jueves, 7 de noviembre de 2013

Cárcel de escombros

¿Estáis todos bien? ―preguntó Cliff, alumbrando con la luz del teléfono móvil en todas direcciones―. ¿Hay algún herido?

La única respuesta que obtuvo fueron los golpes de tos de los que estaban atrapados con él. Cliff empezó a recorrer la sala para revisar el estado en el que se encontraba cada uno. Hombres, mujeres y niños salían de debajo de las paredes que se habían desplomado, sacudiéndose el polvo del cabello y de la ropa. Cliff se detuvo a ayudar a una madre que intentaba sacar a su hija de debajo del trozo de techo que se le había venido encima. Afortunadamente, la mesa bajo la que la niña se había protegido le había salvado la vida.



¡Agárrate fuerte, mi vida! ―le aconsejaba la madre, que intentaba con todas sus fuerzas esconder su miedo bajo un falso tono de calma y tranquilidad―. Mamá, te va a sacar de ahí enseguida.



La madre tiraba del brazo de la pequeña, mientras la niña lloriqueaba y sorbía el moco entre sollozos entrecortados. Estaba demasiado asustada para decir nada.



Espere, deje que le eche una mano.



La madre no se dio por aludida. Cliff incluso dudó de que le hubiese escuchado, pero sí que se hizo a un lado cuando vio el brazo de aquel hombre ayudándola. Se apartó para que los dos pudiesen tirar mejor de la niña. Pronto, la chiquilla pudo salir de su nicho de piedras partidas y astillas de madera, y se fundió en un fuerte abrazo con su madre. Esta lanzó una mirada de agradecimiento a Cliff, quien asintió con la cabeza en respuesta y continuó recorriendo la sala derruida en busca de alguien más que necesitara su ayuda.



Al fondo, distinguió a un grupo de tres adolescentes. Cada uno sostenía en sus manos la pantalla brillante de su móvil. Cliff se acercó a ellos.



Sí, estamos bien ―le contestó el muchacho del piercing en el labio, sin apartar la vista del teléfono―. Yo tampoco tengo cobertura ―dijo, justo después, dirigiéndose a una de sus dos amigas.



¿Y usted? ¿Tiene cobertura? ―preguntó a Cliff la joven del flequillo sobre el ojo izquierdo.



Este reaccionó de repente, como si hubiese salido de un estado hipnótico. Desde que había abierto los ojos, no se le había ocurrido llamar a urgencias. Marcó el número, a pesar de que el icono de la pantalla mostraba la ausencia total de señal. Se llevó el aparato al oído, pero no escuchó nada. Ni siquiera se escuchó el mensaje automático que avisaba de la falta de cobertura.



Nada de nada ―respondió, con un suspiro de resignación―. ¿Tu amiga está bien? ―preguntó, señalando con el mentón a la otra chica, que tenía la vista clavada en el móvil y los ojos llenos de lágrimas en un llanto sordo de quejidos lastimeros apenas perceptibles.



Descuide... ―respondió apresuradamente el chico―. Todos estaremos mejor cuando salgamos de aquí.



Cliff se despidió y continuó revisando el lugar. Con la luz, alumbró al otro lado de la sala. Una pareja de ancianos estaba probando el teléfono fijo que había sobre uno de los mostradores destrozados. Cliff se acercó a ellos con paso ligero, pero, a medio camino, frenó sus prisas cuando el anciano miró hacia él y negó con la cabeza con el auricular en la mano. Aun así, Cliff quiso asegurarse y escuchó por el auricular. No había tono. Silencio absoluto y espeluznante.



¿Ha sido un terremoto? ―preguntó la anciana, con el ceño fruncido de preocupación, y se abrazó al brazo de su encorvado esposo.



Y uno de los fuertes ―respondió Cliff―. Tenemos que salir de aquí lo antes posible. Puede que haya alguna réplica y se nos venga todo encima.



¡Aquí se ve algo de luz! ―gritó la madre desde una de las esquinas derruidas.



Cuando Cliff iluminó en aquella dirección, madre e hija apartaban piedras a los pies de una ladera de escombros.



Mira ―le dijo, cuando Cliff le colocó la mano en el hombro.



Tuvo que agacharse para poder echar un vistazo. Miró dentro de una estrecha cavidad que habían formado los bloques de las paredes al desplomarse una sobre otra como las cartas de un castillo de naipes. Al final del irregular conducto, podía verse la luz del sol.



De acuerdo ―dijo Cliff, meditativo―, es demasiado estrecho para pasar todos, y podría venirse abajo de un momento a otro. Pasaré yo... ¡Eh, tú! ―llamó al chico del piercing―. Desenrolla la manguera de incendios y tráela aquí.



El muchacho obedeció. Cliff se la amarró con dificultades a la cintura.



De acuerdo, intentaré atravesar ese paso estrecho y llegar al otro lado ―habló en alto para que todos lo escuchasen―. Cuando tenga cobertura, avisaré a urgencias y os sacarán a todos de aquí. Si... si veis que el túnel se viene abajo o pasa algo, tirad y sacadme..., si podéis. ¿Vale...? Vale.



La madre fue la única que asintió. El resto estaba demasiado asustado mirando al suelo. Cliff no le dio más vueltas y se embutió en las estrecheces del túnel. Tan pronto consiguió meter los hombros, algunas piedrecitas cayeron sobre su rostro. Estaba seguro de que debía darse toda la prisa que pudiera o el conducto colapsaría. Fue recorriendo algunos centímetros propulsándose con los hombros y, lentamente, fue subiendo la suave pendiente que cada vez lo acercaba más a la salida. Pasados tres angustiosos minutos, con la muerte a punto de caerle encima en forma de bloque sobre la cabeza, por fin logró alcanzar la cima y salir del túnel. Suspiró aliviado y miró alrededor.



¿Dónde están los edificios? ¿Dónde están las calles? ¿Tan fuerte ha sido la sacudida que había borrado toda la ciudad del mapa?”, pensó. Cliff solo veía montañas de bloques de hormigón, y cristal y vigas sobresaliendo de montones de escombros que se elevaban hasta el cielo. Entonces, el móvil emitió un pitido. Cliff lo observó esperanzado. Volvía a haber cobertura. Sin perder un segundo, marcó el teléfono de urgencias.



Sí... Oiga... Hay un grupo de personas atrapadas bajo un montón de...



Busque refugio, señor ―le respondió el operador súbitamente―. Busque refugio cuanto antes ―insistió, bajo los intermitentes cortes de señal a causa de la pobre cobertura.



Pero... Hay un grupo de...



El ejército va a contraatacar ―le informó el operador, con una voz nerviosa que rozaba el llanto―. Todo se ha ido a la mierda... Oiga, busque refugio cuanto antes y manténganse a salvo hasta que pase el ataque.



¿Contraatacar? ¿Pero qué...?



Pero el operador ya no estaba al aparato. Había dejado la línea abierta, y el ruido de las zancadas de su huida desesperada se oía por el teléfono.



Cliff colgó sin comprender nada de lo que acababa de suceder. Fue entonces cuando pudo escucharlo: el ronroneo grave de aquella garganta descomunal. Fue entonces cuando pudo verla: aquella titánica cola reptiliana asomando entre las montañas de escombros, tan alta como los edificios que una vez se alzaron en ese lugar. A lo lejos, el estruendo de los motores a reacción de los cazas empezó a tronar en el valle. De pronto, a Cliff se le ocurrió que estaría más seguro abajo, con los demás.

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