jueves, 29 de enero de 2015

Grietas en el cielo (Primera parte de tres)

El lanzacohetes que portaba a la espalda pesaba más de lo que había pensado en un principio, y ya no quedaba rastro alguno de la terrible sensación de extrañeza cuando se vio forzado a sujetar un arma por primera vez. Dicha sensación de peligro había quedado muy atrás, dando paso a una terrible familiaridad hacia aquellos instrumentos de muerte que Atelier se veía forzado a usar día tras día. El plan de aquella jornada era claro: el lanzacohetes resultaba fundamental para tratar de asestar el primer golpe al enemigo.


La lista de estrategias de ataque empezaba a agotarse, y se había comenzado a poner en práctica ideas menos corrientes y más descabelladas con el único propósito de conseguir infligir algo de daño a un enemigo que, ya llevaba seis meses de bombardeos diarios, y, sin embargo, nadie había sido capaz de ver.

Atelier apenas era capaz de recordar cómo había comenzado la guerra. El primer ataque llegó sin previo aviso una mañana de hace seis meses. Él se encontraba esperando en la parada de autobús, sin prestar la más mínima atención a la inusual grieta luminosa que había comenzado a abrirse entre las nubes grises cargadas de agua. A esa hora de la mañana, todo el mundo pasaba por delante de la parada apresuradamente con la mirada clavada en el suelo húmedo, y nadie alzaba la vista hacia la amenaza silenciosa que comenzaba a abrirse en el cielo nublado, rasgando los límites entre dimensiones como si de una frágil hoja de papel se tratase. “Mamá, mira el sol”, le oyó decir Atelier a la niña que tenía a su lado en la parada. La pequeña, de mano a su madre, portaba a la espalda una mochila escolar casi más grande que ella, y, con sus ojos azules llenos ansiosos de que su madre dejara su teléfono móvil y le hiciese caso, señalaba hacia el cielo, donde un rasgo luminoso con forma de rayo se hacía cada vez mayor y cada vez más brillante.

La grieta vino acompañada de un zumbido, un ruido, un rumor cada vez más perceptible, cada vez más amenazador. La brecha en el cielo comenzó a abrirse, como unos párpados deslumbrantes que comenzaran a vigilar a toda la humanidad desde las alturas inalcanzables del firmamento. Para entonces, ya casi nadie miraba el asfalto, y las vistas permanecían clavadas en lo alto. Los frenazos de los coches comenzaron a oírse de lejos, a medida que los conductores detenían sus coches y comenzaban a abandonar sus vehículos con los ojos fijos arriba y la boca abierta al máximo. Un murmullo de temor comenzó a alzarse como una bruma mañanera; la gente teorizaba, suponía, creía y lanzaba hipótesis una detrás de otra en un intento vano de explicar un fenómeno tan novedoso como aterrador. No faltaron quienes decidieron correr, primero disimuladamente, y luego despavoridamente, temerosos de lo que pudiera pasar a continuación. Uno de ellos, tropezó con Atelier, que se había quedado quieto y atónito en la parada de autobús. Tardó en darse cuenta de que un hombre enchaquetado había chocado con él. Para cuando lo vio, este ya se perdía de vista carretera arriba, dejando atrás su maletín abierto con todos sus papeles expuestos al jugueteo de la brisa de la mañana. Y entonces, el primer proyectil enemigo lo iluminó todo.

Una gran bola de fuego rosáceo salió de la brecha como una lágrima de un ojo celestial. Pero no cayó vertical como la lluvia serena, sino que giró en su caída, describió ondas, danzó en el aire hasta que tocó suelo haciendo impacto en un edificio del horizonte, objetivo que el enemigo le había asignado a su primer disparo. Las llamas del edificio se alzaron, el humo comenzó a brotar y la vibración del impacto se sintió en el suelo de toda la ciudad. De repente, los zapatos de todo el mundo comenzaron a recorrer a toda prisa ese mismo asfalto, huyendo del misterioso ataque. Atelier huyó, como todos, sin saber a dónde ir, sin percatarse siquiera de que, muy arriba, otra grieta comenzaba a abrirse, que otro proyectil impactaba contra el puerto de la ciudad y que una tercera grieta ya se adivinaba en el horizonte contrario. Instintivamente, se dejó llevar por el pánico del grupo que huía y se metió en la boca del metro, perdiendo de vista un cielo agujereado, repleto de ojos brillantes que lloraban proyectiles uno tras otro, sumiendo a la ciudad en un caos de fuego, gritos y sacudidas violentas.

La muchedumbre corría desesperada, empujando sin contemplaciones en busca de un lugar seguro que nadie sabía cuál era. Atelier cayó de rodillas mientras la gente le pasaba por encima. Entre la multitud de pies apresurados, pudo distinguir la mochila enorme de la niña, tirada en el suelo y recibiendo las patadas fortuitas de las personas que huían asustadas. Trató de ponerse de pie, pero una fuerte vibración lo hizo caer de bruces de nuevo, y los azulejos, la tierra y las piedras comenzaron a caer desde arriba. El rumor del derrumbamiento se volvió ensordecedor y, de buenas a primeras, todo se volvió oscuridad para Atelier.

Perdió la noción del tiempo. Para cuando el equipo de rescate logró sacar a Atelier de los escombros, este pudo fijarse en el cielo nocturno. Había pasado todo un día allá abajo, entre escombros, muertos y moribundos. El cielo estaba despejado arriba, ya no había ni nubes, ni grietas, tan solo estrellas, nada que amenazara a una ciudad reducida a cenizas y que todavía se preguntaba qué había sucedido. Y no hubo tiempo de encontrar la respuesta, pues al día siguiente, el ataque se repitió, a la misma hora, con las mismas grietas en el cielo, con los mismos proyectiles despiadados. Y así, la terrible rutina se repitió día tras día hasta que el ser humano supo que su vida se había visto reducida a un juego de supervivencia sometido a los caprichos de un adversario invisible e inalcanzable que atacaba todos los días sin descanso desde arriba.

Pero no todos los humanos se limitaron a mantenerse con vida. También hubo quienes optaron por luchar, por buscar una forma de defenderse y contraatacar con los medios cada vez más escasos de los que disponían. Atelier era uno de ellos, y luchaba sin descanso día tras día, empuñando una nueva arma cada vez. Unas veces, tocaba un fusil. Otras, explosivos. Aquel día en concreto, el plan establecía que debía empuñar un lanzacohetes, y así lo hacía.

Estaba de espaldas contra los restos del muro donde una vez se había encontrado su parada de autobús. Ahora, solo era un montón de escombros adornado por la vegetación que, con el tiempo, había reclamado el lugar como suyo. Una suave lluvia caía, y Atelier miró de reojo a su compañera Sonia, que portaba en una bolsa la munición necesaria.

¿Estás lista? ―le preguntó Atelier, golpeando con la palma el casco militar recubierto de arañazos de ella.

Esta asintió, y Atelier se reafirmó en su posición. Apenas quedaban cinco minutos para las nueve de la mañana. Apenas quedaban cinco minutos para que el ataque diario se repitiese. Y esta vez, como otras tantas anteriormente, la humanidad intentaría contraatacar.

2 comentarios:

  1. ¡Hola Aio!
    ¡Qué comienzo más inquietante! Ataques de algo desconocido que se repiten cada día a la misma hora, mermando la población... ¿Qué serán esas grietas que se abren en el cielo? ¿Y quién el responsable? ¿Conseguirá el lanzacohetes hacerles el menor daño? ¡Preguntas y más preguntas!
    ¡Un gran inicio de relato! Qué ganas de saber cómo continúa. Gran trabajo, Aio, como siempre :D
    ¡Un besote y hasta la próxima! ^^

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    1. ¡Muchas gracias, Carmen! Me encanta que te guste. Y espero que te gusten las continuaciones de la historia. También espero responder a tantas preguntas, que a veces planteo muchas y respondo pocas. Jejejeje.

      ¡Un besazo, y gracias por tus palabras! :)

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