jueves, 10 de julio de 2014

Nido de arañas

El surco que había dejado sobre la tierra terminaba justo en la boca de aquel agujero en la ladera, a los pies de la arboleda mustia y deshojada. Se trataba del rastro evidente de un cuerpo que había sido arrastrado a la fuerza. A lo largo del recorrido, se podían encontrar marcas de pataleos y golpes de talón, señal inequívoca de que Geomi se había resistido. Sin embargo, las huellas que más desconcertaban a Seoum eran las de las innumerables patas diminutas que había alrededor.

Seoum se aproximó a la abertura oscura y bajó la cabeza para mirar dentro. Era lo suficientemente amplio como para entrar a gachas. Encendió la luz de la linterna y la paseó por las paredes irregulares de tierra y piedras. El foco de luz se detuvo en el suelo, a tan solo unos centímetros en el interior. Justo en ese punto, iluminado por la linterna, se encontraba uno de los pendientes de Geomi. Seoum apretó los dientes y se frotó los dedos entre sí mientras iba acumulando el valor necesario para meter su mano dentro del agujero. Suspiró profundamente y, sin demorar la decisión más de lo debido, introdujo la mano repentinamente para recuperar el pendiente. Intentó cogerlo y sacar la mano lo más rápido posible, pero el pendiente estaba adherido a una sustancia pegajosa y elástica que tiró de él y provocó que se le escapara de las manos. Seoum dio un respingo y cayó de espaldas. Se alejó del agujero y se puso de pie de un impulso mientras se sacudía y se agitaba, presa del pánico. Pensaba que una araña le recorría el brazo. A los pocos segundos, se dio cuenta de que tan solo había sido una reacción de histeria y volvió a recuperar el control de sí mismo.

Seoum se pasó la mano por el pelo y se preguntó a sí mismo cómo rayos sería capaz de bajar ahí para rescatar a Geomi.

Pero debía hacerlo. De un modo u otro, tenía que hacerlo, aunque una multitud de arácnidos terminaran correteando por todo su cuerpo para hundir sus venenosos colmillos negros en su piel.

Le flojearon las piernas cuando abrió el maletero de su todoterreno y recogió la cuerda. Casi como si su cuerpo fuese en piloto automático, dejó que sus manos ataran un extremo de la cuerda al tronco más próximo al agujero, y el otro extremo alrededor de la cintura. Recogió la linterna del suelo y se aseguró cuatro veces de que seguía funcionando. Se introdujo las patas del pantalón dentro de los calcetines y se cerró la cremallera de su abrigo hasta que el cierre llegó hasta la barbilla. Se acomodó un cuchillo entre el cinturón y el pantalón y se quedó de pie, quieto delante del agujero, y mantuvo silencio.

Dedicó unos instantes a reflexionar y sopesó lo que estaba a punto de hacer. “¿De verdad que creo que unos bichos la han arrastrado ahí?”, se cuestionó a sí mismo. Sin duda, era el único que lo pensaba. Nadie le había hecho caso: ni su familia, ni la policía, ni sus amigos... Tan solo Seoum sabía dónde estaba Geomi. Y solamente él podía ir en su rescate.

Solo yo puedo hacer esto”, pensó, en un intento de darse ánimos mientras se agachaba ante la entrada oscura y estrecha. La piel se le erizó y los ojos le bailaron sin control cuando comprobó que efectivamente estaba siendo capaz de entrar. Un cosquilleo le empezó a recorrer la nuca y le bajó por la espalda, pero esta vez Seoum mantuvo la calma. Se convenció de que tan solo eran imaginaciones suyas. Se arrastró hasta que superó la entrada y pudo ponerse de pie al otro lado. Iluminó en todas direcciones y se encogió de hombros, como si de un momento a otro, ocho patas peludas le fuesen a saltar del techo directamente a la cara. Seoum se sintió indefenso, expuesto y sin posibilidad de defensa alguna. Intentó buscar protección acercándose a una de las paredes, pero, cuando posó la palma de la mano en ella, notó la escalofriante caricia de los hilos invisibles de la telaraña. Su cuerpo se quedó paralizado del miedo y apartó la mano con la velocidad del rayo. “Desde luego, la pared no es un buen sitio al que acercarse”, concluyó.

Cuando se sacudió la mano contra el pantalón, tocó algo pegado a una de las piernas. El pavor se adueñó de él y no estaba seguro de si deseaba mirar hacia abajo. Una vez más, acercó la mano al pantalón y notó el tacto de algo ajeno que tenía encima. Decidió poner fin cuanto antes a la incertidumbre y lanzó una mirada fugaz. Tenía el pantalón recubierto de tela blanca de araña y, justo por encima de la rodilla, encontró lo que había palpado hacía unos segundo: el pendiente de Geomi. Al entrar a rastras se le había quedado pegado a la tela.

Su corazón recuperó el latido normal. Se guardó el pendiente en el bolsillo y alumbró hacia delante, por donde la gruta continuaba su recorrido. Seoum empezó a recorrerlo con paso lento y tembloroso, manteniéndose todo lo lejos posibles de paredes e iluminando coda rincón y recoveco en busca de ocho patas moviéndose.

De pronto, una fría brisa que subió desde las profundidades oscuras y desconocidas trajo consigo un quejido lastimero, débil y femenino, propio de alguien que se debate entre la conciencia y la inconciencia. Seoum quiso llamar a Geomi, pero no estaba seguro de si sería buena idea. “No sé si llamaría la atención de esas cosas”, dudó. Seoum lanzó una última mirada hacia atrás, para asegurarse de que el camino de huida seguía ahí y de que la cuerda no se había quedado enganchada. Tras comprobarlo, asintió satisfecho, suspiró y siguió introduciéndose más en la oscuridad llena de telarañas. Caminó en silencio hasta que un extraño ruido lo obligó a detenerse. Se trataba de algo voluminoso que se movía y se esforzaba por encajar sus enormes patas en las estrecheces de la oscuridad. Algo grande, algo peludo, algo venenoso se acomodaba a las esquinas en tinieblas a la espera de que su próxima presa estuviese a alcance. Seoum supo inmediatamente que esa vez no se trataba de su aracnofobia jugándole una mala pasada.

De modo que apagó la linterna, cogió el cuchillo y lo sostuvo tembloroso delante de él.

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