La mayor parte del tiempo, la
vida de los mortales transcurre entre los límites reconfortantes de
la predictibilidad. Si alguno deja caer una piedra, esta cae sin
remedio hasta impactar con el suelo. Si alguno ve una ola tocar la
arena de la orilla, sabe que otra vendrá justo detrás a
sustituirla. Y si por cualquier razón alguno acerca demasiado la
mano al fuego, el dolor aparecerá para avisarlo del peligro que
corre. Toda causa provoca para ellos una consecuencia, todo resultado
procede de unos antecedentes conocidos. Y esto es así en su mundo,
tan mortal como predecible, precisamente el mismo mundo que vigilo
desde mi atalaya, muy tarde en el espacio, y más allá de todo
tiempo. No obstante, algunas veces, muy pocas, las reglas
presuntamente conocidas que tanto reconfortan sus vidas pueden
doblarse, plegarse, e incluso fracturarse y desaparecer por completo.
Para que este imposible tenga lugar en su mundo, tan solo han de
combinarse dos elementos que resultan ser tan peligrosos como
corrientes: la oscuridad total y el silencio absoluto. En el momento
en el que ambos se combinan, las normas pueden dejar de funcionar tal
y como las conocen, y quizás aquellas causas que tan bien conocían
antes puedan llegar a producir consecuencias... inesperadas. Si no,
fijaos en lo que le sucedió a una mortal llamada Samanta...
Samanta es una joven de veintidós
años que, aquella noche de verano, dormía plácidamente en su cama.
Si hubieseis visto su rostro, os habríais dado cuenta de la
relajación completa en la que se encontraba sumida. Respiraba
profundamente, abrazada con firmeza a su almohada, y creía que
estaba totalmente a salvo bajo las sábanas y la manta que la
protegían del frío.
Pero aquella noche en su cuarto,
la oscuridad era total y el silencio era absoluto.
Lo primero que sintió fue una
brisa fría sobre las mejillas. En la inconsciencia del sueño
profundo, su mente no reaccionó, pero sí lo hizo su cuerpo, y
Samanta se pasó la mano por el rostro para luego cambiar de lado en
la cama. Pero la calma siguiente fue breve, pues, de nuevo, la brisa
fría regresó, y esta vez sopló sobre su nuca, erizando la piel de
su delicado cuello. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y Samanta
abrió los ojos. Todo estaba a oscuras, tal y como a ella le gustaba
dormir. Sin embargo, se sentía inquieta, así que encendió la luz y
echó un vistazo al dormitorio desde su colchón. No estaba segura de
qué estaba buscando, tan solo tenía la incierta sensación de que
algo desagradable la había despertado. Aun así, todo estaba en
orden en el dormitorio. La ventana, cerrada, el armario, igual, y la
ropa, hecha un ovillo sobre la silla. El desorden habitual, nada
fuera de lo normal. No satisfecha con ello, revisó también debajo
de las sábanas e incluso debajo de la cama, pero no encontró nada
extraño en absoluto, a pesar de que se había mentalizado para
toparse con alguna cucaracha o araña.
Cuando recuperó la seguridad,
suspiró aliviada, apagó la luz y volvió a adoptar la cómoda
posición sobre el colchón con una sonrisa en la cara. Todavía le
quedaban tres horas de sueño antes de tener que levantarse. Cerró
los ojos y se dejó llevar por el sueño que regresaba como un cálida
sensación sobre todo su suave cuerpo. Se removió entre las sábanas
y asomó el pie por debajo de ellas, quedando este fuera del colchón.
Empezó a mecerlo suavemente en el aire, y se concentró plácidamente
en el vaivén mientras se iba quedando dormida.
El silencio volvió a ser
absoluto y la oscuridad, total.
El peculiar aire frío acarició
la planta del pie y heló la sangre de Samanta. Se despertó y miró
raudamente a la ventana, que seguía cerrada. Sin siquiera encender
la luz, se lanzó a los pies de la cama, recogió la sábana que
colgaba y miró debajo.
Samanta se encontró frente a
frente con una cara pálida que parecía refulgir débilmente entre
una bruma mortecina en la oscuridad. Sus ojos negros y hundidos
miraban al infinito y sus mejillas demacradas y consumidas enmarcaban
una boca encogida. Samanta se quedó helada y fue incapaz de moverse.
Aquel rostro comenzó a girarse lentamente hasta que clavó su mirada
muerta en los ojos de Samanta. La oscuridad era total, y el silencio
absoluto, hasta que, de pronto, aquel horrible ser sopló
repentinamente su aire gélido en la cara de Samanta. La chica dio un
respingo del susto y cayó torpemente sobre la moqueta. Desde que
sintió que sus rodillas tocaban el suelo, se puso de pie y salió
corriendo de su habitación. Sin detenerse, cogió móvil y llaves. Y
salió corriendo de su piso. Sin pararse, bajó por las escaleras. Y
salió de su edificio. Temblando arrancó su ciclomotor. Y salió de
su barrio.
Aquella noche, la mortal llamada
Samanta pasó la noche en casa de su hermana. Pero ya no pudo
conciliar el sueño. Al menos, no hasta bien entrada la primavera. Y
todo porque, incauta de ella, se vio una noche sumida en la oscuridad
total y el silencio absoluto.
¡Madre mía! Hoy no voy a poder dormir T-T
ResponderEliminarMe parece que eso de dormir en oscuridad total y silencio absoluto se va a acabar... XD
Me ha encantado ;)
¡Un abrazo!