El lanzacohetes que portaba a la
espalda pesaba más de lo que había pensado en un principio, y ya no
quedaba rastro alguno de la terrible sensación de extrañeza cuando
se vio forzado a sujetar un arma por primera vez. Dicha sensación de
peligro había quedado muy atrás, dando paso a una terrible
familiaridad hacia aquellos instrumentos de muerte que Atelier se
veía forzado a usar día tras día. El plan de aquella jornada era
claro: el lanzacohetes resultaba fundamental para tratar de asestar
el primer golpe al enemigo.
La lista de estrategias de ataque
empezaba a agotarse, y se había comenzado a poner en práctica ideas
menos corrientes y más descabelladas con el único propósito de
conseguir infligir algo de daño a un enemigo que, ya llevaba seis
meses de bombardeos diarios, y, sin embargo, nadie había sido capaz
de ver.
Atelier apenas era capaz de
recordar cómo había comenzado la guerra. El primer ataque llegó
sin previo aviso una mañana de hace seis meses. Él se encontraba
esperando en la parada de autobús, sin prestar la más mínima
atención a la inusual grieta luminosa que había comenzado a abrirse
entre las nubes grises cargadas de agua. A esa hora de la mañana,
todo el mundo pasaba por delante de la parada apresuradamente con la
mirada clavada en el suelo húmedo, y nadie alzaba la vista hacia la
amenaza silenciosa que comenzaba a abrirse en el cielo nublado,
rasgando los límites entre dimensiones como si de una frágil hoja
de papel se tratase. “Mamá, mira el sol”, le oyó decir Atelier
a la niña que tenía a su lado en la parada. La pequeña, de mano a
su madre, portaba a la espalda una mochila escolar casi más grande
que ella, y, con sus ojos azules llenos ansiosos de que su madre
dejara su teléfono móvil y le hiciese caso, señalaba hacia el
cielo, donde un rasgo luminoso con forma de rayo se hacía cada vez
mayor y cada vez más brillante.
La grieta vino acompañada de un
zumbido, un ruido, un rumor cada vez más perceptible, cada vez más
amenazador. La brecha en el cielo comenzó a abrirse, como unos
párpados deslumbrantes que comenzaran a vigilar a toda la humanidad
desde las alturas inalcanzables del firmamento. Para entonces, ya
casi nadie miraba el asfalto, y las vistas permanecían clavadas en
lo alto. Los frenazos de los coches comenzaron a oírse de lejos, a
medida que los conductores detenían sus coches y comenzaban a
abandonar sus vehículos con los ojos fijos arriba y la boca abierta
al máximo. Un murmullo de temor comenzó a alzarse como una bruma
mañanera; la gente teorizaba, suponía, creía y lanzaba hipótesis
una detrás de otra en un intento vano de explicar un fenómeno tan
novedoso como aterrador. No faltaron quienes decidieron correr,
primero disimuladamente, y luego despavoridamente, temerosos de lo
que pudiera pasar a continuación. Uno de ellos, tropezó con
Atelier, que se había quedado quieto y atónito en la parada de
autobús. Tardó en darse cuenta de que un hombre enchaquetado había
chocado con él. Para cuando lo vio, este ya se perdía de vista
carretera arriba, dejando atrás su maletín abierto con todos sus
papeles expuestos al jugueteo de la brisa de la mañana. Y entonces,
el primer proyectil enemigo lo iluminó todo.
Una gran bola de fuego rosáceo
salió de la brecha como una lágrima de un ojo celestial. Pero no
cayó vertical como la lluvia serena, sino que giró en su caída,
describió ondas, danzó en el aire hasta que tocó suelo haciendo
impacto en un edificio del horizonte, objetivo que el enemigo le
había asignado a su primer disparo. Las llamas del edificio se
alzaron, el humo comenzó a brotar y la vibración del impacto se
sintió en el suelo de toda la ciudad. De repente, los zapatos de
todo el mundo comenzaron a recorrer a toda prisa ese mismo asfalto,
huyendo del misterioso ataque. Atelier huyó, como todos, sin saber a
dónde ir, sin percatarse siquiera de que, muy arriba, otra grieta
comenzaba a abrirse, que otro proyectil impactaba contra el puerto de
la ciudad y que una tercera grieta ya se adivinaba en el horizonte
contrario. Instintivamente, se dejó llevar por el pánico del grupo
que huía y se metió en la boca del metro, perdiendo de vista un
cielo agujereado, repleto de ojos brillantes que lloraban proyectiles
uno tras otro, sumiendo a la ciudad en un caos de fuego, gritos y
sacudidas violentas.
La muchedumbre corría
desesperada, empujando sin contemplaciones en busca de un lugar
seguro que nadie sabía cuál era. Atelier cayó de rodillas mientras
la gente le pasaba por encima. Entre la multitud de pies apresurados,
pudo distinguir la mochila enorme de la niña, tirada en el suelo y
recibiendo las patadas fortuitas de las personas que huían
asustadas. Trató de ponerse de pie, pero una fuerte vibración lo
hizo caer de bruces de nuevo, y los azulejos, la tierra y las piedras
comenzaron a caer desde arriba. El rumor del derrumbamiento se volvió
ensordecedor y, de buenas a primeras, todo se volvió oscuridad para
Atelier.
Perdió la noción del tiempo.
Para cuando el equipo de rescate logró sacar a Atelier de los
escombros, este pudo fijarse en el cielo nocturno. Había pasado todo
un día allá abajo, entre escombros, muertos y moribundos. El cielo
estaba despejado arriba, ya no había ni nubes, ni grietas, tan solo
estrellas, nada que amenazara a una ciudad reducida a cenizas y que
todavía se preguntaba qué había sucedido. Y no hubo tiempo de
encontrar la respuesta, pues al día siguiente, el ataque se repitió,
a la misma hora, con las mismas grietas en el cielo, con los mismos
proyectiles despiadados. Y así, la terrible rutina se repitió día
tras día hasta que el ser humano supo que su vida se había visto
reducida a un juego de supervivencia sometido a los caprichos de un
adversario invisible e inalcanzable que atacaba todos los días sin
descanso desde arriba.
Pero no todos los humanos se
limitaron a mantenerse con vida. También hubo quienes optaron por
luchar, por buscar una forma de defenderse y contraatacar con los
medios cada vez más escasos de los que disponían. Atelier era uno
de ellos, y luchaba sin descanso día tras día, empuñando una nueva
arma cada vez. Unas veces, tocaba un fusil. Otras, explosivos. Aquel
día en concreto, el plan establecía que debía empuñar un
lanzacohetes, y así lo hacía.
Estaba de espaldas contra los
restos del muro donde una vez se había encontrado su parada de
autobús. Ahora, solo era un montón de escombros adornado por la
vegetación que, con el tiempo, había reclamado el lugar como suyo.
Una suave lluvia caía, y Atelier miró de reojo a su compañera
Sonia, que portaba en una bolsa la munición necesaria.
―¿Estás lista? ―le preguntó
Atelier, golpeando con la palma el casco militar recubierto de
arañazos de ella.
Esta asintió, y Atelier se
reafirmó en su posición. Apenas quedaban cinco minutos para las
nueve de la mañana. Apenas quedaban cinco minutos para que el ataque
diario se repitiese. Y esta vez, como otras tantas anteriormente, la
humanidad intentaría contraatacar.
¡Hola Aio!
ResponderEliminar¡Qué comienzo más inquietante! Ataques de algo desconocido que se repiten cada día a la misma hora, mermando la población... ¿Qué serán esas grietas que se abren en el cielo? ¿Y quién el responsable? ¿Conseguirá el lanzacohetes hacerles el menor daño? ¡Preguntas y más preguntas!
¡Un gran inicio de relato! Qué ganas de saber cómo continúa. Gran trabajo, Aio, como siempre :D
¡Un besote y hasta la próxima! ^^
¡Muchas gracias, Carmen! Me encanta que te guste. Y espero que te gusten las continuaciones de la historia. También espero responder a tantas preguntas, que a veces planteo muchas y respondo pocas. Jejejeje.
Eliminar¡Un besazo, y gracias por tus palabras! :)