jueves, 28 de noviembre de 2013

Zona en obras (Segunda parte)

Creo que ha llegado el momento de hablar”. Esa había sido la frase que le había dicho su novio hacía una media hora. Era tarde y Kara iba sentada en el autobús de vuelta a casa. Disimulaba las lágrimas con un pañuelo de papel que, de vez en cuando, se acercaba a los ojos encharcados. Aquella maldita frase retumbaba una y otra vez dentro de su cabeza y su eco le taladraba el corazón derramando en su interior toda la pena que le oprimía el pecho y le estrechaba la garganta. “Creo que ha llegado el momento de hablar”, aquellas terribles palabras la perseguían como una maldición asfixiante que estuviese haciéndole compañía en el asiento de al lado.

El autobús se detuvo y la luz roja del semáforo se reflejó en el cristal de la ventanilla. Una vez más, las lágrimas humedecieron el papel del pañuelo. Kara suspiró y puso todo su empeño en detener el incesante canto torturador que se había desatado dentro de su mente. Pero la trágica pérdida era todavía muy reciente como para dominarla, y la herida emocional aún sangraba lágrimas y rezumaba suspiros. Se fijó fuera, en la calle. Allí, un chico guiaba de la mano a su novia, apresurándose ambos para cruzar antes de que dejara de parpadear la luz de peatones. Instintivamente, Kara apartó la vista de los dos. Sabía que la vida en pareja ya había acabado para ella, y le dolía ser testigo de lo bien que le iba a otros. Para Kara, la vida en pareja había terminado repentinamente con aquella desdichada frase: “Creo que ha llegado el momento de hablar”.



El motor subió de revoluciones despacio y el transporte retomó el camino cuando se lo permitió la luz del semáforo. Kara mantenía la mirada clavada en el lado opuesto al que había cruzado la pareja. El simple hecho de haber podido ver un beso cariñoso, un abrazo sentido o una mirada afectuosa le hubiese resultado insoportable. Le habría recordado todo lo que acababa de perder, todo lo que le habían quitado de un momento para otro. En menos de media hora, la vida de Kara había dado un vuelco total, y ahora se encontraba perdida, como una brújula incapaz de encontrar el norte. Toda su existencia había girado en torno a él, a esa persona que le había dado sentido a su mismísima vida, la misma persona que había decidido que ella ya no era suficiente. No obstante, él sí había sido todo para ella, y seguía siéndolo. Para Kara, él era su vida, su sueño y su futuro. Y cuando Kara se dio cuenta de que con aquella frase estaba cortando con ella, la chica pudo sentir con pasmosa claridad cómo su corazón se encogía, se ennegrecía y se pulverizaba para desaparecer eternamente en cuestión de segundos. Todo por una puñetera frase pronunciada en el momento más inesperado: “creo que ha llegado el momento de hablar”.



Como si de un cuerpo sin alma se tratase, Kara se levantó de su asiento, pulsó el botón y se colocó cerca de la salida para bajarse en la siguiente parada. Agachó la cabeza cuando sus zapatillas pisaron la calle y empezó a recorrer el corto camino que la separaba de la puerta de su portal. Aprovechó la tela de su bufanda para cubrirse la boca, y bajó su gorro de lana hasta la altura de las cejas. Así, al menos, sería menos evidente para los demás transeúntes que estaba llorando. Aceleró el paso, deseaba con toda su alma llegar a su casa y encerrarse en el baño para dar rienda suelta a todo el pesar que llevaba contenido en su interior.



Por suerte, al cabo de unos minutos, ya se encontraba rebuscando la llave dentro de su bolso. Como siempre, la llave se había escondido en la profundidad más recóndita, y le llevó su tiempo hacerse con ella. Cuando ya la tenía en la mano, se dispuso a abrir la puerta pero, de pronto, la luz de la farola parpadeó varias veces hasta quedar apagada completamente. Kara alzó la mirada. El filamento del bombillo conservaba un brillo mortecino tras el cristal, pero no iluminaba en absoluto. Fue entonces cuando a Kara le sorprendió el brillo de las estrellas en lo alto del firmamento nocturno. Antes de ponerse a buscar el móvil para iluminar la cerradura, dedicó unos instantes a deleitarse con la belleza de las estrellas. Mientras miraba arriba, una lágrima recorrió su mejilla, sonrosada por el frío, y empapó la bufanda que escondía sus labios trémulos. Un pequeño consuelo asomó en su ánimo: por muy mal que le fuesen las cosas y por muy sola que se sintiese, las estrellas de arriba siempre se mantendrían igual de bellas e igual de espectaculares. Saber que algunas cosas no cambian le subió un poco la moral.



De hecho, daba la impresión de que el cielo nocturno también deseaba subir el ánimo de Kara, y la obsequió con dos estrellas fugaces. Kara nunca antes había visto unas estrellas fugaces como aquellas. Tanto una como otra atravesaban el cielo a la misma velocidad, entrecruzándose y despidiendo destellos que iluminaban los jirones de las pocas nubes que había. El brillo de aquellas estrellas se reflejó en sus ojos llenos de lágrimas hasta que, cuando las tuvo justo encima, las dos se separaron y comenzaron a caer. Aquel extraño movimiento provocó que se activase el instinto de supervivencia de Kara, que se acercó al cristal de la puerta, pues creyó que aquellos cuerpos celestes estaban perdiendo altitud y colisionarían contra la tierra en cualquier momento. A medida que se aproximaban, la chica pudo distinguir mejor sus colores. La estrella dorada se mantuvo más tiempo en las alturas y se perdió en el horizonte de la ciudad, por la zona en obras del nuevo rascacielos. La segunda estrella, de color verdoso, descendía rápidamente y cada vez brillaba con más fuerza. Kara se apresuró a introducir a tientas la llave en la cerradura. Creía que aquella estrella se le venía encima. El destello verde del astro que caía iluminó el lugar y Kara acertó a meter la llave y a entrar en el portal apresuradamente.



A salvo a los pies de la escalera de la entrada, Kara vio cómo el destello verdoso pasaba raudo por encima de la puerta en dirección al parque. Como atraída por un irresistible magnetismo, la curiosidad la levó a pegarse del cristal y observar de reojo dónde había caído aquel astro. El vaho que se formaba en el cristal le dificultaba la visión, pero aun así, pudo ver un brillo verdoso entre los árboles del parque del otro lado de la calle. La extraña luz dibujaba las siluetas de los árboles inmersos en la oscuridad de la noche, pero con cada segundo que pasaba, la luz fue perdiendo intensidad hasta que la oscuridad de la noche volvió a ser total, y el silencio se adueñó de la calle. Un zumbido eléctrico precedió a la reaparición de la luz de la farola, que iluminó el sorprendido y desconcertado rostro de Kara tras el cristal de la puerta. Se limpió los restos de lágrimas de los ojos y miró hacia las ventanas de los edificios cercanos. No detectó luces que se encendían ni vecinos asomados. Parecía que Kara había sido la única que había visto la caída de la estrella.



Se mordió el labio, indecisa. Apretó los labios, pensativa. Cerró los puños, sintiéndose dueña de su propia vida y de sus propias decisiones. Se acomodó el bolso al hombro, se aseguró de tener el móvil al alcance y salió del portal de su edificio en dirección al parque.



Kara estaba tan nerviosa y tan ensimismada en sus pensamientos que no se dio cuenta de que las farolas, todas y cada una, parpadeaban según ella pasaba bajo ellas. Miró a ambos lados de la carretera. No había ningún coche. Empezó a cruzar y sintió que estaba siendo escandalosa al escuchar el eco de sus pisadas en la amplitud vacía de la avenida. Por suerte, pronto el camino de tierra del parque amortiguó el ruido de sus pasos. Conforme caminaba, mantenía la mano metida en el bolso y agarrada al móvil. Kara no sabía con qué podía encontrarse, pero le daba seguridad saber que en cualquier momento podía recurrir al teléfono.



El parque estaba desierto, y Kara caminaba por el sendero de tierra iluminado por farolillos parpadeantes. Pronto, se topó con algunas ramas partidas sembradas por el suelo. Justo entonces, sacó el móvil y comenzó a grabar en vídeo lo que estaba presenciando. Cada vez había más ramas y hojas esparcidas por el suelo. Kara temblaba a causa del miedo y del frío. El aire de su profundo suspiro se condensó delante de sus ojos cuando miró delante de ella. La hierba del césped que había salido disparada a causa del impacto caía como una lluvia verde por doquier. Kara salió del sendero y se adentró entre los árboles hasta que encontró el claro que la estrella había abierto entre las ramas. La luz de las estrellas que miraban desde arriba penetraba por el claro e iluminaba un área circular de tierra quemada. Justo en medio de la zona humeante, Kara vio a una persona arrodillada y encorvada. Kara bajó el teléfono y observó directamente con los ojos. Aquella persona le devolvió la mirada, con unos brillantes ojos verdes que destellaban en las tinieblas. Kara retrocedió unos pasos y fue distinguiendo algunos detalles más: el cuerpo curvilíneo, la melena plateada, los rasgos suaves... Se trataba de una hermosa mujer desnuda que se abrazaba al muñón de su brazo izquierdo. Aquella mujer acababa de perder el brazo, y de la herida no dejaba de manar abundante sangre que empapaba la tierra quemada y humeante. Kara pensó en salir corriendo, pero la extraña mujer tenía su intensa mirada verde clavada en ella, y Kara se vio incapaz de hacer otra cosa que no fuese mirar con asombro.



Kara Robbinson ―dijo, de pronto, la extraña mujer caída del cielo, para, acto seguido, desplegar sus portentosas alas de ángel en medio del claro iluminado por las estrellas.



¿Q... qué? ―fue lo único que acertó a balbucear.



No hay tiempo para preguntas, Kara Robbinson. Tu vida corre peligro.

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