El perro se quedó quieto con la
mirada clavada en los faros del vehículo que acababa de detenerse a
apenas unos centímetros de su hocico. Mike dio un golpe con la mano
en el volante cuando por fin se detuvo el coche, y tranquilizó a su
novia, que todavía mantenía los ojos cerrados temerosa de que
hubiesen aplastado al animal indefenso. “No pasa nada, Moira”, la
consoló él. “Mira, ya se va”. El perro retomó su marcha y se
dirigió a la acera más próxima, controlando como podía el temblor
de sus cuartos traseros. “¿Por qué camina así?”, preguntó
ella. “Se ha llevado un buen susto, nada más. Pero está bien”.
“Pobre animal”, concluyó la chica, con tristeza.
Ellos también prosiguieron su
camino hacia las oficinas donde la joven tendría la segunda
entrevista de trabajo de aquel mes. En uno de los cruces de la
ciudad, pasaron al lado de dos coches que se habían apartado de la
circulación tras haber chocado. Ambos conductores discutían
acaloradamente intentando ponerse de acuerdo en quién de los dos se
había saltado la prioridad de paso. Moira y Mike bromearon. “De no
haber sido por aquel perro, a lo mejor seríamos nosotros quienes
estaríamos discutiendo con ese tipo barrigón de ahí”, bromeó
él, también en un intento de calmar los nervios de ella. Cuando
llegaron al complejo de oficinas, Mike le deseó suerte a su novia,
se despidió de ella con un largo beso en los labios y luego arrancó
hacia su trabajo dejándola a ella a su suerte.
De pie sobre la acera, Moira
mantuvo el equilibrio sobre sus tacones mientras los demás
transeúntes pasaban de un lado para otro presurosos por llegar a
donde quiera que fuesen. Se estiró la falda y empezó a recorrer el
trecho de acera hasta la plaza que se situaba entre los edificios de
oficinas. Los nervios nublaron su memoria y olvidó el número del
portal de la agencia de viajes donde iban a entrevistarla. Justo
entonces, se fijó en un chico que se acercaba a ella. Caminaba
distraído mientras sorbía su café. Llevaba una carpeta bajo el
brazo y vestía camisa y corbata. Moira supuso que debía de ser unos
de los oficinistas de algún bloque cercano, así que le preguntó
dónde estaba el portal que estaba buscando.
Steve la informó con amabilidad,
se despidió y se dirigió hacia su edificio. Justo antes de terminar
de abrir la puerta, el joven miró a un lado y vio a Karen al otro
lado de la plaza. Su corazón le dio un vuelco y tardó en
convencerse a sí mismo de que realmente se trataba de ella. Por
mucho que parpadeara, su imagen no desaparecía. Realmente ella
estaba allí, su gran amor de sus años universitarios. Steve volvió
a cerrar la puerta, tiró el café en la papelera que encontró al
lado de un parterre y fue al trote al encuentro con Karen. Steve
nunca olvidará cómo se iluminó la cara de la chica cuando lo
reconoció. De verdad se alegraba de verlo. Tras los saludos efusivos
del principio, ella lo invitó a tomar un café. Steve optó por no
confesar que se acababa de tomar uno y “me encantaría” fue la
mejor respuesta que se le pudo ocurrir.
Steve perdió la noción del
tiempo en la terraza de aquella cafetería, pero desde luego había
sobrepasado con creces la duración de su descanso de media mañana.
La conversación fue muy agradable, y todo parecía ir sobre ruedas
hasta que Karen mencionó a su novio. Entonces, Steve se recolocó en
la silla y reordenó las expectativas que se había generado con
aquel reencuentro. De repente, Steve dejó de sentirse tan cómodo y
no tardó demasiado en excusarse diciendo que tenía que volver al
trabajo para así poder pedir la cuenta de una vez. Los cafés no
eran muy caros, pero, tras insistir en que pagaba él, se dio cuenta
de que únicamente podía pagar con un billete de cincuenta.
Raph, el camarero, cuando vio con
qué le iban a pagar, sintió ganas de pedirle un billete más
pequeño, pero después de la última discusión que había mantenido
con un cliente, su puesto de trabajo estaba en juego y debía
mostrarse siempre lo más amable posible. Reprimió sus impulsos de
gritarle a aquel oficinista patoso que estaba intentando ligar con
aquella chica despampanante y se llevó el billete hasta la caja
registradora de la cafetería. Aun así, Raph llevó a cabo su
pequeña venganza dándole la vuelta con una inmensidad de monedas.
“Vaya, con razón han tardado en traer la vuelta”, bromeó Karen.
Steve tampoco se quejó al camarero. No quería parecer un quejica
delante de ella. De modo que empezó a recolectar las monedas hasta
que una de ellas se le cayó al suelo y salió rodando hasta los pies
de un niño pecoso que andaba jugando en la plaza con un balón.
“¡Hey, chaval!”, acertó a
decirle Steve. Pero el niño solamente se limitó a reclinarse, coger
la moneda y salir corriendo. Aquel pequeño sabía exactamente cómo
gastárselo.
Y es que al pequeño Billy le
encantaban los petardos. Y con aquella moneda, le había dado para
unos cuantos. De modo que Billy se pasó el resto de la mañana
tirando sus pequeños explosivos para asustar a los incautos que se
detenían para cruzar por el paso de peatones. Ya solo le quedaba un
petardo, y había encontrado a la víctima perfecta. Un hombre
sudoroso vestido de negro que esperaba nervioso a poder cruzar.
Parecía muy nervioso y no soltaba el maletín negro al que se
abrazaba como si la vida le fuese en ello. El pequeño Billy sabía
que de allí podía salir un buen susto. Cuando se dispuso a encender
el petardo, una mano apareció de repente y le quitó el mechero de
las manos. Cuando el pequeño Billy miró, se encontró con un
policía justo a su lado, que sostenía su mechero entre los dedos.
“Conque petardos, ¿eh? ¿No deberías estar en el colegio?”, le
preguntó al tiempo que lo cogía del brazo. El agente estaba
decidido a descubrir quiénes eran sus padres cuando unos gritos lo
alertaron. Al alzar la vista, el agente vio a una señora gritando.
“¡Le han robado el maletín!”, repetía una y otra vez,
desgañitándose. El agente Merino localizó al delincuente
alejándose por un callejón, así que emprendió la carrera y fue
tras él.
La persecución le llevó más de
lo que esperaba, pero es que aquel ladrón de medio pelo corría y
sorteaba obstáculos como pocos. Afortunadamente, aquella valla cedió
a su peso y cayó redondo en el suelo, con el maletín roto y abierto
a su lado.
A pesar de su heroicidad, el
agente de policía no recibió ninguna felicitación en la comisaría.
El sargento le roció con una dura reprimenda de crueles palabras. El
agente Merino había llegado tarde y la unidad que iba a escoltar al
embajador extranjero había tenido que salir sin él.
El agente Merino agachó la
cabeza y miró de reojo al vagabundo esposado. Se preguntó si había
merecido la pena. Él creyó que sí. De todas maneras, poca
diferencia iba a haber si el embajador contaba con un efectivo más o
menos en su cuerpo de protección.
Pero la bala del francotirador
terminó siendo certera y atravesó el cráneo del embajador. Su
muerte fue instantánea y capturaron al tirador al día después. El
gobierno extranjero culpaba a la organización del cuerpo de
protección de la nación, por no haber contado con la cantidad de
hombres necesaria. El gobierno de la nación se defendía arguyendo
que el embajador también había contado con su propio cuerpo de
protección y que ellos tampoco habían podido hacer nada para
salvarlo. Ante la falta de entendimiento, los radicales del país
extranjero se tomaron la justicia por su mano y asesinaron al
embajador nacional y a su familia. Desde dentro de las fronteras se
pidió justicia y colaboración para encontrar a los asesinos, pero
el gobierno extranjero no se mostró dispuesto a ayudar, y pronto no
hubo más remedio que recurrir al ejército.
La balas intentaban solucionar lo
que no habían solucionado las palabras y los dos países entraron en
guerra. Los enfrentamientos se recrudecieron y todo parecía abocado
a la total aniquilación mutua. Los soldados empezaron a escasear y
ya no quedaban dedos para apretar gatillos, de modo que se adoptaron
medidas más radicales y contundentes.
Un perro, refugiado en una acera,
observó el destello brillante en el horizonte. La nube, con forma de
seta, se elevaba desde el suelo hasta muy alto en el cielo. Pero al
perro no le daba miedo. Lo que de verdad le daba pánico era volver a
poner una pata sobre el asfalto.
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