jueves, 29 de mayo de 2014

No se lo digas a mi hija (Segunda parte de tres)

Todo es culpa de esa maldita hechicera”, se quejaba Deuto, embutiéndose en las estrecheces de una grieta en la que le era imposible girar la cabeza para mirar atrás. Su espada envainada se enganchaba de vez cuando en algún recoveco de la pared irregular y porosa, y Deuto se las tenía que apañar para retroceder unos pasos, desengancharse y continuar con la marcha. El humo de la antorcha se mezclaba con la humedad de la gruta y enralecía aún más el aire, ya de por sí estancado. Al menos ya podía ver la abertura a unos pocos pasos de distancia. En el último trecho, tuvo que tirar de sí mismo para poder verse fuera, de una vez por todas, de aquel pasaje angosto. Se pasó el dorso de la mano por la nariz para enjugar la gota de sudor que le caía y desenvainó la espada. Notó pegajosa la empuñadura. Su mano todavía tenía restos de la sangre de Nore.


Descuida, compañero, y descansa”, susurró, dirigiéndose a su amigo ausente. “Tu hija no lo sabrá nunca”.

En su cabeza, empezó a imaginarse cómo llevaría a cabo el ataque contra la criatura. Se abalanzaría sobre el monstruo de repente. Disponer del factor sorpresa seguía siendo la mejor opción. Por ello, Deuto había evitado transitar por las cámaras principales de la cueva y había decidido dar un rodeo, apretujándose por los recovecos que formaban enormes rocas macizas entre sí. Ahora, se encontraba sobre un peñasco en la parte más alta de la cámara más profunda. A su alrededor, multitud de hilillos de agua fluían por todas las paredes de roca desnuda, y caían hacia el lago celeste de abajo. Un mortecino fulgor azulado emanaba del agua que fluía hasta al fondo. Aquella iluminación tenue resultaba suficiente, y Deuto apagó la antorcha sumergiéndola en un charco a su lado. Con cautela, se puso a gatas y se acercó al borde del peñasco. Al mirar hacia abajo, encontró al monstruo.

Estaba en la orilla del lago subterráneo. El agua estaba tranquila y brillaba con una bruma refulgente que lo inundaba todo y no dejaba ver el suelo. La criatura estaba encorvada y de espaldas. Deuto se fijó en su lomo, fuertemente acorazado con escamas verdes iridiscentes. Despacio y con calma, Deuto se afianzó en su escondite y siguió examinando el cuerpo de su enemigo. Recorrió con la mirada las protuberancias de su arqueada columna vertebral y descendió hasta donde se originaba la cola. Justo allí, se encontraba su único punto débil: una estrecha franja de negra carne desnuda.

Debéis atacar justo en ese punto”, había recomendado insistentemente el Consejo de Ancianos en el poblado, mientras Nore y Deuto se armaban con espadas y escudos. “Si atacáis otra parte de la bestia, el final puede ser trágico para todos”. Los dos guerreros habían asentido en aquel momento, en silencio y con el ceño fruncido. Luego, compartieron una mirada de preocupación y emprendieron la carrera en busca de la primera criatura: aquel monstruo iguana que se había refugiado en la Gruta de las Ánimas de Cobalto.

El futuro de nuestro poblado depende de vuestro valor, y del filo de vuestras espadas certeras”, se despidieron las ancianos, consternados después de que la aldea hubiese sufrido las tristes consecuencias de la magia oscura de Arkinandra.

Deuto afianzó la empuñadura del arma y la elevó ligeramente del suelo, para recordar su peso. Estiró los hombros y pisó con firmeza con la punta de sus botas. De pronto, la bestia erizó su cresta y alzó la mirada. Ronroneó y gorjeó. Esta vez, su llamada ya no parecía una risa, sino más bien un llanto lastimero. El guerrero se refrenó y decidió no delatar su posición todavía. Se fijó mejor en cómo la bestia encorvaba la espalda, agachaba la cabeza y se encogía de hombros. Parecía lamentarse de su suerte al borde del lago subterráneo nebuloso.

Pronto acabaré con tu sufrimiento, bestia”, dijo Deuto para sí mismo, mientras bajaba con cuidado por la pendiente resbaladiza. Cuando pisó suelo, aprovechó la bruma del lugar para empezar a acercarse a hurtadillas a la espalda de la bestia.

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