Como todas las mañanas, Dave se
levantó como un resorte de la cama. Apresuradamente, y en silencio
absoluto, metió los pies en las pantuflas de dinosaurio y comenzó a
correr hacia el baño. Su frenética carrera de pasos estrepitosos
era amortiguada por la mullida moqueta del pasillo, y sus zancadas
retumbaron por toda la casa como aviso a sus padres de que el pequeño
Dave ya estaba despierto. A continuación, el desconsiderado portazo
los avisó también de que ya se estaba preparando para ir al
colegio.
A los pocos minutos, alguien tocó
en la puerta del baño y Dave abrió al instante, con el pelo castaño
perfectamente peinado con la raya a un lado y una sonrisa enmarcada
entre manchas de pasta de dientes en las comisuras. Su madre sonrió
con cariño y limpió con el pulgar las manchas de pasta de dientes.
“Anda, baja a desayunar, pequeñajo”, le dijo su madre, mientras
esta pasaba a ocupar su lugar en el baño y conducía a su hijo con
la mano hacia el pasillo, por el fondo del cual aparecía su padre,
frotándose los ojos.
La puerta del baño se cerró y
Dave esperó de pie y con las manos en la espalda a que su padre
llegara hasta él. “¿Has dormido bien, campeón?”, preguntó su
padre. El niño asintió con una ilusión que brillaba en sus ojos,
pero no dijo palabra alguna. Su padre respondió con otra sonrisa de
cariño y se arrodilló delante de su hijo. “Así que va en serio.
No vas a decir nada, ¿eh?”, comentó, a lo que el niño asintió.
“Vaya, esa novia tuya debe de ser de las buenas. Anda, vamos a
desayunar para que puedas verla lo antes posible”. Su padre no
había terminado de decirlo cuando el niño ya corría escaleras
abajo en dirección a la cocina.
Tere era la niña nueva que
habían cambiado de guardería ese año. Desde que Dave la vio entrar
en clase por primera vez, sintió algo extraño dentro, como cuando
se tiraba por un tobogán muy alto y muy empinado. Al principio, le
dio igual, pero pronto descubrió que sentía lo mismo cada mañana
que veía a Tere. Una de esas mañanas, mientras hacían bolas de
plastilina, Tere se acercó a Dave y lo miró durante unos segundos.
El niño se quedó quieto, sentado, girando la plastilina sobre la
mesa para que la bola fuese lo más esférica posible. “Buenos
días”, dijo de pronto la niña, y le quitó un pedazo de
plastilina que no estaba usando y salió corriendo de vuelta hacia su
pupitre. Cuando Dave escuchó sus “buenos días”, la sensación
fue como la de tirarse por mil toboganes desde lo más alto de una
montaña. A Dave le encantó sentirse así, de modo que desde
entonces empezó a buscar los buenos días de Tere. Unas veces
tiraba de la mano de su madre para acercarse a ella mientras
esperaban a que abriese la puerta de la guardería. Otras veces, se
acercaba a ella durante el recreo y se quedaba de pie esperando,
hasta que ella se cansaba y se marchaba. Pero los buenos días no se
repetían por parte de ella, de modo que Dave decidió dar el paso y
ser él quien le diese los buenos días. Y para que nadie estropease
ese momento, decidió también que las primeras palabras que diría
todos los días serían los buenos días a Tere.
El camino en coche se le hizo
largo, y aún más la espera a que abriesen las puertas de la
guardería. Ni Tere ni su madre habían llegado cuando ya Dave tenía
su solitaria bola de plastilina encima de la mesa. De pronto, a
segunda hora, alguien tocó a la puerta de la guardería y Dave miró
rápidamente. Era la madre de Tere. Tras disculparse por el retraso,
llevó a la niña de la mano hasta su asiento y la madre se apartó a
un lado de la clase para hablar unos minutos a solas con la
cuidadora. Dave suspiró. El corazón le latía a mil por hora. Se
levantó de la silla y se acercó a Tere con decisión. La niña
parecía triste y miraba de un lado para otro, en busca de algo
divertido. De pronto, Tere encontró algo que llamó su atención.
Dave se paró en seco. “Buenos días”, dijo Tere al niño que
tenía al lado, luego le quitó el coche de juguete que tenía y la
niña salió corriendo.
De repente, Dave sintió algo
nuevo, algo desagradable. Ya no era como tirarse por un tobogán,
sino como un dolor de barriga extraño y un cansancio raro. Notó sus
buenos días dentro de su boca, con ganas de salir, pero Tere ya le
había dado los buenos días a otro niño. De modo que Dave volvió a
su pupitre y observó la bola multicolor de plastilina quieta sobre
su mesa. Se puso de morros y miró de reojo mientras Tere jugaba con
el coche que le había quitado al niño, que no paraba de llorar
mientras tiraba de la falda de la cuidadora. Dave se cruzó de brazos
y decidió no volver a darle los buenos días a Tere. De hecho,
decidió no volver a dárselos a nadie. Ya no merecía la pena.
Los padres de Dave se preocuparon
cuando el pequeño dejó de repente de hablar. Hablaron con la
cuidadora, con logopedas y con psicólogos. Probaron medicinas,
terapias, juegos y cambios de ambiente, pero Dave seguía firme en su
decisión de no hablar, y así, el tiempo pasó.
Al silencio de la guardería, le
siguieron las peleas en el colegio. A las peleas en el colegio, le
siguieron las malas compañías en el instituto. A las malas
compañías en el instituto lo acompañó el abandono escolar, y la
separación de sus padres.
Dave se había convertido en un
silencioso joven, solitario y sin porvenir, que aquella noche miraba
hacia abajo desde la barandilla del puente. Ya era la segunda noche
consecutiva que se preguntaba si sobreviviría a la caída. Decidió
salir de dudas y se encaramó al pasamanos. Justo en ese momento, un
coche pasó a sus espaldas y dio un frenazo a unos metros de él.
Dave, aún sobre el tubo, dudó si el coche había parado por él. De
buenas a primeras, se abrió la puerta del conductor y salió una
chica del coche. No llegaba a verla bien a causa de la escasa luz de
las farolas, pero Dave se sintió muy ridículo ahí subido y pensó
que no tenía ninguna necesidad de seguir sintiéndose mal, así que
hizo ademán de saltar.
“¡No lo hagas!”, gritó la
chica. Aquella voz sonó poderosamente familiar, y Dave sintió otra
vez la sensación del tobogán. La joven avanzó unos pasos hasta que
la luz de la farola iluminó su rostro. “¿De verdad que ibas a
hacerlo, Dave?”, preguntó Tere, que siguió acercándose a él
hasta que quedaron frente a frente. La chica, muy despacio, tendió
su mano hacia él, que empezaba a sentirse tremendamente incómodo.
No le gustaba que ella lo viese ahí subido, de modo que cogió su
mano y se bajó de la barandilla.
Ambos se miraron a los ojos.
“Buenos días”, le dijo Dave por fin, en medio de las sombras de
la noche.
¡Oh! Toda una vida al borde de la desesperación para que llegue aquella que causó el daño para repararlo, y sin saberlo.
ResponderEliminarUn preciosa historia que refleja que el amor no entiende de edades. Dave ha sufrido mucho, muchísimo. Lo siento por él...
Muy bueno, como siempre :)
¡Hasta la próxima! ^^
¡Hola, Carmen!
EliminarMuchísimas gracias. Dave lo ha pasado mal, pero también me gustaría contar algún día la historia de Tere, porque me da la sensación de que tampoco lo ha pasado bien. Los caminos de ambos han estado separados, y siguen estándolo, pero quizás compartan más emociones de las que creen en un primer momento.
Te agradezco mucho tus palabras y estoy deseando ponerme al día con los relatos de tu blog, Carmen.
¡Un abrazo muy fuerte! ¡Nos seguimos leyendo!