañana entraba por los cristales de colores y bañaba la estancia
con tonos tenues de luz que parecían invitar a la reflexión serena
a todo aquel que entrase―. Sé que te lo he dicho varias veces ya,
Mathias, pero me encanta la iluminación de tu vestíbulo. Dan ganas
de sentarse en la silla y dejar que el tiempo pase, con la luz
bailando a tu alrededor. Es casi mágico.
Aquella semana, ya era la quinta
visita del doctor Gordon Garret a la casa de Mathias. Y todavía era
jueves. Cada vez que el médico entraba y encontraba a Mathias presa
del pánico, Gordon sacaba otro tema de conversación diferente o,
simplemente, elogiaba algún aspecto del domicilio. Así, el pobre y
nervioso Mathias dejaba de pensar durante unos segundos en su esposa
Megan. En contadas ocasiones, muy pocas, el doctor lograba que se
calmara un poco. Al menos lo suficiente como para que dejara de
suspirar cada treinta segundos.
―Gordon, me parece que Megan
está peor.
―Eso no puede ser, Mathias. No
te preocupes. El tratamiento es así. Date cuenta de que cada vez que
vengo me dices lo mismo, y, cuando la examino, no veo nada fuera de
lo normal.
―No hay nada de normal en lo
que le estamos haciendo.
Gordon cambió la sonrisa por una
mueca de resignación. Ya se había hecho a la idea de que que su
amigo flaquearía durante el proceso e intentó darle ánimos de
nuevo.
―Pero esto es lo que querías,
¿no? Recuperarla. Estar de nuevo con ella. Y aquí la tienes, de
nuevo en tu casa contigo.
―No es la misma de antes. Y su
aspecto es... Ni siquiera puedo mirarla, Gordon. Y que sepas que no
me aparto de ella ni un solo segundo, pero no la miro. No soy capaz.
No es mi Megan.
―Sí que lo es ―Gordon apoyó
su mano en el encorvado hombro de su amigo preocupado―. Pero ya
llevaba meses muerta. Su cuerpo ha sufrido el proceso de
descomposición natural. Este es el momento de ser fuerte, Mathias.
Aguanta y ten paciencia. Megan recuperará su aspecto normal dentro
de unas semanas, e incluso puede que llegue a ser más joven que
cuando falleció. Todo depende del tiempo que esté recibiendo las
dosis. Pero bueno, dime, ¿qué es lo que de verdad te preocupa
ahora? Porque seguro que no me has hecho venir hasta aquí solo para
decirme que Megan es ahora un poco menos agraciada, ¿verdad? Eso ya
lo sabíamos.
Mathias volvió a suspirar, pasó
su mano por la nuca, cogió fuerzas y comenzó a hablar.
―Anoche se pasó toda la noche
gimiendo... como si le doliera. No sé si son sonidos de dolor o de
pena. Gordon, creo que está llorando, como si sufriera o le doliera
o estuviera pasando por un calvario. No lo sé. Pero anoche fue una
pesadilla. No había forma de que guardara silencio. Y yo no sabía
qué hacer. Estuve a punto de llamarte anoche, pero cuando me quise
dar cuenta ya había amanecido. Gordon, me parece que Megan está
pasándolo muy mal y no quiero que sufra. No quiero esto para ella.
Tan solo quería que volviéramos a estar juntos.
El médico escuchó atentamente
las palabras atropelladas de Mathias.
―Vamos a echarle un vistazo ―y
Gordon comenzó a subir por la escalera.
―No, Gordon. No está en el
dormitorio. Anoche estaba gritando demasiado y tuve que bajarla al
sótano.
El médico paró en seco y se dio
media vuelta para mirar fijamente al pobre hombre, que bajó la mirada
avergonzado.
―Te dije que no la movieras,
Mathias. En su estado, cualquier movimiento puede resultar fatal y
necesita reposo absoluto para que las dosis hagan efecto como debe ser.
Además, ¿cómo rayos la bajaste anoche tú solo?
―La bajé en brazos, arropada
en una sábana. Y no dejaba de llorar, Gordon...
―¿Dices que apenas puedes
mirarla y anoche la cogiste en brazos?
―Sus gritos iban a llamar la
atención de los vecinos ―Mathias se llevó la mano a la mejilla―.
No tuve más remedio... Mientras la bajaba, me acarició la mejilla,
Gordon. Levantó su mano y me acarició, tal y como solía hacer.
No... no soporto verla así. Y estoy seguro de que sufre mucho. Yo no
sé si seguir adelante, Gordon. No quiero que ella sufra más.
―¿Entonces la tienes abajo?
―Sí.
―¿Está acostada?
―Sí.
―Bien. ¿Y sigue atada como
antes?
Mathias asintió.
Gordon bajó los pocos escalones
que había subido, dejó su maletín en el suelo y se abrazó a su
amigo.
―Tranquilo, Mathias. Todo esto
lo estamos haciendo por ella. No merecía morir todavía. Estamos
arreglando una injusticia del supuesto orden natural.
―Pero quizás debimos haberla
dejado descansar. Haberla dejado tranquila y no someterla a todo este
dolor. ¿Y si el tratamiento no funciona? No lo sabemos, nunca se ha
probado antes. ¿Y si no arregla las cosas sino que se queda atrapada
para siempre en un cuerpo muerto? Yo... no debí haber accedido a
esto, Gordon. Me equivoqué. La echaba de menos y me equivoqué. Debí
haberla dejado morir. Debí haberla dejado en paz.
Gordon se apartó del abrazo,
pero siguió sujetando a su amigo por los hombros. Este parecía más
decidido que nunca a parar todo el proceso. Pero Gordon no iba a
permitírselo. Aquella era la ocasión perfecta para poner a prueba
en humanos el tratamiento Aeternum, el antídoto de la muerte, las
inyecciones que traían de vuelta a los muertos. Y con Megan había
funcionado. El tratamiento había logrado que su cadáver recuperase
la movilidad parcial en cuestión de días. Gordon estaba seguro de
que si el tratamiento continuaba, la mejoría de Megan continuaría y
paulatinamente su cuerpo iría recuperando su aspecto, sus órganos
irían recuperando su funcionalidad, e incluso su mente iría
recuperando sus recuerdos. Para la carrera profesional médica de
Gordon, Megan era de una importancia capital. A veces pensaba incluso
que era más importante para él que para su marido.
―No pierdas los nervios,
Mathias, y respira con calma. Así. Despacio. Ahora, siéntate aquí,
en esta silla, y relájate un poco ―este obedeció y Gordon se
arrodilló delante de él para mirarle a la cara. Dejó que pasaran
unos segundos hasta que se calmara un poco―. Ahora escúchame bien,
Mathias, porque lo que te voy a decir es duro, pero es la realidad.
El hecho de que Megan grite y llore es bueno.
―¿¡Pero qué dices!? ¡Cómo
se nota que no la escuchaste anoche! Eran alaridos sentidos y
profundos, casi animales, que te removían por dentro. ¿Qué harías
tú si oyeras a tu mujer gritar así?
―¿Pero es que no lo ves,
Mathias? Si grita, es porque le duele. Claro. Menuda obviedad. Pero
es que eso significa que el sistema nervioso se está regenerando. Su
cuerpo está respondiendo al tratamiento y se está recuperando de la
muerte. Llevaba seis meses muerta y se está recuperando, Mathias. Tu
mujer está regresando contigo poco a poco. Sé que es doloroso. Sé
que no es fácil. Pero vamos por buen camino. Pronto, la Megan que
conocimos estará con nosotros otra vez y será la prueba definitiva
de que el hombre puede derrotar a la mismísima muerte.
―Sufre demasiado, Gordon.
Quiero que esto acabe ya.
El médico dio unas palmaditas en
la rodilla de su amigo y le contó la solución que tenía.
―Te diré lo que haremos: voy a
echarle un vistazo y le daré una nueva dosis. Eso acelerará el
proceso y quizás disminuya algo el dolor a medida que los tejidos se
vayan regenerando. Pero ten en cuanta que el dolor y la incomodidad
continuarán unos días más. Y tienes que ser fuerte. Hazlo por
ella.
―Un día más.
―¿Qué?
―Te doy un día más, Gordon.
Si mañana por la noche mi mujer sigue llorando de dolor, yo mismo
acabaré con su sufrimiento y le daré la paz de la que nosotros la
sacamos sin siquiera preguntarle.
―Mathias, no piensas con
claridad. Un solo día es muy poco tiempo. No vayas a cometer una locura.
―Ya es demasiado tarde para
eso, Mathias. Para ambos. Para todos.
Y se levantó para guiar a su
amigo médico hasta el sótano. Gordon tardó unos segundos en
incorporarse. Antes, se quedó un instante agachado, meditando sobre las palabras que
acababa de escuchar. Entonces, Mathias abrió la puerta del sótano y
Gordon pudo escuchar los llantos de dolor que provenían de abajo,
constantes e incansables.
―Está abajo ―instó Mathias.
Gordon se incorporó finalmente, y cuando pasó
al lado de su amigo sintió que atravesaba una nube invisible de
hostilidad. Todo apuntaba a que la decisión de Mathias era firme y
su tratamiento tan solo contaba con veinticuatro horas más para
acallar el dolor de la renacida. Sin embargo, el médico estaba
seguro de que era poco tiempo y las molestias de Megan continuarían
durante una semana más como mínimo. De cualquier forma, Gordon
decidió no apresurarse. Si pasado ese día de plazo su amigo Mathias
seguía queriendo echarse atrás e interrumpir el tratamiento, a Gordon no le
iba a quedar más remedio que matarlo para que no se convirtiera
en un obstáculo para su investigación.
"Tampoco va a pasar nada",
pensó Gordon. "Siempre podré traerlo de vuelta a él también".
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