“Creo que ha llegado el momento
de hablar”. Esa había sido la frase que le había dicho su novio
hacía una media hora. Era tarde y Kara iba sentada en el autobús de
vuelta a casa. Disimulaba las lágrimas con un pañuelo de papel que,
de vez en cuando, se acercaba a los ojos encharcados. Aquella maldita
frase retumbaba una y otra vez dentro de su cabeza y su eco le
taladraba el corazón derramando en su interior toda la pena que le
oprimía el pecho y le estrechaba la garganta. “Creo que ha llegado
el momento de hablar”, aquellas terribles palabras la perseguían
como una maldición asfixiante que estuviese haciéndole compañía
en el asiento de al lado.
El autobús se detuvo y la luz
roja del semáforo se reflejó en el cristal de la ventanilla. Una
vez más, las lágrimas humedecieron el papel del pañuelo. Kara
suspiró y puso todo su empeño en detener el incesante canto
torturador que se había desatado dentro de su mente. Pero la trágica
pérdida era todavía muy reciente como para dominarla, y la herida
emocional aún sangraba lágrimas y rezumaba suspiros. Se fijó
fuera, en la calle. Allí, un chico guiaba de la mano a su novia,
apresurándose ambos para cruzar antes de que dejara de parpadear la
luz de peatones. Instintivamente, Kara apartó la vista de los dos.
Sabía que la vida en pareja ya había acabado para ella, y le dolía
ser testigo de lo bien que le iba a otros. Para Kara, la vida en
pareja había terminado repentinamente con aquella desdichada frase:
“Creo que ha llegado el momento de hablar”.
El motor subió de revoluciones
despacio y el transporte retomó el camino cuando se lo permitió la
luz del semáforo. Kara mantenía la mirada clavada en el lado
opuesto al que había cruzado la pareja. El simple hecho de haber
podido ver un beso cariñoso, un abrazo sentido o una mirada
afectuosa le hubiese resultado insoportable. Le habría recordado
todo lo que acababa de perder, todo lo que le habían quitado de un
momento para otro. En menos de media hora, la vida de Kara había
dado un vuelco total, y ahora se encontraba perdida, como una brújula
incapaz de encontrar el norte. Toda su existencia había girado en
torno a él, a esa persona que le había dado sentido a su mismísima
vida, la misma persona que había decidido que ella ya no era
suficiente. No obstante, él sí había sido todo para ella, y seguía
siéndolo. Para Kara, él era su vida, su sueño y su futuro. Y
cuando Kara se dio cuenta de que con aquella frase estaba cortando
con ella, la chica pudo sentir con pasmosa claridad cómo su corazón
se encogía, se ennegrecía y se pulverizaba para desaparecer
eternamente en cuestión de segundos. Todo por una puñetera frase
pronunciada en el momento más inesperado: “creo que ha llegado el
momento de hablar”.
Como si de un cuerpo sin alma se
tratase, Kara se levantó de su asiento, pulsó el botón y se colocó
cerca de la salida para bajarse en la siguiente parada. Agachó la
cabeza cuando sus zapatillas pisaron la calle y empezó a recorrer el
corto camino que la separaba de la puerta de su portal. Aprovechó la
tela de su bufanda para cubrirse la boca, y bajó su gorro de lana
hasta la altura de las cejas. Así, al menos, sería menos evidente
para los demás transeúntes que estaba llorando. Aceleró el paso,
deseaba con toda su alma llegar a su casa y encerrarse en el baño
para dar rienda suelta a todo el pesar que llevaba contenido en su
interior.
Por suerte, al cabo de unos
minutos, ya se encontraba rebuscando la llave dentro de su bolso.
Como siempre, la llave se había escondido en la profundidad más
recóndita, y le llevó su tiempo hacerse con ella. Cuando ya la
tenía en la mano, se dispuso a abrir la puerta pero, de pronto, la
luz de la farola parpadeó varias veces hasta quedar apagada
completamente. Kara alzó la mirada. El filamento del bombillo
conservaba un brillo mortecino tras el cristal, pero no iluminaba en
absoluto. Fue entonces cuando a Kara le sorprendió el brillo de las
estrellas en lo alto del firmamento nocturno. Antes de ponerse a
buscar el móvil para iluminar la cerradura, dedicó unos instantes a
deleitarse con la belleza de las estrellas. Mientras miraba arriba,
una lágrima recorrió su mejilla, sonrosada por el frío, y empapó
la bufanda que escondía sus labios trémulos. Un pequeño consuelo
asomó en su ánimo: por muy mal que le fuesen las cosas y por muy
sola que se sintiese, las estrellas de arriba siempre se mantendrían
igual de bellas e igual de espectaculares. Saber que algunas cosas no
cambian le subió un poco la moral.
De hecho, daba la impresión de
que el cielo nocturno también deseaba subir el ánimo de Kara, y la
obsequió con dos estrellas fugaces. Kara nunca antes había visto
unas estrellas fugaces como aquellas. Tanto una como otra atravesaban
el cielo a la misma velocidad, entrecruzándose y despidiendo
destellos que iluminaban los jirones de las pocas nubes que había.
El brillo de aquellas estrellas se reflejó en sus ojos llenos de
lágrimas hasta que, cuando las tuvo justo encima, las dos se
separaron y comenzaron a caer. Aquel extraño movimiento provocó que
se activase el instinto de supervivencia de Kara, que se acercó al
cristal de la puerta, pues creyó que aquellos cuerpos celestes
estaban perdiendo altitud y colisionarían contra la tierra en
cualquier momento. A medida que se aproximaban, la chica pudo
distinguir mejor sus colores. La estrella dorada se mantuvo más
tiempo en las alturas y se perdió en el horizonte de la ciudad, por
la zona en obras del nuevo rascacielos. La segunda estrella, de color
verdoso, descendía rápidamente y cada vez brillaba con más fuerza.
Kara se apresuró a introducir a tientas la llave en la cerradura.
Creía que aquella estrella se le venía encima. El destello verde
del astro que caía iluminó el lugar y Kara acertó a meter la llave
y a entrar en el portal apresuradamente.
A salvo a los pies de la escalera
de la entrada, Kara vio cómo el destello verdoso pasaba raudo por
encima de la puerta en dirección al parque. Como atraída por un
irresistible magnetismo, la curiosidad la levó a pegarse del cristal
y observar de reojo dónde había caído aquel astro. El vaho que se
formaba en el cristal le dificultaba la visión, pero aun así, pudo
ver un brillo verdoso entre los árboles del parque del otro lado de
la calle. La extraña luz dibujaba las siluetas de los árboles
inmersos en la oscuridad de la noche, pero con cada segundo que
pasaba, la luz fue perdiendo intensidad hasta que la oscuridad de la
noche volvió a ser total, y el silencio se adueñó de la calle. Un
zumbido eléctrico precedió a la reaparición de la luz de la
farola, que iluminó el sorprendido y desconcertado rostro de Kara
tras el cristal de la puerta. Se limpió los restos de lágrimas de
los ojos y miró hacia las ventanas de los edificios cercanos. No
detectó luces que se encendían ni vecinos asomados. Parecía que
Kara había sido la única que había visto la caída de la estrella.
Se mordió el labio, indecisa.
Apretó los labios, pensativa. Cerró los puños, sintiéndose dueña
de su propia vida y de sus propias decisiones. Se acomodó el bolso
al hombro, se aseguró de tener el móvil al alcance y salió del
portal de su edificio en dirección al parque.
Kara estaba tan nerviosa y tan
ensimismada en sus pensamientos que no se dio cuenta de que las
farolas, todas y cada una, parpadeaban según ella pasaba bajo ellas.
Miró a ambos lados de la carretera. No había ningún coche. Empezó
a cruzar y sintió que estaba siendo escandalosa al escuchar el eco
de sus pisadas en la amplitud vacía de la avenida. Por suerte,
pronto el camino de tierra del parque amortiguó el ruido de sus
pasos. Conforme caminaba, mantenía la mano metida en el bolso y
agarrada al móvil. Kara no sabía con qué podía encontrarse, pero
le daba seguridad saber que en cualquier momento podía recurrir al
teléfono.
El parque estaba desierto, y Kara
caminaba por el sendero de tierra iluminado por farolillos
parpadeantes. Pronto, se topó con algunas ramas partidas sembradas
por el suelo. Justo entonces, sacó el móvil y comenzó a grabar en
vídeo lo que estaba presenciando. Cada vez había más ramas y hojas
esparcidas por el suelo. Kara temblaba a causa del miedo y del frío.
El aire de su profundo suspiro se condensó delante de sus ojos
cuando miró delante de ella. La hierba del césped que había salido
disparada a causa del impacto caía como una lluvia verde por
doquier. Kara salió del sendero y se adentró entre los árboles
hasta que encontró el claro que la estrella había abierto entre las
ramas. La luz de las estrellas que miraban desde arriba penetraba por
el claro e iluminaba un área circular de tierra quemada. Justo en
medio de la zona humeante, Kara vio a una persona arrodillada y
encorvada. Kara bajó el teléfono y observó directamente con los
ojos. Aquella persona le devolvió la mirada, con unos brillantes
ojos verdes que destellaban en las tinieblas. Kara retrocedió unos
pasos y fue distinguiendo algunos detalles más: el cuerpo
curvilíneo, la melena plateada, los rasgos suaves... Se trataba de
una hermosa mujer desnuda que se abrazaba al muñón de su brazo
izquierdo. Aquella mujer acababa de perder el brazo, y de la herida
no dejaba de manar abundante sangre que empapaba la tierra quemada y
humeante. Kara pensó en salir corriendo, pero la extraña mujer
tenía su intensa mirada verde clavada en ella, y Kara se vio incapaz
de hacer otra cosa que no fuese mirar con asombro.
―Kara Robbinson ―dijo, de
pronto, la extraña mujer caída del cielo, para, acto seguido,
desplegar sus portentosas alas de ángel en medio del claro iluminado
por las estrellas.
―¿Q... qué? ―fue lo único
que acertó a balbucear.
―No hay tiempo para preguntas,
Kara Robbinson. Tu vida corre peligro.
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