jueves, 1 de mayo de 2014

Todos caerán

Rojo-Delta volaba manteniendo su Spitfire dentro de la formación en V. Formaba parte de la cabeza del escuadrón, liderado en la punta por Rojo-Alfa. Pronto los cazas llegarían a sus objetivos. Delante, ya divisaban la luz de los incendios que arrasaban la ciudad, iluminando con su fuego la oscuridad de la noche absoluta. De vez en cuando, destellos fugaces aparecían de repente entre los edificios, explosiones que en la distancia lucían como fogonazos inofensivos. En las alturas, todavía lejos de la ciudad, Rojo-Delta era incapaz de escuchar el estruendo de las explosiones o los gritos de los soldados que caían. Tan solo escuchaba el zumbido monótono del motor que lo mantenía en el aire a más de mil metros del suelo.


Atención, Sangrientos ―habló el líder por radio―. Parece que les están dando bien allá abajo. Llegaremos en menos de diez. Recordad, centrad el fuego en los depósitos de la refinería y el puerto. No os salgáis de la trayectoria establecida y haced pasadas rápidas. Descargad todo el plomo sobre esos cabrones. Haremos cuatro pasadas y que la infantería se encargue de la lucha en tierra. Nosotros solo traemos los fuegos artificiales. No entabléis combate no autorizado. ¿Entendido?



Los siete pilotos del escuadrón “Lluvia sangrienta” comenzaron a responder afirmativamente por radio. Rojo-Delta hizo lo propio cuando llegó su turno.



Muy bien, escuadrón ―respondió el líder, entre interferencias―. Que empiece a llover sangre sobre... esos... cabr...



La comunicación por radio se estaba entrecortando.



No te recibo bien, Rojo-Alfa ―comentó Rojo-Delta, apretando los auriculares contra los oídos―. ¿Va todo bien?



El avión de Rojo-Alfa bajó el morro y cayó en picado hasta que se perdió de vista en el bosque de abajo. El resto del escuadrón pasó por encima cuando su caza explotó en mil pedazos.



¿¡Qué coño ha sido eso!? ―gritó por los auriculares Rojo-Beta―. ¡Han derribado a Rojo-Alfa! ¿Alguien ha visto fuego enemigo?



Negativo ―informó Rojo-Delta, aún sin terminar de asimilar que ya no estaba Rojo-Alfa para liderar la formación―. ¿Qué coño ha pasado?



Lo que vio Rojo-Delta cuando miró a la derecha lo dejó petrificado. A su lado volaba Rojo-Épsilon. El piloto se revolvía en su asiento tratando de apagar las llamas que consumían su cabina y la estaban reduciendo a cenizas. El piloto se agitaba y trataba de salir del avión, pero solo lograba dar manotazos por doquier, dejando pegados al cristal trozos de tela y de su propia piel.

Por los Altos Divinos... ―gritó Rojo-Delta por radio―. También han dado a Rojo-Épsilón.



Tan pronto terminó de decirlo, el caza de Rojo-Épsilón explotó en el frío aire de la noche. El resplandor de su destrucción iluminó el rostro asombrado de Rojo-Delta. No comprendía qué estaba sucediendo. No veía presencia ni fuego enemigos por ninguna parte.



¡Joder! ―exclamó, cuando tuvo que bajar repentinamente la palanca para perder altitud y esquivar a los dos cazas amigos que se cruzaron delante de él. Pudo escuchar cómo los dos aparatos chocaban en el aire. La piel se le erizó. Cuando volvió la mirada, Rojo-Delta vio dos bolas de fuego cayendo en picado sobre el bosque.



Rojo-Delta ya empezaba a sobrevolar la ciudad y aprovechó la luz de los incendios de la urbe destruida para mirar alrededor. No encontró a ningún miembro de su escuadrón.



Escuadrón Sangriento, aquí Rojo-Delta. ¿Alguien me recibe?



El fuselaje de su caza vibró. Luego, se notó una sacudida, como si se hubiese chocado con algo. Sin embargo, por mucho que Rojo-Delta mirase en todas direcciones, no podía encontrar nada.



¡Mayday! ¡Mayday! Escuadrón Sangriento bajo ataque enemigo. Hemos perdido a...



Esa vez, la sacudida fue tan violenta que el piloto se golpeó la cabeza contra un lateral de su cabina. El golpe lo había dejado algo aturdido. Cuando dejó de ver borroso, se percató de que a su derecha ya no había ala. Rápidamente, miró al otro lado, y contempló cómo el ala era arrancada de cuajo del aparato por una fuerza invisible, y luego el trozo de metal salía disparado hasta clavarse en una fachada agujereada de metralla.



El cuerpo mutilado del caza empezó a perder altitud rápidamente. Rojo-Delta se dispuso a salir de la cabina y lanzarse en paracaídas, pero la compuerta de la cabina parecía estar bloqueada. Rojo-Delta concentró todas sus fuerzas y trató de abrir la compuerta para salvar la vida. Abajo, el asfalto de la calle estaba cada vez más cerca. El fuselaje caía impulsado por la velocidad que llevaba. El piloto miró de reojo y vio un edificio delante contra el que se chocaría de morro en pocos segundos. No había tiempo para pensar. Desenfundó la pistola de la cartuchera, acribilló el cristal y se abalanzó contra él, saliendo de la cabina entre una multitud de cristales. Rojo-Delta buscó el cordón del paracaídas, pero pronto se dio de bruces con las ramas de un árbol, y siguió cayendo entre ellas hasta que, por fin, encontró el duro asfalto con todo su cuerpo.



El parpadeo fue la prueba que necesitó para darse cuenta de que seguía vivo. No tardó en escuchar el impacto de su caza contra el hormigón de la edificación y cómo luego el fuselaje destrozado caía como un amasijo de hierros en llamas sobre la escalinata de entrada.



Rojo-Delta, dolorido, se puso en pie muy despacio y miró alrededor. Aunque aquella avenida delimitada con filas de árboles parecía desierta, podría haber presencia enemiga justo a la vuelta de la esquina. El piloto derribado localizó su pistola justo en medio de la calle. Le dolía el hombro y la espalda, de modo que avanzó despacio, por cautela y por evitar acrecentar el dolor. Se acercó al arma y se agachó a cogerla.



El arma rehuyó su mano. Rojo-Delta avanzó otro paso y extendió la mano. El arma volvió a moverse sola lejos de su alcance.



El piloto escuchó una risita infantil. Alzó la cabeza y, justo delante, encontró a una niña pequeña en camisón y con un brillante colgante rojo al cuello. Las llamas del caza resaltaban su pequeña silueta en la noche.



¡Pequeña, vete de aquí! Este sitio es peligroso.



Pero la niña no le hizo el menor caso, simplemente soltó una nueva risita tímida. A Rojo-Delta se le erizó la piel cuando vio que el arma, que había tratado de coger, ahora flotaba en el aire justo a su lado. Con el rabillo del ojo, miró de nuevo a la niña, que mantenía una mano levantada en dirección al arma. La idea que se le pasó por la cabeza a Rojo-Delta era imposible, igual de imposible que ver un arma levitar en el aire.



¿Cómo...?



El piloto no llegó a terminar de formular la pregunta. El arma salió despedida contra su cara, y su dura y esquinada superficie metálica golpeó duramente la mejilla del piloto. El impacto casi lo hace desplomarse, pero otro golpe desde el lado contrario lo impulsó al lado contrario. El piloto perdió la cuenta de los golpes, tan solo sentía el profundo dolor que le propinaba el metal del arma machacando la piel contra los huesos de su cráneo. El arma flotante revoloteaba a su alrededor como un insecto molesto que no dejaba de dar vueltas a su alrededor y de atacarlo. Rojo-delta empezó a escupir sangre mezclada con trozos de dientes. Ni siquiera se había dado cuenta de que ahora era él quien levitaba. Cuando se percató de que sus pies ya no tocaban en el suelo, pataleó tratando de librarse de aquella fuerza invisible que tiraba de él hacia arriba. De pronto, sintió que tiraban de él y su cuerpo cayó de bruces contra el suelo. Una vez. Dos veces. Tres veces. Triturando la piel, partiendo los huesos, ensangrentando el asfalto. Hasta que un nuevo empujón lo lanzó por los aires y cayó justo a los pies de la escalinata, en cuya cima ardía el caza destrozado.



Rojo-Delta tosió y sintió las costillas astilladas clavándose en sus pulmones. Con el único ojo que podía mantener abierto, miró y vio a la niña acercándose a él dando saltitos. Se paró justo delante de él y se agachó, con una sonrisa inocente en su dulce rostro.



¿Q...quién eres? ―logró preguntar el piloto malherido.



Soy quien va a terminar con esta estúpida guerra que os habéis inventado ―sentenció ella, con un tono tan frío y tajante que no encajaba con su aspecto angelical.



No... no podrás. Ahora ya sabemos quién eres... y qué puedes hacer. Acaba... Acabaremos contigo y con los tuyos... ―un borbotón de sangre salió de su boca desdentada.



No, no podréis. No importa lo alto que vuelen vuestros aviones, los duros que sean vuestros tanques o lo valientes que sean vuestros soldados. Los mataré a todos. Todos... caerán.



¿Por... por qué haces esto?



La pequeña alzó el brazo y volvió a elevar el cuerpo del piloto en el aire. Un reguero de sangre cayó al suelo conforme se elevaba.



Lo hago porque puedo.



Y la niña cerró el puño. La cabeza de Rojo-Delta quedó aplastada y trozos de seso comenzaron a discurrir por el cuerpo ensangrentado. Luego, con un movimiento de muñeca, la pequeña lanzó el cadáver a las llamas del caza.



La niña contempló el cielo de la noche. Las ascuas de los incendios flotaban en el aire y danzaban entre las estrellas de lo alto. El cielo nocturno estaba libre de cazas enemigos. Satisfecha, ella empezó a alejarse dando saltitos entre los edificios en llamas.

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