El desierto había resultado ser
un entorno mucho más duro de lo que se había imaginado. Estaba
sentado con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. En
lo alto del pálido cielo vespertino, un ojo gigante lo vigilaba sin
parpadear. Un iris de color miel; tan familiar, tan doloroso; no lo
perdía de vista, a pesar de que él seguía quieto y sentado. El
suelo llevaba tiempo cuarteado a causa del áspero calor que incluso
resecaba las escasas nubes de polvo que el sediento aire, de cuando
en cuando, se atrevía a levantar. Notaba el calor ascendiendo desde
la tierra de debajo, rodeando su cuerpo en una nube densa de sudor.
Todo era plano, todo era silencio, pero no estaba solo. Justo delante
de él, sentado en la misma posición, tenía a su doble, con una
sonrisa despreocupada permanentemente marcada en los labios.
―¿Por qué estás sonriendo?
―le preguntó, con curiosidad―. Mira a tu alrededor, no hay
motivos para sonreír. Todo está seco y muerto, y, aunque brille el
sol, siempre me vigila la mirada que no me permite olvidar su rostro.
Dime, ¿por qué rayos estás sonriendo?
―¿Y por qué no iba a sonreír?
―respondió el doble, con su misma voz y con un tono tan tranquilo
como monótono―. Mira a tu alrededor, el mundo es tuyo para hacer
lo que quieras. Todo está lleno de posibilidades y de retos, y el
sol brilla para iluminarte el camino.
―Donde tú ves posibilidades,
yo veo polvo. Donde tú ves retos, yo veo fracasos. No hay
horizontes, no hay agua, no hay objetivo. No hay nada. No hay motivos
para sonreír.
Su doble exageró aún más la
sonrisa y la decoró con un brillo esperanzador en las pupilas.
―No hay motivos para quedarse
sentado ―puntualizó su gemelo―. Hay que caminar para recorrer.
Hay que recorrer para encontrar. Hay que encontrar para decidir.
―Consejos baratos que no me
ayudan, filosofía de tres al cuarto de alguien que se cree más
listo que yo...
―No soy ni más, ni menos que
tú. Soy tú. Y sonrío.
―Sigo sin ver por qué...
―Deja de estar sentado, y puede
que lo descubras. Si permaneces aquí mucho tiempo, la arena subirá
por tu cuerpo, petrificará tu piel y calcificará tus huesos. Te
consumirás, te marchitarás, y desaparecerás bajo este sol que tú
mismo has colocado en tu cielo.
―No quiero caminar. Aquí estoy
bien, aquí estoy a salvo. Aquí estoy con ellas.
El terreno comenzó a vibrar
suavemente y, de repente, brotes de papel surgieron de entre las
grietas resecas del suelo. Tallos de papel arrugado se elevaron a
escasos centímetros alrededor de él y luego se desplegaron
lentamente como flores que se abren para recibir el calor de la luz
del día. Flores de papel hechas con fotos de instantes pasados.
Instantáneas de una pareja que una vez fue feliz, y ahora se había
visto reducida a recuerdos plasmados en flores hechas con
fotografías.
―Aquí estoy bien ―siguió
diciendo sin percatarse de que las flores enredaban sus raíces en
sus pies ―. Las flores me reconfortan y me recuerdan lo que una vez
fue. Cuando era feliz y no me daba cuenta de ello...
―Ahora también puedes ser
feliz, y sigues sin darte cuenta de ello...
―No puedo marcharme y dejar
atrás las flores, el sol... No soy nadie sin mis flores, sin mi
sol...
―Aquí, te consumirás y te
marchitarás. Las flores eternas del pasado contemplarán tu muerte
próxima. Y no harán nada para salvarte. Las imágenes que fueron
vistas y lloradas solo mirarán cómo te consumes.
El sol parpadeó, y se aproximó
al horizonte plano para dejar paso a la luna que ya asomaba por el
horizonte opuesto. Antes de ser visible por completo, se pudieron oír
los latidos del satélite. Primero, fueron un eco repetitivo en la
lejanía, luego un latido lento y sonoro, y, justo después, apareció
esplendorosa en el cielo. Un corazón latiente que subió hasta
marcar el centro exacto de la bóveda celeste que ya se oscurecía.
Los latidos se acompasaron con los de su pecho, y riachuelos de
sangre comenzaron a fluir entre las hendiduras del suelo reseco. Las
flores, asustadas, encogieron sus pétalos y enterraron de nuevo sus
tallos de papel para esconderse bajo tierra.
―Va a llover ―comentó su
doble, y clavó luego su mirada en él sin dejar nunca de sonreír.
Algunas gotas de sangre cayeron
sobre su mejilla.
―¿Y aún así sonríes?
―Cuando sonríes, duele menos
―comentó el doble.
―Pero cuando duele, no puedes
sonreír ―los latidos de la luna empezaron a ser molestos y trató
de soportarlos cubriéndose los oídos. Un suave rocío de color rojo
empezó a caer sobre ambos. Sobre él. Sobre él mismo.
Fue instintivo, pero cuando su
doble le tendió la mano, él la agarró fuertemente. Al tirar de él,
se puso de pie, partiendo todas las raíces que lo tenían anclado al
suelo. Ya incorporados los dos, sus pies temblorosos dieron un primer
paso. Asombrado, bajó la mirada y se alegró de estar unos
centímetros más lejos de dónde había estado tanto tiempo. Alzó
la mirada y no encontró a su doble delante.
El sol lo estaba vigilando de
reojo desde el horizonte en el que se había escondido. Ahora él
estaba solo, pero podía escapar de su desierto. Sonrió. Y empezó a
caminar.
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