“Todo es culpa de esa maldita
hechicera”, se quejaba Deuto, embutiéndose en las estrecheces de
una grieta en la que le era imposible girar la cabeza para mirar
atrás. Su espada envainada se enganchaba de vez cuando en algún
recoveco de la pared irregular y porosa, y Deuto se las tenía que
apañar para retroceder unos pasos, desengancharse y continuar con la
marcha. El humo de la antorcha se mezclaba con la humedad de la gruta
y enralecía aún más el aire, ya de por sí estancado. Al menos ya
podía ver la abertura a unos pocos pasos de distancia. En el último
trecho, tuvo que tirar de sí mismo para poder verse fuera, de una
vez por todas, de aquel pasaje angosto. Se pasó el dorso de la mano
por la nariz para enjugar la gota de sudor que le caía y desenvainó
la espada. Notó pegajosa la empuñadura. Su mano todavía tenía
restos de la sangre de Nore.
“Descuida, compañero, y
descansa”, susurró, dirigiéndose a su amigo ausente. “Tu hija
no lo sabrá nunca”.
En su cabeza, empezó a
imaginarse cómo llevaría a cabo el ataque contra la criatura. Se
abalanzaría sobre el monstruo de repente. Disponer del factor
sorpresa seguía siendo la mejor opción. Por ello, Deuto había
evitado transitar por las cámaras principales de la cueva y había
decidido dar un rodeo, apretujándose por los recovecos que formaban
enormes rocas macizas entre sí. Ahora, se encontraba sobre un
peñasco en la parte más alta de la cámara más profunda. A su
alrededor, multitud de hilillos de agua fluían por todas las paredes
de roca desnuda, y caían hacia el lago celeste de abajo. Un
mortecino fulgor azulado emanaba del agua que fluía hasta al fondo.
Aquella iluminación tenue resultaba suficiente, y Deuto apagó la
antorcha sumergiéndola en un charco a su lado. Con cautela, se puso
a gatas y se acercó al borde del peñasco. Al mirar hacia abajo,
encontró al monstruo.
Estaba en la orilla del lago
subterráneo. El agua estaba tranquila y brillaba con una bruma
refulgente que lo inundaba todo y no dejaba ver el suelo. La criatura
estaba encorvada y de espaldas. Deuto se fijó en su lomo,
fuertemente acorazado con escamas verdes iridiscentes. Despacio y con
calma, Deuto se afianzó en su escondite y siguió examinando el
cuerpo de su enemigo. Recorrió con la mirada las protuberancias de
su arqueada columna vertebral y descendió hasta donde se originaba
la cola. Justo allí, se encontraba su único punto débil: una
estrecha franja de negra carne desnuda.
“Debéis atacar justo en ese
punto”, había recomendado insistentemente el Consejo de Ancianos
en el poblado, mientras Nore y Deuto se armaban con espadas y
escudos. “Si atacáis otra parte de la bestia, el final puede ser
trágico para todos”. Los dos guerreros habían asentido en aquel
momento, en silencio y con el ceño fruncido. Luego, compartieron una
mirada de preocupación y emprendieron la carrera en busca de la
primera criatura: aquel monstruo iguana que se había refugiado en la
Gruta de las Ánimas de Cobalto.
“El futuro de nuestro poblado
depende de vuestro valor, y del filo de vuestras espadas certeras”,
se despidieron las ancianos, consternados después de que la aldea
hubiese sufrido las tristes consecuencias de la magia oscura de
Arkinandra.
Deuto afianzó la empuñadura del
arma y la elevó ligeramente del suelo, para recordar su peso. Estiró
los hombros y pisó con firmeza con la punta de sus botas. De pronto,
la bestia erizó su cresta y alzó la mirada. Ronroneó y gorjeó.
Esta vez, su llamada ya no parecía una risa, sino más bien un
llanto lastimero. El guerrero se refrenó y decidió no delatar su
posición todavía. Se fijó mejor en cómo la bestia encorvaba la
espalda, agachaba la cabeza y se encogía de hombros. Parecía
lamentarse de su suerte al borde del lago subterráneo nebuloso.
“Pronto acabaré con tu
sufrimiento, bestia”, dijo Deuto para sí mismo, mientras bajaba
con cuidado por la pendiente resbaladiza. Cuando pisó suelo,
aprovechó la bruma del lugar para empezar a acercarse a hurtadillas
a la espalda de la bestia.
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