jueves, 8 de mayo de 2014

Mejor haber amado y haber perdido...

Día 1
Esa mañana decidió no levantarse de la cama. Enredado entre las sábanas, abrazó con fuerza la almohada, tristemente consciente de que, por muy mullida que esta fuera, no le iba a devolver el sentido abrazo ni a decirle “te quiero” al oído. No. Era imposible. Aun así, la abrazó con todas sus ganas y deseó volver a escuchar aquellas palabras pronunciadas por la voz que tanto echaba de menos. La noche anterior había soñado con ella, como siempre. Como todas las noches. En la ensoñación había vuelto a sentir sus dulces labios sobre los suyos, y pudo deleitarse con la suavidad del beso y percibir vivamente cómo se le aceleraba el pulso por el amor que nublaba su juicio. Disfrutó de aquel falso momento, hasta que despertó. Parpadeó varias veces y suspiró profundamente, como era de esperar. Delante de sus ojos, la radiante luz del día se colaba por las rendijas de la ventana cerrada.

“Debería levantarme”, pensó. Pero el calor de la cama le parecía reconfortante. Tenía la sensación de que si abandonaba el lecho, se iba a quedar indefenso y expuesto, lejos de la calidez que lo mantenía a salvo, y que tanto le recordaba el calor humano que una vez compartió con ella. No. No quería dejar de sentir esa sensación cálida, aunque fuese en la absoluta soledad de su dormitorio.

Pasaron las horas y se mantuvo despierto, dándole vueltas a la cabeza. El móvil zumbó. Primero, fueron unos mensajes. “¿Dónde diablos estás hoy?”, preguntaban desde el trabajo. Él no hizo caso y siguió abrazado a la almohada; recordando, rememorando... El beso había sido tan real... Pronto, el móvil volvió a vibrar, esta vez insistentemente. Lo estaban llamando, pero él no contestó. Le daba igual. Todo le daba igual. Aquel beso había sido tan real... Trató de dormir de nuevo para intentar repetir el sueño, pero solo logró recuperar pedazos sueltos de momentos perdidos en el tiempo, instantes que no iban a regresar por mucho que él se empeñase.

Entre sueño y sueño, perdió la cuenta de las veces que oyó el móvil. Decidió dejarlo a su aire y ni siquiera molestarse en mirar quién era. Todo daba igual. El beso había sido tan real...

Semana 2
La ventana seguía cerrada, y la cama seguía sin hacer. El móvil parpadeaba, con más de veinte llamadas perdidas y doscientos mensajes sin leer. Era por la tarde, y ahora se refugiaba en la tele del salón. Apretaba el botón del mando a distancia con el mismo ritmo monótono del paso de los segundos. En un canal había una presentadora con el nombre de ella, en otro canal anunciaban el perfume de ella, en el siguiente promocionaban la película favorita de ella, en otro aparecía un coche del mismo modelo que el de ella... Ella. Por todas partes, ella. No. Era demasiado para él. Apagó la tele y se abrazó a sus rodillas.

Hacía unos días que estaba comiendo poco y a deshoras. “Debería comer algo”, pensó, girando al cabeza en dirección a la cocina. Pero la mera idea de alimentarse hizo que el estómago le diera un vuelco y sintiera ganas de vomitar. No. Se convenció de que no le iba a sentar bien. Incluso creyó que debía comer menos aun, pues no quería ganar peso por si ella lo volvía a ver algún día. “No querrá volver conmigo si echo barriga”, se dijo a sí mismo. De modo que, en silencio, siguió abrazado a sus piernas un rato y luego se acurrucó en el sofá para dormir otro poco. Ansiaba volver a soñar con su amor perdido. Era el único modo que le quedaba para que los dos volviesen a estar juntos.

Mes 3
¿Era jueves? ¿O acaso ya era sábado? No estaba del todo seguro. La barriga le rugía hueca y le costaba enfocar la vista con claridad. Se frotó los ojos mientras se incorporaba en su sofá después de haber pasado la noche allí. Le dolía la espalda y el cuello. Sintió mareos y tuvo que darse un momento hasta que todo a su alrededor se aclaró. Cuando se dio cuenta de que acababa de despertarse, trató de recordar el sueño de la noche anterior, en busca de algún recuerdo de ella. Pero no consiguió recordar nada en concreto. Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula cuando miró y se la encontró sentada a su lado.

“¿Estoy soñando?”, se preguntó. Ella estaba sentada allí, radiante y con la vista clavada al frente. Él se fijó en sus dulces labios, su brillante pelo, sus sensuales hombros... Estaba más guapa que nunca. Se sintió disminuido y poca cosa. Disimuladamente, él trató de ponerse bien el pelo. Debía de estar horrible. Incluso se avergonzó, pues había descuidado su aseo personal en todo este tiempo. “Hola”, llegó a decirle a ella con voz temblorosa, y sin atreverse a mirarla directamente. No sabía si eso la incomodaría. No quería incomodarla. No quería que se fuera. “No, otra vez no. Por favor. Otra vez, no. No te vayas”, deseó para sí mismo, y sin mirarla.

Cuando parpadeó por tercera vez, ella ya había desaparecido y él se quedó solo de nuevo, mirando un hueco vacío en su sofá. Se secó las lágrimas y sorbió el moco. “Quizás ha llegado el momento de hacer algo”, reflexionó. Arrastrando los pies, se acercó al móvil que había dejado sobre la mesa de la cocina. Ignoró el aluvión de mensajes de amigos preocupados y de jefes enfadados, y fue directamente en busca de su número. Estaba decidido a enviarle un mensaje. Todavía no sabía qué iba a decirle, pero, al menos, quería saber de ella. Entonces, vio su foto en el perfil de la aplicación. “¿Quién es ese?”, se preguntó. Alguien aparecía junto a ella en la foto. “¿Quién es ese...? Yo conozco a ese tipo. Yo lo conozco. Yo sé quién es. Incluso recuerdo sus palabras de ánimo cuando lo dejamos. Yo conozco a ese tío. Y le está dando la mano ¿Por qué le está dando la mano...?”. Hablaba él consigo mismo, resistiéndose a comprender la clara evidencia que le estaba mostrando aquella imagen. El fuego brotó de sus entrañas como un géiser e impulsó sus brazos. Lanzó el móvil con todas sus fuerzas y lo estrelló contra el suelo, partiéndolo en mil pedazos. De repente, sintió la urgencia de gritar. Necesitaba gritar como si necesitara vomitar. Sentía que le sobrevenía el impulso desesperado. Corriendo, fue al salón y apretó uno de los cojines del sofá contra el rostro. Allí, descargó su grito, silenciado por el cojín como el lamento de un alma en pena atormentada. Gritó, lloró, se lamentó y rodó por el suelo. Y la tarde se hizo noche, y su pena se hizo cansancio, y sus lágrimas se gastaron quedando atrás tan solo una pregunta: “¿Por qué? ¿Por qué no puedo olvidarte?”.

Buscó consuelo en algún recuerdo, en alguna idea... “Mejor haber amado y haber perdido, que jamás haber amado”. Aquella cita se le había venido a la mente, y nunca antes le había parecido tan cruel. Perdió la vista en el techo. Y luego miró a la puerta. “Quizás debería salir e ir a buscarla”, se planteó. Pero volvió a recordar su foto en el móvil. Ella aparecía sonriente, y se la veía feliz. Buscarla, encontrarla y hablar con ella tan solo traería de vueltas lamentos pasados que harían que ella sufriera sin necesidad. No. Él no quería eso. “Está mejor sin mí”. Dejó de mirar la puerta y volvió a perder la mirada en el techo.

Esa vez, se quedó dormido con los ojos abiertos. Y a día de hoy, todavía no ha despertado.

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