El surco que había dejado sobre
la tierra terminaba justo en la boca de aquel agujero en la ladera, a
los pies de la arboleda mustia y deshojada. Se trataba del rastro
evidente de un cuerpo que había sido arrastrado a la fuerza. A lo
largo del recorrido, se podían encontrar marcas de pataleos y golpes
de talón, señal inequívoca de que Geomi se había resistido. Sin
embargo, las huellas que más desconcertaban a Seoum eran las de las
innumerables patas diminutas que había alrededor.
Seoum se aproximó a la abertura
oscura y bajó la cabeza para mirar dentro. Era lo suficientemente
amplio como para entrar a gachas. Encendió la luz de la linterna y
la paseó por las paredes irregulares de tierra y piedras. El foco de
luz se detuvo en el suelo, a tan solo unos centímetros en el
interior. Justo en ese punto, iluminado por la linterna, se
encontraba uno de los pendientes de Geomi. Seoum apretó los dientes
y se frotó los dedos entre sí mientras iba acumulando el valor
necesario para meter su mano dentro del agujero. Suspiró
profundamente y, sin demorar la decisión más de lo debido,
introdujo la mano repentinamente para recuperar el pendiente. Intentó
cogerlo y sacar la mano lo más rápido posible, pero el pendiente
estaba adherido a una sustancia pegajosa y elástica que tiró de él
y provocó que se le escapara de las manos. Seoum dio un respingo y
cayó de espaldas. Se alejó del agujero y se puso de pie de un
impulso mientras se sacudía y se agitaba, presa del pánico. Pensaba
que una araña le recorría el brazo. A los pocos segundos, se dio
cuenta de que tan solo había sido una reacción de histeria y volvió
a recuperar el control de sí mismo.
Seoum se pasó la mano por el
pelo y se preguntó a sí mismo cómo rayos sería capaz de bajar ahí
para rescatar a Geomi.
Pero debía hacerlo. De un modo u
otro, tenía que hacerlo, aunque una multitud de arácnidos
terminaran correteando por todo su cuerpo para hundir sus venenosos
colmillos negros en su piel.
Le
flojearon las piernas cuando abrió el maletero de su todoterreno y
recogió la cuerda. Casi como si su cuerpo fuese en piloto
automático, dejó que sus manos ataran un extremo de la cuerda al
tronco más próximo al agujero, y el otro extremo alrededor de la
cintura. Recogió la linterna del suelo y se aseguró cuatro veces de
que seguía funcionando. Se introdujo las patas del pantalón dentro
de los calcetines y se cerró la cremallera de su abrigo hasta que el
cierre llegó hasta la barbilla. Se acomodó un cuchillo entre el
cinturón y el pantalón y se quedó de pie, quieto delante del
agujero, y mantuvo silencio.
Dedicó unos instantes a
reflexionar y sopesó lo que estaba a punto de hacer. “¿De verdad
que creo que unos bichos la han arrastrado ahí?”, se cuestionó a
sí mismo. Sin duda, era el único que lo pensaba. Nadie le había
hecho caso: ni su familia, ni la policía, ni sus amigos... Tan solo
Seoum sabía dónde estaba Geomi. Y solamente él podía ir en su
rescate.
“Solo yo puedo hacer esto”,
pensó, en un intento de darse ánimos mientras se agachaba ante la
entrada oscura y estrecha. La piel se le erizó y los ojos le
bailaron sin control cuando comprobó que efectivamente estaba siendo
capaz de entrar. Un cosquilleo le empezó a recorrer la nuca y le
bajó por la espalda, pero esta vez Seoum mantuvo la calma. Se
convenció de que tan solo eran imaginaciones suyas. Se arrastró
hasta que superó la entrada y pudo ponerse de pie al otro lado.
Iluminó en todas direcciones y se encogió de hombros, como si de un
momento a otro, ocho patas peludas le fuesen a saltar del techo
directamente a la cara. Seoum se sintió indefenso, expuesto y sin
posibilidad de defensa alguna. Intentó buscar protección
acercándose a una de las paredes, pero, cuando posó la palma de la
mano en ella, notó la escalofriante caricia de los hilos invisibles
de la telaraña. Su cuerpo se quedó paralizado del miedo y apartó
la mano con la velocidad del rayo. “Desde luego, la pared no es un
buen sitio al que acercarse”, concluyó.
Cuando se sacudió la mano contra
el pantalón, tocó algo pegado a una de las piernas. El pavor se
adueñó de él y no estaba seguro de si deseaba mirar hacia abajo.
Una vez más, acercó la mano al pantalón y notó el tacto de algo
ajeno que tenía encima. Decidió poner fin cuanto antes a la
incertidumbre y lanzó una mirada fugaz. Tenía el pantalón
recubierto de tela blanca de araña y, justo por encima de la
rodilla, encontró lo que había palpado hacía unos segundo: el
pendiente de Geomi. Al entrar a rastras se le había quedado pegado a
la tela.
Su corazón recuperó el latido
normal. Se guardó el pendiente en el bolsillo y alumbró hacia
delante, por donde la gruta continuaba su recorrido. Seoum empezó a
recorrerlo con paso lento y tembloroso, manteniéndose todo lo lejos
posibles de paredes e iluminando coda rincón y recoveco en busca de
ocho patas moviéndose.
De
pronto, una fría brisa que subió desde las profundidades oscuras y
desconocidas trajo consigo un quejido lastimero, débil y femenino,
propio de alguien que se debate entre la conciencia y la
inconciencia. Seoum quiso llamar a Geomi, pero no estaba seguro de si
sería buena idea. “No sé si llamaría la atención de esas
cosas”, dudó. Seoum lanzó una última mirada hacia atrás, para
asegurarse de que el camino de huida seguía ahí y de que la cuerda
no se había quedado enganchada. Tras comprobarlo, asintió
satisfecho, suspiró y siguió introduciéndose más en la oscuridad
llena de telarañas. Caminó en silencio hasta que un extraño ruido
lo obligó a detenerse. Se trataba de algo voluminoso que se movía y
se esforzaba por encajar sus enormes patas en las estrecheces de la
oscuridad. Algo grande, algo peludo, algo venenoso se acomodaba a las
esquinas en tinieblas a la espera de que su próxima presa estuviese
a alcance. Seoum supo inmediatamente que esa vez no se trataba de su
aracnofobia jugándole una mala pasada.
De modo que apagó la linterna,
cogió el cuchillo y lo sostuvo tembloroso delante de él.
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