jueves, 15 de mayo de 2014

Introspección

El desierto había resultado ser un entorno mucho más duro de lo que se había imaginado. Estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. En lo alto del pálido cielo vespertino, un ojo gigante lo vigilaba sin parpadear. Un iris de color miel; tan familiar, tan doloroso; no lo perdía de vista, a pesar de que él seguía quieto y sentado. El suelo llevaba tiempo cuarteado a causa del áspero calor que incluso resecaba las escasas nubes de polvo que el sediento aire, de cuando en cuando, se atrevía a levantar. Notaba el calor ascendiendo desde la tierra de debajo, rodeando su cuerpo en una nube densa de sudor. Todo era plano, todo era silencio, pero no estaba solo. Justo delante de él, sentado en la misma posición, tenía a su doble, con una sonrisa despreocupada permanentemente marcada en los labios.


¿Por qué estás sonriendo? ―le preguntó, con curiosidad―. Mira a tu alrededor, no hay motivos para sonreír. Todo está seco y muerto, y, aunque brille el sol, siempre me vigila la mirada que no me permite olvidar su rostro. Dime, ¿por qué rayos estás sonriendo?

¿Y por qué no iba a sonreír? ―respondió el doble, con su misma voz y con un tono tan tranquilo como monótono―. Mira a tu alrededor, el mundo es tuyo para hacer lo que quieras. Todo está lleno de posibilidades y de retos, y el sol brilla para iluminarte el camino.

Donde tú ves posibilidades, yo veo polvo. Donde tú ves retos, yo veo fracasos. No hay horizontes, no hay agua, no hay objetivo. No hay nada. No hay motivos para sonreír.

Su doble exageró aún más la sonrisa y la decoró con un brillo esperanzador en las pupilas.

No hay motivos para quedarse sentado ―puntualizó su gemelo―. Hay que caminar para recorrer. Hay que recorrer para encontrar. Hay que encontrar para decidir.

Consejos baratos que no me ayudan, filosofía de tres al cuarto de alguien que se cree más listo que yo...

No soy ni más, ni menos que tú. Soy tú. Y sonrío.

Sigo sin ver por qué...

Deja de estar sentado, y puede que lo descubras. Si permaneces aquí mucho tiempo, la arena subirá por tu cuerpo, petrificará tu piel y calcificará tus huesos. Te consumirás, te marchitarás, y desaparecerás bajo este sol que tú mismo has colocado en tu cielo.

No quiero caminar. Aquí estoy bien, aquí estoy a salvo. Aquí estoy con ellas.

El terreno comenzó a vibrar suavemente y, de repente, brotes de papel surgieron de entre las grietas resecas del suelo. Tallos de papel arrugado se elevaron a escasos centímetros alrededor de él y luego se desplegaron lentamente como flores que se abren para recibir el calor de la luz del día. Flores de papel hechas con fotos de instantes pasados. Instantáneas de una pareja que una vez fue feliz, y ahora se había visto reducida a recuerdos plasmados en flores hechas con fotografías.

Aquí estoy bien ―siguió diciendo sin percatarse de que las flores enredaban sus raíces en sus pies ―. Las flores me reconfortan y me recuerdan lo que una vez fue. Cuando era feliz y no me daba cuenta de ello...

Ahora también puedes ser feliz, y sigues sin darte cuenta de ello...

No puedo marcharme y dejar atrás las flores, el sol... No soy nadie sin mis flores, sin mi sol...

Aquí, te consumirás y te marchitarás. Las flores eternas del pasado contemplarán tu muerte próxima. Y no harán nada para salvarte. Las imágenes que fueron vistas y lloradas solo mirarán cómo te consumes.

El sol parpadeó, y se aproximó al horizonte plano para dejar paso a la luna que ya asomaba por el horizonte opuesto. Antes de ser visible por completo, se pudieron oír los latidos del satélite. Primero, fueron un eco repetitivo en la lejanía, luego un latido lento y sonoro, y, justo después, apareció esplendorosa en el cielo. Un corazón latiente que subió hasta marcar el centro exacto de la bóveda celeste que ya se oscurecía. Los latidos se acompasaron con los de su pecho, y riachuelos de sangre comenzaron a fluir entre las hendiduras del suelo reseco. Las flores, asustadas, encogieron sus pétalos y enterraron de nuevo sus tallos de papel para esconderse bajo tierra.

Va a llover ―comentó su doble, y clavó luego su mirada en él sin dejar nunca de sonreír.

Algunas gotas de sangre cayeron sobre su mejilla.

¿Y aún así sonríes?

Cuando sonríes, duele menos ―comentó el doble.

Pero cuando duele, no puedes sonreír ―los latidos de la luna empezaron a ser molestos y trató de soportarlos cubriéndose los oídos. Un suave rocío de color rojo empezó a caer sobre ambos. Sobre él. Sobre él mismo.

Fue instintivo, pero cuando su doble le tendió la mano, él la agarró fuertemente. Al tirar de él, se puso de pie, partiendo todas las raíces que lo tenían anclado al suelo. Ya incorporados los dos, sus pies temblorosos dieron un primer paso. Asombrado, bajó la mirada y se alegró de estar unos centímetros más lejos de dónde había estado tanto tiempo. Alzó la mirada y no encontró a su doble delante.

El sol lo estaba vigilando de reojo desde el horizonte en el que se había escondido. Ahora él estaba solo, pero podía escapar de su desierto. Sonrió. Y empezó a caminar.

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