jueves, 17 de julio de 2014

Ojos negros, colmillos blancos (Primera parte de dos)

Esta noche me he vuelto a escabullir. El corazón todavía me late deprisa, pero al final he conseguido regresar a tiempo, antes de que se diera cuenta de que yo faltaba. Supongo que aún no ha hecho su ronda y dentro de poco volveré a escuchar sus pasos ensordecedores retumbando en las alturas vertiginosas de la sala. Vendrá y echará un vistazo, como todas las noches, para asegurarse de que no falte ninguna de nosotras. Yo me haré la dormida, como llevo haciendo desde hace hace siete lunas. Hasta la fecha, el truco funciona. Él es demasiado grande y yo solo soy una más de las tantas hijas que almacena por las noches en las altas estanterías de su palacio.


Aun así, por si acaso, siempre escondo los grilletes rotos bajo el pelaje de mi cuerpo, y me quedo muy quieta. Cuando escucho que se detiene ante mi posición y eleva su farol para alumbrar, respiro profundamente y mantengo la calma. Por suerte, momentos después, prosigue su marcha. Eso lo lleva haciendo desde la primera noche que me fugué. A veces pienso que se me está escapando algún detalle delator, y que sospecha algo. Si no es así, ¿por qué siempre se detiene delante de mi estantería? No creo que sea porque sea su favorita. Aquí tiene dónde elegir, y las hay mucho más guapas y exuberantes. Las hay que incluso se prestarían gustosas a sus retorcidos caprichos. No creo que haya nada en mí como para que destaque ante sus ojos negros sin vida. Además, todavía quedan más de cien lunas hasta que elija a su próxima predilecta. Pensar que esa podría ser yo me pone todo el pelaje de punta. Y quizás lo de escapar y huir no sea tan mala idea después de todo. Aunque, no bastaría solamente con huir.



Por ahora, huyo cada noche, y vuelvo antes del amanecer. En mi excursión de hoy he decidido dirigirme hacia la parte baja del valle. Me encanta esa sensación de salir de los muros de palacio y hacer algo distinto, algo que no sea acicalar el descomunal cuerpo del Hacedor o prepararle las cinco asquerosas y sanguinolentas comidas que hace cada día. No, cuando estoy fuera, no hay que hacer nada de eso. Cuando estoy fuera, soy yo, y decido yo. Siempre, lo primero que hago, después de atravesar el agujero de la muralla, es coger una gran bocanada de aire fresco y nocturno para después otear el panorama que tengo delante de mi mirada ansiosa. Todo cuanto veo, lo puedo recorrer. Todo cuanto encuentro, lo puedo explorar. Todo cuanto experimento, me hace aprender. Lejos del castillo, lejos del Hacedor, lejos de las cadenas; me siento bien, me siento viva, me siento yo misma. Y ojalá me pudiera sentir así siempre.



Esta noche he recorrido más distancia de la que tenía en mente, y casi se me echa el tiempo encima para la vuelta. Pero la luna era esplendorosa e iluminaba con claridad el camino que no dejaba de tentarme con flores, rocas extrañas y riachuelos frescos. No me apetecía detenerme, tan solo quería caminar y llegar tan lejos como pudiera. Quizás, en el fondo, quería alejarme tanto, que luego no pudiese volver. Pero siempre tengo que volver, o mis hermanas encadenadas lo pagarían caro.



Mis pasos, carreras y brincos me llevaron sin pretenderlo hasta las ruinas. Sí, esas ruinas. El Hacedor las mencionó en una ocasión, pero solo para recordarnos dónde había muerto de hambre la última hermana que había tenido la osadía de escapar. Me imagino que lo hizo para tenernos asustadas, para hacernos ver que estamos indefensas sin él y, cómo no, para agradecerle la protección que nos brinda con las cadenas que apenas nos dejan caminar.



Sin duda, las ruinas parecían un lugar hostil. Primero, divisé por encima de las copas de los árboles los restos de edificaciones destrozadas por el paso del tiempo y por el crecimiento salvaje de la vegetación. Parecían torres de piedra, agujereadas con una multitud de celdas en fila recta, casi como en los panales de abejas. Había torres más altas y otras más bajas, y me imaginé el aspecto que debían de tener en el pasado, cuando conservaban intacto el esplendor que ahora tan solo se echaba de menos. Al principio, tuve miedo y tenía claro que no me iba a acercar mucho. Pero, conforme me fijaba en las edificaciones y en los senderos que encontré entre ellas, me fui dando cuenta de que todo era de mi escala. La curiosidad aumentó desorbitadamente y movió mis pies. Fui saltando de rama en rama hasta que la primera de aquellas torres estuvo a tan solo un brinco de distancia. Observé a través de uno de los boquetes del muro destrozado y fue asombroso. Los umbrales de las puertas, los asientos de madera astillada, los escalones de azulejos agrietados... Todo parecía hecho a mi medida. Todo estaba fabricado para seres de mi estatura, y no para colosos descomunales como el Hacedor.



No pude resistirme, y di el brinco que me separaba del la torre destrozada para colarme de un salto por el hueco del muro. Cuando aterricé en el suelo frío y sucio, me vi dentro de aquella sala derruida, y me abrumó la sensación de encajar en el espacio y de no sentirme como una hormiga insignificante en un mundo palaciego gigantesco que no está hecho para mí. Aquellas ruinas de aquel mundo perdido de torres de piedra parecía hecho para mí. Y quise conocer más de él”.

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