El soldado empujó con fuerza a
Pragun por la espalda y a este casi se le caen los pergaminos que
llevaba en su bolsa de cuero. Cuando se dio media vuelta y miró
desafiante al soldado, este se llevó la mano a la empuñadura de la
espada envainada. “Sigue caminando”, fue lo único que dijo su
contundente voz desde debajo del yelmo que le protegía la cabeza y
ocultaba su rostro. Pragun se acomodó la correa de su bolso sobre el
hombro y continuó recorriendo con resignación la oscura senda que
apenas le permitían ver las antorchas clavadas en la tierra.
Sin previo aviso, aquel soldado
se había presentado delante de la puerta del monasterio y la había
aporreado firmemente con la empuñadura de su arma. Al abrir, Pragun
vio a la luz de su vela a un guerrero completamente equipado para la
batalla que le preguntó si él era escriba. Pragun asintió, y lo
siguiente que recuerda fue recoger a toda prisa su bolsa. Antes
siquiera de percatarse de lo que estaba sucediendo, se vio obligado a
salir del monasterio en mitad de la noche para acompañar a aquel
extraño por un sendero que atravesaba el bosque de las alimañas. El
soldado caminaba detrás de Pragun todo el tiempo, propinándole
esporádicos empujones cuando creía que la marcha iba más lento de
lo debido. El guerrero no respondió a ninguna de sus preguntas, tan
solo se aseguraba de que las sandalias de Pragun no dejaran de pisar
la tierra encharcada del camino.
Pragun miró al frente y vio que
el sendero iluminado por la fila de antorchas terminaba un poco más
allá del claro del bosque. A lo lejos, entre las sombras, pudo ver
que al otro lado del claro había más soldados de pie entre cada una
de las antorchas que marcaban la senda. El escriba no dejó de
cuestionarse para qué necesitarían sus servicios a altas horas de
la madrugada.
Caminó entre los guerreros, que
lo miraban en silencio mientras pasaba en medio de ellos. El escriba
bajó la mirada y se aseguró de no ralentizar el paso, odiaba los
empujones que no había dejado de recibir todo el camino. A pesar de
tener la vista clavada en el suelo, Pragun pudo darse cuenta de que
las armaduras de algunos presentaban magulladuras y abolladuras.
Otros soldados atendían a algunos heridos entre los árboles, y
otros pocos se apartaban del camino del escriba para que este se
apresurase. De nuevo, el soldado de detrás volvió a empujar a
Pragun, y este cayó de rodillas.
Sus manos se apoyaron en la
tierra y sintió una sensación cálida y húmeda en las palmas. De
rodillas, las contempló a la luz del fuego, y el color rojo de la
sangre brilló delante de sus ojos. Era sangre oscura, densa y
pegajosa. “Arriba”, lo levantó el molesto soldado. Mientras lo
levantaba por el brazo, Pragun se percató de que un tímido
riachuelo de sangre fluía por debajo de sus piernas. Con la mirada,
remontó el pequeño cauce hasta que su mirada se topó con una
grebas abolladas. Continuó alzando la mirada y se encontró con el
yelmo sucio y desencajado del capitán de la orden del trigo.
“Alabados sean los Altos”, fue lo que dijo tras quitarse el
yelmo. Sin mayor dilación, se acercó al escriba y lo condujo por el
camino cogiéndolo firmemente del brazo.
Dejaron atrás al soldado, y
Pragun se dejó guiar por el capitán, cuya robusta armadura resonaba
metálica con cada paso.
―¿Qué quieren de mí?
―preguntó el escriba.
El capitán se detuvo de repente
y señaló con el dedo hacia delante. Pragun vio la entrada a una
gruta iluminada débilmente por las antorchas. El riachuelo de sangre
nacía en aquella entrada.
―Por fin, la última de las
criaturas ha caído bajo nuestro acero ―comenzó a explicar el
capitán―. Nos ha dado duro, pero nosotros le hemos dado más duro
todavía para librarnos de ella para siempre. El monstruo ha elegido
ese agujero de ahí para morir. Está herido de muerte, escriba.
Acepta su derrota y su muerte, y con el poco aliento que le queda ha
solicitado los servicios de un escriba. Nuestro código es claro,
escriba, y se debe respetar la última voluntad de un digno oponente.
Y a este no le queda mucho tiempo.
―¿¡Pero, por qué...!? ¿Y
qué voy a hacer yo solo ahí dentro con el dragón?
Esta vez, el empujón se lo
propinó el capitán.
―Entra ahí dentro, escriba, y
apunta su testamento.
¡Hola Aio!
ResponderEliminarSorry, esta semana me he retrasado con la lectura...
¡Menudo comienzo! Intrigante, muy intrigante... ¿Para qué querrá un dragón a un escriba?
Una narración fluida y amena. Me has transportado a ese bosque. He podido sentir los empujones que el soldado le daba al monje (qué rabia, eh?? XD )
Ya me has dejado con ganas de saber más, aunque esta vez no tendré que esperar, jejeje que he visto que ya has colgado la segunda parte ;)
¡Un abrazo! ^^
Vaya, muchas gracias por tus palabras. Te seguiré leyendo, Carmen De Loma. Un abrazo muy fuerte.
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