“Esta noche me he vuelto a
escabullir. El corazón todavía me late deprisa, pero al final he
conseguido regresar a tiempo, antes de que se diera cuenta de que yo
faltaba. Supongo que aún no ha hecho su ronda y dentro de poco
volveré a escuchar sus pasos ensordecedores retumbando en las
alturas vertiginosas de la sala. Vendrá y echará un vistazo, como
todas las noches, para asegurarse de que no falte ninguna de
nosotras. Yo me haré la dormida, como llevo haciendo desde hace hace
siete lunas. Hasta la fecha, el truco funciona. Él es demasiado
grande y yo solo soy una más de las tantas hijas que almacena por
las noches en las altas estanterías de su palacio.
Aun así, por si acaso, siempre
escondo los grilletes rotos bajo el pelaje de mi cuerpo, y me quedo
muy quieta. Cuando escucho que se detiene ante mi posición y eleva
su farol para alumbrar, respiro profundamente y mantengo la calma.
Por suerte, momentos después, prosigue su marcha. Eso lo lleva
haciendo desde la primera noche que me fugué. A veces pienso que se
me está escapando algún detalle delator, y que sospecha algo. Si no
es así, ¿por qué siempre se detiene delante de mi estantería? No
creo que sea porque sea su favorita. Aquí tiene dónde elegir, y las
hay mucho más guapas y exuberantes. Las hay que incluso se
prestarían gustosas a sus retorcidos caprichos. No creo que haya
nada en mí como para que destaque ante sus ojos negros sin vida.
Además, todavía quedan más de cien lunas hasta que elija a su
próxima predilecta. Pensar que esa podría ser yo me pone todo el
pelaje de punta. Y quizás lo de escapar y huir no sea tan mala idea
después de todo. Aunque, no bastaría solamente con huir.
Por ahora, huyo cada noche, y
vuelvo antes del amanecer. En mi excursión de hoy he decidido
dirigirme hacia la parte baja del valle. Me encanta esa sensación de
salir de los muros de palacio y hacer algo distinto, algo que no sea
acicalar el descomunal cuerpo del Hacedor o prepararle las cinco
asquerosas y sanguinolentas comidas que hace cada día. No, cuando
estoy fuera, no hay que hacer nada de eso. Cuando estoy fuera, soy
yo, y decido yo. Siempre, lo primero que hago, después de atravesar
el agujero de la muralla, es coger una gran bocanada de aire fresco y
nocturno para después otear el panorama que tengo delante de mi
mirada ansiosa. Todo cuanto veo, lo puedo recorrer. Todo cuanto
encuentro, lo puedo explorar. Todo cuanto experimento, me hace
aprender. Lejos del castillo, lejos del Hacedor, lejos de las
cadenas; me siento bien, me siento viva, me siento yo misma. Y ojalá
me pudiera sentir así siempre.
Esta noche he recorrido más
distancia de la que tenía en mente, y casi se me echa el tiempo
encima para la vuelta. Pero la luna era esplendorosa e iluminaba con
claridad el camino que no dejaba de tentarme con flores, rocas
extrañas y riachuelos frescos. No me apetecía detenerme, tan solo
quería caminar y llegar tan lejos como pudiera. Quizás, en el
fondo, quería alejarme tanto, que luego no pudiese volver. Pero
siempre tengo que volver, o mis hermanas encadenadas lo pagarían
caro.
Mis pasos, carreras y brincos me
llevaron sin pretenderlo hasta las ruinas. Sí, esas ruinas. El
Hacedor las mencionó en una ocasión, pero solo para recordarnos
dónde había muerto de hambre la última hermana que había tenido
la osadía de escapar. Me imagino que lo hizo para tenernos
asustadas, para hacernos ver que estamos indefensas sin él y, cómo
no, para agradecerle la protección que nos brinda con las cadenas
que apenas nos dejan caminar.
Sin duda, las ruinas parecían un
lugar hostil. Primero, divisé por encima de las copas de los árboles
los restos de edificaciones destrozadas por el paso del tiempo y por
el crecimiento salvaje de la vegetación. Parecían torres de piedra,
agujereadas con una multitud de celdas en fila recta, casi como en
los panales de abejas. Había torres más altas y otras más bajas, y
me imaginé el aspecto que debían de tener en el pasado, cuando
conservaban intacto el esplendor que ahora tan solo se echaba de
menos. Al principio, tuve miedo y tenía claro que no me iba a
acercar mucho. Pero, conforme me fijaba en las edificaciones y en los
senderos que encontré entre ellas, me fui dando cuenta de que todo
era de mi escala. La curiosidad aumentó desorbitadamente y movió
mis pies. Fui saltando de rama en rama hasta que la primera de
aquellas torres estuvo a tan solo un brinco de distancia. Observé a
través de uno de los boquetes del muro destrozado y fue asombroso.
Los umbrales de las puertas, los asientos de madera astillada, los
escalones de azulejos agrietados... Todo parecía hecho a mi medida.
Todo estaba fabricado para seres de mi estatura, y no para colosos
descomunales como el Hacedor.
No pude resistirme, y di el
brinco que me separaba del la torre destrozada para colarme de un
salto por el hueco del muro. Cuando aterricé en el suelo frío y
sucio, me vi dentro de aquella sala derruida, y me abrumó la
sensación de encajar en el espacio y de no sentirme como una hormiga
insignificante en un mundo palaciego gigantesco que no está hecho
para mí. Aquellas ruinas de aquel mundo perdido de torres de piedra
parecía hecho para mí. Y quise conocer más de él”.
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