jueves, 21 de mayo de 2015

Monster Van

Felipe era un hombre tranquilo. A sus cuarenta y cinco años de edad, por fin gozaba de cierta estabilidad laboral. “Ya tocaba”, pensaba él, tras recordar cómo había estado dando tumbos de un trabajo miserable a otro durante toda su vida. Ahora, ya llevaba más de cinco años de encargado de limpieza en la cadena de tiendas de moda “Valentina”, y Felipe era feliz. No ganaba mucho, pero tampoco necesitaba mucho. Lo suficiente para pagar el alquiler de su piso medio vacío, y para mantener a su raquítico, desconsiderado y altivo gato pardo. Casi sin percatarse de ello, su vida se fue acomodando en una rutina que, lentamente, lo hizo olvidar esa desazón fruto del desconcierto de la vida.

Sin embargo, aquella mañana de martes algo descuadró su agenda: no encontraba la raqueta del limpiacristales, de modo que se dirigió al bazar chino más cercano y compró un juego completo de limpacristales para salir del paso aquel día. Mientras se dirigía de vuelta a la tienda con la bolsa de la compra realizada, alguien lo llamó desde un callejón:



¡Hey, amigo! ―lo llamó un hombre desde el final de aquella callejuela―. ¿Quieres ver un monstruo de verdad?


Felipe giró la mirada, pero no detuvo su paso. El desconocido lo llamaba con la mano. Estaba con el hombro apoyado en el lateral de la furgoneta blanca aparcada tras los contenedores de basura. Se trataba de un hombre esquelético, de sonrisa torcida y de traje blanco arrugado. Felipe sonrió con amabilidad y declinó la extraña oferta del desconocido, a lo que este salió a la carrera y se colocó al lado de Felipe, manteniendo el ritmo de sus pasos, cada vez más apresurados para escapar de aquel tipo raro.



¿Qué pasa, amigo? ¿Es que no quieres ver un monstruo de verdad? ―insistió, colocando su brazo sobre los hombros de Felipe.



No... no tengo nada suelto ―se adelantó Felipe, pensando que pronto le iba a pedir dinero.



El desconocido se rio a carcajadas y atrajo hacia sí a Felipe, obligándolo a dar media vuelta y encaminarlo de regreso al callejón. Felipe no supo qué hacer y miró en todas direcciones en busca de algún policía, sin encontrar a ninguno. A su lado los transeúntes pasaban de largo sin prestar la más mínima atención a su cara de terror. Ninguno se daba cuenta de que Felipe estaba en peligro.



De buenas a primera, el desconocido metió su mano en el bolsillo interior de su chaqueta. Felipe temía que fuera a sacar una navaja y estuvo a punto de gritar pidiendo auxilio, pero lo que el extraño sacó del bolsillo lo hizo contener su grito.



El desconocido había sacado disimuladamente un fajo de billetes y se lo mostraba con discreción bajo la chaqueta.



¿De verdad crees que te voy a pedir algo suelto con este fajazo que tengo aquí mismo?



Felipe no supo qué decir y, cuando se dio cuenta, ya estaba delante de las puertas traseras de la furgoneta blanca del callejón. En uno de los laterales del vehículo se podía leer “Monster Van”, escrito toscamente con pintura roja en espray. El extraño liberó a Felipe y se colocó frente a él.



Suelta eso ―le dijo el extraño, quitándole de la mano la bolsa con el limpiacristales y tirándola sobre la tapa de los contenedores. A continuación, le colocó bien el cuello de su mono de trabajo y miró con condescendencia a Felipe―. ¿Sabes? Cuando te vi pasar, supe automáticamente que eres el tipo de persona a la que le vendrían bien unos pavos extra, ¿me equivoco, Felipe?



¿Cómo sabes mi nombre? ―preguntó, desconcertado.



Lo llevas escrito en el mono, lumbreras. Pero no te despistes, Felipe, Felipín. ¿Ves este fajo de billetes? ¿Ves todos estos billetes que sostengo en mi mano? ¿A que molan? ¿A que te vendría bien aunque solo fuera la mitad?



Bueno, en realidad yo no... ―empezó a decir, pero pronto el extraño lo interrumpió.



No me digas que no, Felipín. Porque este dinero siempre viene bien. Y lo sabes. Y hoy es tu día de suerte, porque podrás mandar a la mierda a tu jefe, jefa, superior, superiora, líder, presidente, supervisor, delegado de clase o quien coño esté por encima de ti en la asquerosa escala social y te esté dando por saco. Con este dinero, podrás mandarlo al carajo en su misma cara, Felipín. ¿No te gustaría hacerlo?



El dinero no me hace falta, en realidad yo...



No me vengas con esas, Felipín. ¿Te ofrezco una fortuna y me dices que no? Y lo único que tienes que hacer es entrar en la furgoneta y aguantar un minuto con el monstruo de dentro.



Pero es que yo...



Deberías aprovechar las oportunidades que se te presentan, Felipín. Yo te doy la posibilidad de ganar todo este dinero y solo te pido una cosa minúscula, diminuta, insignificante y microscópica a cambio. Un minuto de tu tiempo a cambio de una jodida fortuna



Yo... En realidad, debería volver al trabajo, me están esperando.



El extraño cogió a Felipe por la cara para que lo mirase directamente y no se distrajera.



Eres un puto cabezota, Felipín.



Y soltó de un empujón al pobre Felipe, que cayó de espaldas al suelo. El extraño abrió las puertas de la furgoneta y lanzó el fajo de billetes dentro.



Si quieres el dinero, ve a buscarlo.



Felipe iba a salir corriendo, pero, al levantarse, miró en el interior de la furgoneta. Una sólida cadena de acero bajaba desde el techo y terminaba en un collarín de acero que rodeaba el delicado cuello de una chica apenas vestida con un traje blanco hecho jirones. La mujer permanecía sentada y con la melena despeinada cubriéndole el rostro.



A Felipe se le pusieron los pelos de punta y gritó pidiendo auxilio, pero nadie acudió. El extraño reaccionó a sus gritos y se apuró a subirse en la furgoneta para huir. Felipe reaccionó tan rápido como pudo y entró en la parte de atrás para liberar a la muchacha. Entonces, el extraño se bajó del vehículo y cerró la puerta trasera de la furgoneta, dejando a Felipe a solas con la prisionera.



Dentro olía a lejía, y Felipe pudo adivinar una macabra y afilada sonrisa bajo la melena alborotada de ella.



Fuera, la caravana empezó a agitarse de un lado a otro mientras los gritos de Felipe eran acompañados por el silbido relajado del extraño al lado de los contenedores. Al rato, la caravana dejó de bambolearse y todo quedó en silencio. El extraño se acercó a la furgoneta y dio tres golpes en un lateral. Desde dentro, ella respondió con otros tres golpes. Ya había terminado de comer.



El extraño se dio por enterado y se subió al asiento del conductor. Antes de arrancar, giró la cabeza y gritó en voz alta.



Cariño, la próxima vez que elijas tu almuerzo, intenta que sea un tipo más colaborador, ¿quieres?



Y la Monster Van arrancó de nuevo, dejando atrás una solitaria bolsa de limpiacristales sobre los contenedores.

2 comentarios:

  1. Escalofriante. No tengo otra palabra que defina mejor lo que me has hecho sentir con la historia.

    Muy bueno.

    ¡Hasta la próxima! :D ¡Un abrazo!

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    1. ¡Muchas gracias, Carmen!

      Quería ver si podía escribir algo que diera miedito. Y sigo en ello. A ver si voy probando géneros diferentes próximamente. ¡Estoy abierto a sugerencias! ^^

      ¡Un abrazo fuerte! Nos seguimos leyendo.

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