Rojo-Delta volaba manteniendo su
Spitfire dentro de la formación en V. Formaba parte de la cabeza del
escuadrón, liderado en la punta por Rojo-Alfa. Pronto los cazas llegarían a
sus objetivos. Delante, ya divisaban la luz de los incendios que
arrasaban la ciudad, iluminando con su fuego la oscuridad de la noche
absoluta. De vez en cuando, destellos fugaces aparecían de repente
entre los edificios, explosiones que en la distancia lucían como
fogonazos inofensivos. En las alturas, todavía lejos de la ciudad,
Rojo-Delta era incapaz de escuchar el estruendo de las explosiones o los
gritos de los soldados que caían. Tan solo escuchaba el zumbido
monótono del motor que lo mantenía en el aire a más de mil metros
del suelo.
―Atención, Sangrientos ―habló
el líder por radio―. Parece que les están dando bien allá abajo.
Llegaremos en menos de diez. Recordad, centrad el fuego en los
depósitos de la refinería y el puerto. No os salgáis de la
trayectoria establecida y haced pasadas rápidas. Descargad todo el
plomo sobre esos cabrones. Haremos cuatro pasadas y que la infantería
se encargue de la lucha en tierra. Nosotros solo traemos los fuegos
artificiales. No entabléis combate no autorizado. ¿Entendido?
Los siete pilotos del escuadrón
“Lluvia sangrienta” comenzaron a responder afirmativamente por
radio. Rojo-Delta hizo lo propio cuando llegó su turno.
―Muy bien, escuadrón
―respondió el líder, entre interferencias―. Que empiece a
llover sangre sobre... esos... cabr...
La comunicación por radio se
estaba entrecortando.
―No te recibo bien, Rojo-Alfa
―comentó Rojo-Delta, apretando los auriculares contra los oídos―.
¿Va todo bien?
El avión de Rojo-Alfa bajó el
morro y cayó en picado hasta que se perdió de vista en el bosque de
abajo. El resto del escuadrón pasó por encima cuando su caza
explotó en mil pedazos.
―¿¡Qué coño ha sido eso!?
―gritó por los auriculares Rojo-Beta―. ¡Han derribado a
Rojo-Alfa! ¿Alguien ha visto fuego enemigo?
―Negativo ―informó
Rojo-Delta, aún sin terminar de asimilar que ya no estaba Rojo-Alfa
para liderar la formación―. ¿Qué coño ha pasado?
Lo que vio Rojo-Delta cuando miró
a la derecha lo dejó petrificado. A su lado volaba Rojo-Épsilon. El
piloto se revolvía en su asiento tratando de apagar las llamas que
consumían su cabina y la estaban reduciendo a cenizas. El piloto se
agitaba y trataba de salir del avión, pero solo lograba dar
manotazos por doquier, dejando pegados al cristal trozos de tela y de
su propia piel.
―Por los Altos Divinos...
―gritó Rojo-Delta por radio―. También han dado a Rojo-Épsilón.
Tan pronto terminó de decirlo,
el caza de Rojo-Épsilón explotó en el frío aire de la noche. El
resplandor de su destrucción iluminó el rostro asombrado de
Rojo-Delta. No comprendía qué estaba sucediendo. No veía presencia
ni fuego enemigos por ninguna parte.
―¡Joder! ―exclamó, cuando
tuvo que bajar repentinamente la palanca para perder altitud y esquivar a los dos
cazas amigos que se cruzaron delante de él. Pudo escuchar cómo los
dos aparatos chocaban en el aire. La piel se le erizó. Cuando volvió
la mirada, Rojo-Delta vio dos bolas de fuego cayendo en picado sobre
el bosque.
Rojo-Delta ya empezaba a
sobrevolar la ciudad y aprovechó la luz de los incendios de la urbe
destruida para mirar alrededor. No encontró a ningún miembro de su
escuadrón.
―Escuadrón Sangriento, aquí
Rojo-Delta. ¿Alguien me recibe?
El fuselaje de su caza vibró.
Luego, se notó una sacudida, como si se hubiese chocado con algo.
Sin embargo, por mucho que Rojo-Delta mirase en todas direcciones, no
podía encontrar nada.
―¡Mayday! ¡Mayday! Escuadrón
Sangriento bajo ataque enemigo. Hemos perdido a...
Esa vez, la sacudida fue tan
violenta que el piloto se golpeó la cabeza contra un lateral de su
cabina. El golpe lo había dejado algo aturdido. Cuando dejó de ver
borroso, se percató de que a su derecha ya no había ala.
Rápidamente, miró al otro lado, y contempló cómo el ala era
arrancada de cuajo del aparato por una fuerza invisible, y luego el
trozo de metal salía disparado hasta clavarse en una fachada agujereada de metralla.
El cuerpo mutilado del caza
empezó a perder altitud rápidamente. Rojo-Delta se dispuso a salir
de la cabina y lanzarse en paracaídas, pero la compuerta de la
cabina parecía estar bloqueada. Rojo-Delta concentró todas sus
fuerzas y trató de abrir la compuerta para salvar la vida. Abajo, el
asfalto de la calle estaba cada vez más cerca. El fuselaje caía
impulsado por la velocidad que llevaba. El piloto miró de reojo y
vio un edificio delante contra el que se chocaría de morro en pocos
segundos. No había tiempo para pensar. Desenfundó la pistola de la
cartuchera, acribilló el cristal y se abalanzó contra él, saliendo
de la cabina entre una multitud de cristales. Rojo-Delta buscó el
cordón del paracaídas, pero pronto se dio de bruces con las ramas
de un árbol, y siguió cayendo entre ellas hasta que, por fin, encontró el duro asfalto con todo su
cuerpo.
El parpadeo fue la prueba que
necesitó para darse cuenta de que seguía vivo. No tardó en
escuchar el impacto de su caza contra el hormigón de la
edificación y cómo luego el fuselaje destrozado caía como un
amasijo de hierros en llamas sobre la escalinata de entrada.
Rojo-Delta, dolorido, se puso en pie muy
despacio y miró alrededor. Aunque aquella avenida delimitada con
filas de árboles parecía desierta, podría haber presencia enemiga
justo a la vuelta de la esquina. El piloto derribado localizó su
pistola justo en medio de la calle. Le dolía el hombro y la espalda,
de modo que avanzó despacio, por cautela y por evitar acrecentar el
dolor. Se acercó al arma y se agachó a cogerla.
El arma rehuyó su mano.
Rojo-Delta avanzó otro paso y extendió la mano. El arma volvió a
moverse sola lejos de su alcance.
El piloto escuchó una risita
infantil. Alzó la cabeza y, justo delante, encontró a una niña pequeña en camisón y con un brillante colgante rojo al cuello. Las llamas del caza resaltaban su pequeña silueta en
la noche.
―¡Pequeña, vete de aquí!
Este sitio es peligroso.
Pero la niña no le hizo el menor
caso, simplemente soltó una nueva risita tímida. A Rojo-Delta se le
erizó la piel cuando vio que el arma, que había tratado de coger,
ahora flotaba en el aire justo a su lado. Con el rabillo del ojo,
miró de nuevo a la niña, que mantenía una mano levantada en
dirección al arma. La idea que se le pasó por la cabeza a
Rojo-Delta era imposible, igual de imposible que ver un arma levitar
en el aire.
―¿Cómo...?
El piloto no llegó a terminar de
formular la pregunta. El arma salió despedida contra su cara, y
su dura y esquinada superficie metálica golpeó duramente la mejilla del piloto. El impacto casi lo hace
desplomarse, pero otro golpe desde el lado contrario lo impulsó al
lado contrario. El piloto perdió la cuenta de los golpes, tan solo
sentía el profundo dolor que le propinaba el metal del arma machacando la piel
contra los huesos de su cráneo. El arma flotante revoloteaba a su
alrededor como un insecto molesto que no dejaba de dar vueltas a su
alrededor y de atacarlo. Rojo-delta empezó a escupir sangre
mezclada con trozos de dientes. Ni siquiera se había dado cuenta de
que ahora era él quien levitaba. Cuando se percató de que sus
pies ya no tocaban en el suelo, pataleó tratando de librarse de
aquella fuerza invisible que tiraba de él hacia arriba. De pronto,
sintió que tiraban de él y su cuerpo cayó de bruces contra el
suelo. Una vez. Dos veces. Tres veces. Triturando la piel, partiendo
los huesos, ensangrentando el asfalto. Hasta que un nuevo empujón lo
lanzó por los aires y cayó justo a los pies de la escalinata, en
cuya cima ardía el caza destrozado.
Rojo-Delta tosió y sintió las
costillas astilladas clavándose en sus pulmones. Con el único ojo
que podía mantener abierto, miró y vio a la niña acercándose a él
dando saltitos. Se paró justo delante de él y se agachó, con una
sonrisa inocente en su dulce rostro.
―¿Q...quién eres? ―logró
preguntar el piloto malherido.
―Soy quien va a terminar con
esta estúpida guerra que os habéis inventado ―sentenció ella,
con un tono tan frío y tajante que no encajaba con su aspecto
angelical.
―No... no podrás. Ahora ya
sabemos quién eres... y qué puedes hacer. Acaba... Acabaremos
contigo y con los tuyos... ―un borbotón de sangre salió de su
boca desdentada.
―No, no podréis. No importa lo
alto que vuelen vuestros aviones, los duros que sean vuestros tanques
o lo valientes que sean vuestros soldados. Los mataré a todos.
Todos... caerán.
―¿Por... por qué haces esto?
La pequeña alzó el brazo y
volvió a elevar el cuerpo del piloto en el aire. Un reguero de
sangre cayó al suelo conforme se elevaba.
―Lo hago porque puedo.
Y la niña cerró el puño. La
cabeza de Rojo-Delta quedó aplastada y trozos de seso comenzaron a
discurrir por el cuerpo ensangrentado. Luego, con un movimiento de
muñeca, la pequeña lanzó el cadáver a las llamas del caza.
La niña contempló el cielo de la noche. Las
ascuas de los incendios flotaban en el aire y danzaban entre las
estrellas de lo alto. El cielo nocturno estaba libre de cazas
enemigos. Satisfecha, ella empezó a alejarse dando saltitos entre los
edificios en llamas.
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