jueves, 23 de julio de 2015

Diario (Séptima parte de siete)

Día 1.

Me llamo Tanya Green; y mi hijo, Lewis Green, me ha salvado la vida.

Revisando este refugio, acabo de encontrar este diario en la mesita del dormitorio. Y he decidido contar mi historia por escrito, tal y como había hecho la anterior propietaria de este pequeño libro, y de este bendito refugio.

Bueno, supongo que lo primero será empezar por el principio... por el bombardeo. Nos pilló desprevenidos en casa. Cuando las primeras explosiones comenzaron a sentirse en el suelo, mi marido, el cabo Patrick Green, aún no había vuelto del supermercado, pero mi hijo y yo pudimos protegernos en el refugio del sótano, refugio que mi marido había construido con sus propias manos. Era un hombre bueno y lleno de buenas intenciones, y gracias a su empecinamiento en construir aquel refugio ahora seguimos con vida.

Gracias, Patrick. El peque y yo te echamos de menos.

Nuestro refugio estaba bien construido, según las indicaciones oficiales. Y allí abajo, nos quedamos mi hijo y yo durante todo un año. Las autoridades gubernamentales habían advertido a la población de que, de producirse el bombardeo químico, el periodo de espera antes de abandonar los refugios y salir al exterior debía ser de dos años como mínimo. Pero el agotamiento, la monotonía y el desgaste del confinamiento pudo con nosotros dos, y un día del pasado mes de marzo salí del refugio. Tan pronto vi el cielo negro y la neblina verde inundándolo todo, di media vuelta y regresé dentro con mi hijo. Estaba claro que debíamos esperar más tiempo allí abajo.

De modo que el tiempo pasó, y las provisiones se fueron consumiendo. Como ya he dicho, el bombardeo nos pilló por sorpresa, y aún no lo habíamos abastecido de las cantidades necesarias para aguantar dos años completos. Mi marido nunca regresó del supermercado, como ya he dicho.

Así que tomé la decisión, y comencé a comer poco... muy poco. No quería quitarle la comida a mi hijo. Al principio lo soporté bien, e incluso creí que me iba a venir bien. Pero pronto empezaron los mareos y la debilidad en las extremidades. Disimulaba ante mi pequeño, pero desde que me despertaba hasta que me acostaba, todo el día era una mezcla de mareos, dolor de cabeza y ganas de dormir. Y fue así hasta que mi hijo me cogió en brazos una tarde que perdí el equilibrio, y me propuso su idea: usar algunos trajes de protección de repuesto para salir en busca de otro refugio. Al principio me opuse, pero no tenía fuerzas para impedírselo.

La primera mañana salió y regresó a la media hora sin haber encontrado nada en las cercanías. La segunda mañana, volvió a salir y no regresó. Yo estaba que me subía por las paredes, pero no podía hacer nada. Apenas tenía fuerzas como para salir de la habitación. Además, algo me decía que debía estar allí por si regresaba. Y lo hizo. Regresó dos días después. Al volver, Lewis entró, pero se quedó en la cámara hermética. Me dijo que no podía pasar dentro, que se había roto el traje de protección y había entrado en contacto con el gas. Aquella noticia fue como si una bola de demolición derrumbara mi débil ánimo. Pero también me contó que había encontrado otro refugio en el que había una chica. Me dijo que la chica parecía un poco inestable, quizás por la soledad de tanto tiempo. De modo que supusimos que estaba allí ella sola, y que quizás podríamos ir hasta su refugio los dos.

Me relató que la chica quería saber de una amiga suya, llamada Raquel, pero Lewis la había encontrado muerta en su casa. A nosotros ya apenas nos quedaba comida para una semana, de modo que si la chica iba a tener comida y agua para su ausente amiga Raquel, pensé que ahora yo podría ocuparme de esa comida y de esa agua que le iban a sobrar. Me puse un traje y una máscara, metí todo lo que pude en bolsas de protección y acompañé a mi hijo hasta el refugio de la chica trastornada.

Cuando llegamos, íbamos a seguir el plan de mi hijo. Lewis recogió un tubo de hierro que había en el suelo cerca de la bajada. Bajamos, y dio golpes con el tubo sobre la compuerta metálica. A continuación, el walkie que llevaba mi hijo emitió un chasquido y se escuchó la voz de ella. Mi hijo respondió y confirmó que era él. Yo aproveché y me escondí en el lado hacia el que se abría la compuerta. A los pocos minutos, escuché cómo se abrían los pesados cierres. “Hola, Lewis”, le oí decir a ella desde detrás de su máscara. Lewis entró despacio en la cámara hermética, y yo me asomé luego de repente.

Se nota que el padre lo enseñó bien, porque el plan de Lewis funcionó a la perfección. La chica se quedó confusa al verme aparecer de buenas a primeras desde detrás de la compuerta. “¿Raquel?”, me preguntó, escudriñando a través de mi máscara. Pero justo entonces, Lewis la golpeó con el tubo en la cabeza y la mujer cayó en peso. Sin perder ni un segundo, entramos en la cámara, atamos a la chica en la zona de cuarentena con lo primero que encontramos, y yo me desvestí y pasé por la duchas purificadoras para revisar el resto del refugio en busca de más supervivientes. Salí de las duchas armada con un toallero que había logrado partir. Miré en todas partes de la zona habitable, pero no había nadie más, tan solo una radio que emitía interferencias. Estábamos solos. Eso era bueno. Lo malo llegó cuando revisé la despensa. No iba a haber provisiones suficientes para que los tres aguantásemos seis meses allí dentro.

Cuando lo hablé con Lewis, estuvo de acuerdo. Todo lo que ha sucedido desde el bombardeo ha hecho de él una persona fría. Ha cambiado, y a veces me preocupa. Cuando le conté mi idea con respecto a ella, ni parpadeó. “Lo haré yo, tú ve dentro”, fue lo único que me dijo desde la cuarentena. No puso pega alguna. Así que él se encargó de sacar fuera a la chica. Todavía estaba inconsciente, así que solo fue cuestión de arrastrarla, sacarla y cerrar la compuerta.

Ahora, mientras escribo, mi hijo Lewis está en la zona de cuarentena. Y ahí seguirá hasta que pasen estos seis meses que nos faltan. Yo estoy en este nuevo refugio, pendiente de que mi hijo no muera. Y fuera, en el exterior, está la chica desquiciada, golpeando para que la dejemos entrar de nuevo. Pero eso no va a pasar.

Puede que si no salimos de esta con vida y alguien lee este diario, el lector pueda pensar que soy una mala persona. Yo tampoco sé si soy una mala persona o si estoy dando mal ejemplo a Lewis. Pero de lo que estoy segura es de que no pienso poner a mi hijo en peligro por una desconocida de la que ni siquiera sé su nombre. Su refugio nos ha salvado, es cierto, pero ahora ella es una amenaza para nuestra supervivencia. Por si alguien se lo pregunta, sí, ahora me siento mal, pero cuando pasen los años y vea que mi hijo ha llegado a ser un adulto, quizás entonces sepa si hice lo correcto o no.

De momento, te doy las gracias, desconocida. Ten suerte ahí fuera.

Hasta mañana, diario.

2 comentarios:

  1. x_x Esa es la cara que se me ha quedado XD

    Madre mía, ¡qué final más inesperado! ¡Pobre mujer! Aunque así es la lucha por la supervivencia, y más si a tu cargo tienes a un niño... Me he quedado pasmada, jeje. Qué bueno. Me encanta que me sorprendes de esta manera.

    ¡Gran relato, Aio! Me ha gustado mucho :)

    ¡Un abrazo! Y a ver con qué nos sorprendes en tu próxima historia ^^

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    1. ¡Hola, Carmen!

      ¡Muchísimas gracias! La verdad es que ni yo lo vi venir. ^^ Cuando se me ocurrió, me pareció un final chulo. Me alegro de que te haya gustado.

      ¡Un abrazo muy fuerte! ¡Nos seguimos leyendo!

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