Felipe era un hombre tranquilo. A
sus cuarenta y cinco años de edad, por fin gozaba de cierta
estabilidad laboral. “Ya tocaba”, pensaba él, tras recordar cómo
había estado dando tumbos de un trabajo miserable a otro durante
toda su vida. Ahora, ya llevaba más de cinco años de encargado de
limpieza en la cadena de tiendas de moda “Valentina”, y Felipe
era feliz. No ganaba mucho, pero tampoco necesitaba mucho. Lo
suficiente para pagar el alquiler de su piso medio vacío, y para
mantener a su raquítico, desconsiderado y altivo gato pardo. Casi
sin percatarse de ello, su vida se fue acomodando en una rutina que,
lentamente, lo hizo olvidar esa desazón fruto del desconcierto de la
vida.
Sin embargo, aquella mañana de
martes algo descuadró su agenda: no encontraba la raqueta del
limpiacristales, de modo que se dirigió al bazar chino más cercano
y compró un juego completo de limpacristales para salir del paso
aquel día. Mientras se dirigía de vuelta a la tienda con la bolsa
de la compra realizada, alguien lo llamó desde un callejón:
―¡Hey, amigo! ―lo llamó un
hombre desde el final de aquella callejuela―. ¿Quieres ver un
monstruo de verdad?
Felipe giró la mirada, pero no
detuvo su paso. El desconocido lo llamaba con la mano. Estaba con el
hombro apoyado en el lateral de la furgoneta blanca aparcada tras los
contenedores de basura. Se trataba de un hombre esquelético, de
sonrisa torcida y de traje blanco arrugado. Felipe sonrió con
amabilidad y declinó la extraña oferta del desconocido, a lo que
este salió a la carrera y se colocó al lado de Felipe, manteniendo
el ritmo de sus pasos, cada vez más apresurados para escapar de
aquel tipo raro.
―¿Qué pasa, amigo? ¿Es que
no quieres ver un monstruo de verdad? ―insistió, colocando su
brazo sobre los hombros de Felipe.
―No... no tengo nada suelto ―se
adelantó Felipe, pensando que pronto le iba a pedir dinero.
El desconocido se rio a
carcajadas y atrajo hacia sí a Felipe, obligándolo a dar media
vuelta y encaminarlo de regreso al callejón. Felipe no supo qué
hacer y miró en todas direcciones en busca de algún policía, sin
encontrar a ninguno. A su lado los transeúntes pasaban de largo sin
prestar la más mínima atención a su cara de terror. Ninguno se
daba cuenta de que Felipe estaba en peligro.
De buenas a primera, el
desconocido metió su mano en el bolsillo interior de su chaqueta.
Felipe temía que fuera a sacar una navaja y estuvo a punto de gritar
pidiendo auxilio, pero lo que el extraño sacó del bolsillo lo hizo
contener su grito.
El desconocido había sacado
disimuladamente un fajo de billetes y se lo mostraba con discreción
bajo la chaqueta.
―¿De verdad crees que te voy a
pedir algo suelto con este fajazo que tengo aquí mismo?
Felipe no supo qué decir y,
cuando se dio cuenta, ya estaba delante de las puertas traseras de la
furgoneta blanca del callejón. En uno de los laterales del vehículo
se podía leer “Monster Van”, escrito toscamente con pintura roja
en espray. El extraño liberó a Felipe y se colocó frente a él.
―Suelta eso ―le dijo el
extraño, quitándole de la mano la bolsa con el limpiacristales y
tirándola sobre la tapa de los contenedores. A continuación, le
colocó bien el cuello de su mono de trabajo y miró con
condescendencia a Felipe―. ¿Sabes? Cuando te vi pasar, supe
automáticamente que eres el tipo de persona a la que le vendrían
bien unos pavos extra, ¿me equivoco, Felipe?
―¿Cómo sabes mi nombre?
―preguntó, desconcertado.
―Lo llevas escrito en el mono,
lumbreras. Pero no te despistes, Felipe, Felipín. ¿Ves este fajo de
billetes? ¿Ves todos estos billetes que sostengo en mi mano? ¿A que
molan? ¿A que te vendría bien aunque solo fuera la mitad?
―Bueno, en realidad yo no...
―empezó a decir, pero pronto el extraño lo interrumpió.
―No me digas que no, Felipín.
Porque este dinero siempre viene bien. Y lo sabes. Y hoy es tu día
de suerte, porque podrás mandar a la mierda a tu jefe, jefa,
superior, superiora, líder, presidente, supervisor, delegado de
clase o quien coño esté por encima de ti en la asquerosa escala
social y te esté dando por saco. Con este dinero, podrás mandarlo
al carajo en su misma cara, Felipín. ¿No te gustaría hacerlo?
―El dinero no me hace falta, en
realidad yo...
―No me vengas con esas,
Felipín. ¿Te ofrezco una fortuna y me dices que no? Y lo único que
tienes que hacer es entrar en la furgoneta y aguantar un minuto con
el monstruo de dentro.
―Pero es que yo...
―Deberías aprovechar las
oportunidades que se te presentan, Felipín. Yo te doy la posibilidad
de ganar todo este dinero y solo te pido una cosa minúscula,
diminuta, insignificante y microscópica a cambio. Un minuto de tu
tiempo a cambio de una jodida fortuna
―Yo... En realidad, debería
volver al trabajo, me están esperando.
El extraño cogió a Felipe por
la cara para que lo mirase directamente y no se distrajera.
―Eres un puto cabezota,
Felipín.
Y soltó de un empujón al pobre
Felipe, que cayó de espaldas al suelo. El extraño abrió las
puertas de la furgoneta y lanzó el fajo de billetes dentro.
―Si quieres el dinero, ve a
buscarlo.
Felipe iba a salir corriendo,
pero, al levantarse, miró en el interior de la furgoneta. Una sólida
cadena de acero bajaba desde el techo y terminaba en un collarín de
acero que rodeaba el delicado cuello de una chica apenas vestida con
un traje blanco hecho jirones. La mujer permanecía sentada y con la
melena despeinada cubriéndole el rostro.
A Felipe se le pusieron los pelos
de punta y gritó pidiendo auxilio, pero nadie acudió. El extraño
reaccionó a sus gritos y se apuró a subirse en la furgoneta para
huir. Felipe reaccionó tan rápido como pudo y entró en la
parte de atrás para liberar a la muchacha. Entonces, el extraño se
bajó del vehículo y cerró la puerta trasera de la furgoneta,
dejando a Felipe a solas con la prisionera.
Dentro olía a lejía, y Felipe
pudo adivinar una macabra y afilada sonrisa bajo la melena alborotada
de ella.
Fuera, la caravana empezó a
agitarse de un lado a otro mientras los gritos de Felipe eran
acompañados por el silbido relajado del extraño al lado de los
contenedores. Al rato, la caravana dejó de bambolearse y todo quedó
en silencio. El extraño se acercó a la furgoneta y dio tres golpes
en un lateral. Desde dentro, ella respondió con otros tres golpes.
Ya había terminado de comer.
El extraño se dio por enterado y
se subió al asiento del conductor. Antes de arrancar, giró la
cabeza y gritó en voz alta.
―Cariño, la próxima vez que
elijas tu almuerzo, intenta que sea un tipo más colaborador,
¿quieres?
Y la Monster Van arrancó de
nuevo, dejando atrás una solitaria bolsa de limpiacristales sobre
los contenedores.
Escalofriante. No tengo otra palabra que defina mejor lo que me has hecho sentir con la historia.
ResponderEliminarMuy bueno.
¡Hasta la próxima! :D ¡Un abrazo!
¡Muchas gracias, Carmen!
EliminarQuería ver si podía escribir algo que diera miedito. Y sigo en ello. A ver si voy probando géneros diferentes próximamente. ¡Estoy abierto a sugerencias! ^^
¡Un abrazo fuerte! Nos seguimos leyendo.