―¿Estáis todos bien?
―preguntó Cliff, alumbrando con la luz del teléfono móvil en
todas direcciones―. ¿Hay algún herido?
La única respuesta que obtuvo
fueron los golpes de tos de los que estaban atrapados con él. Cliff
empezó a recorrer la sala para revisar el estado en el que se
encontraba cada uno. Hombres, mujeres y niños salían de debajo de
las paredes que se habían desplomado, sacudiéndose el polvo del
cabello y de la ropa. Cliff se detuvo a ayudar a una madre que
intentaba sacar a su hija de debajo del trozo de techo que se le
había venido encima. Afortunadamente, la mesa bajo la que la niña
se había protegido le había salvado la vida.
―¡Agárrate fuerte, mi vida!
―le aconsejaba la madre, que intentaba con todas sus fuerzas
esconder su miedo bajo un falso tono de calma y tranquilidad―.
Mamá, te va a sacar de ahí enseguida.
La madre tiraba del brazo de la
pequeña, mientras la niña lloriqueaba y sorbía el moco entre
sollozos entrecortados. Estaba demasiado asustada para decir nada.
―Espere, deje que le eche una
mano.
La madre no se dio por aludida.
Cliff incluso dudó de que le hubiese escuchado, pero sí que se hizo
a un lado cuando vio el brazo de aquel hombre ayudándola. Se apartó
para que los dos pudiesen tirar mejor de la niña. Pronto, la
chiquilla pudo salir de su nicho de piedras partidas y astillas de
madera, y se fundió en un fuerte abrazo con su madre. Esta lanzó
una mirada de agradecimiento a Cliff, quien asintió con la cabeza en
respuesta y continuó recorriendo la sala derruida en busca de
alguien más que necesitara su ayuda.
Al fondo, distinguió a un grupo
de tres adolescentes. Cada uno sostenía en sus manos la pantalla
brillante de su móvil. Cliff se acercó a ellos.
―Sí, estamos bien ―le
contestó el muchacho del piercing en el labio, sin apartar la vista
del teléfono―. Yo tampoco tengo cobertura ―dijo, justo después,
dirigiéndose a una de sus dos amigas.
―¿Y usted? ¿Tiene cobertura?
―preguntó a Cliff la joven del flequillo sobre el ojo izquierdo.
Este reaccionó de repente, como
si hubiese salido de un estado hipnótico. Desde que había abierto
los ojos, no se le había ocurrido llamar a urgencias. Marcó el
número, a pesar de que el icono de la pantalla mostraba la ausencia
total de señal. Se llevó el aparato al oído, pero no escuchó
nada. Ni siquiera se escuchó el mensaje automático que avisaba de
la falta de cobertura.
―Nada de nada ―respondió,
con un suspiro de resignación―. ¿Tu amiga está bien? ―preguntó,
señalando con el mentón a la otra chica, que tenía la vista
clavada en el móvil y los ojos llenos de lágrimas en un llanto
sordo de quejidos lastimeros apenas perceptibles.
―Descuide... ―respondió
apresuradamente el chico―. Todos estaremos mejor cuando salgamos de
aquí.
Cliff se despidió y continuó
revisando el lugar. Con la luz, alumbró al otro lado de la sala. Una
pareja de ancianos estaba probando el teléfono fijo que había sobre
uno de los mostradores destrozados. Cliff se acercó a ellos con paso
ligero, pero, a medio camino, frenó sus prisas cuando el anciano
miró hacia él y negó con la cabeza con el auricular en la mano.
Aun así, Cliff quiso asegurarse y escuchó por el auricular. No
había tono. Silencio absoluto y espeluznante.
―¿Ha sido un terremoto?
―preguntó la anciana, con el ceño fruncido de preocupación, y se
abrazó al brazo de su encorvado esposo.
―Y uno de los fuertes
―respondió Cliff―. Tenemos que salir de aquí lo antes posible.
Puede que haya alguna réplica y se nos venga todo encima.
―¡Aquí se ve algo de luz!
―gritó la madre desde una de las esquinas derruidas.
Cuando Cliff iluminó en aquella
dirección, madre e hija apartaban piedras a los pies de una ladera
de escombros.
―Mira ―le dijo, cuando Cliff
le colocó la mano en el hombro.
Tuvo que agacharse para poder
echar un vistazo. Miró dentro de una estrecha cavidad que habían
formado los bloques de las paredes al desplomarse una sobre otra como
las cartas de un castillo de naipes. Al final del irregular conducto,
podía verse la luz del sol.
―De acuerdo ―dijo Cliff,
meditativo―, es demasiado estrecho para pasar todos, y podría
venirse abajo de un momento a otro. Pasaré yo... ¡Eh, tú! ―llamó
al chico del piercing―. Desenrolla la manguera de incendios y
tráela aquí.
El muchacho obedeció. Cliff se
la amarró con dificultades a la cintura.
―De acuerdo, intentaré
atravesar ese paso estrecho y llegar al otro lado ―habló en alto
para que todos lo escuchasen―. Cuando tenga cobertura, avisaré a
urgencias y os sacarán a todos de aquí. Si... si veis que el túnel
se viene abajo o pasa algo, tirad y sacadme..., si podéis. ¿Vale...?
Vale.
La madre fue la única que
asintió. El resto estaba demasiado asustado mirando al suelo. Cliff
no le dio más vueltas y se embutió en las estrecheces del túnel.
Tan pronto consiguió meter los hombros, algunas piedrecitas cayeron
sobre su rostro. Estaba seguro de que debía darse toda la prisa que
pudiera o el conducto colapsaría. Fue recorriendo algunos
centímetros propulsándose con los hombros y, lentamente, fue
subiendo la suave pendiente que cada vez lo acercaba más a la
salida. Pasados tres angustiosos minutos, con la muerte a punto de
caerle encima en forma de bloque sobre la cabeza, por fin logró
alcanzar la cima y salir del túnel. Suspiró aliviado y miró
alrededor.
“¿Dónde están los edificios?
¿Dónde están las calles? ¿Tan fuerte ha sido la sacudida que
había borrado toda la ciudad del mapa?”, pensó. Cliff solo veía
montañas de bloques de hormigón, y cristal y vigas sobresaliendo de
montones de escombros que se elevaban hasta el cielo. Entonces, el
móvil emitió un pitido. Cliff lo observó esperanzado. Volvía a
haber cobertura. Sin perder un segundo, marcó el teléfono de
urgencias.
―Sí... Oiga... Hay un grupo de
personas atrapadas bajo un montón de...
―Busque refugio, señor ―le
respondió el operador súbitamente―. Busque refugio cuanto antes
―insistió, bajo los intermitentes cortes de señal a causa de la
pobre cobertura.
―Pero... Hay un grupo de...
―El ejército va a contraatacar
―le informó el operador, con una voz nerviosa que rozaba el
llanto―. Todo se ha ido a la mierda... Oiga, busque refugio cuanto
antes y manténganse a salvo hasta que pase el ataque.
―¿Contraatacar? ¿Pero qué...?
Pero el operador ya no estaba al
aparato. Había dejado la línea abierta, y el ruido de las zancadas
de su huida desesperada se oía por el teléfono.
Cliff colgó sin comprender nada
de lo que acababa de suceder. Fue entonces cuando pudo escucharlo: el
ronroneo grave de aquella garganta descomunal. Fue entonces cuando
pudo verla: aquella titánica cola reptiliana asomando entre las
montañas de escombros, tan alta como los edificios que una vez se
alzaron en ese lugar. A lo lejos, el estruendo de los motores a
reacción de los cazas empezó a tronar en el valle. De pronto, a
Cliff se le ocurrió que estaría más seguro abajo, con los demás.
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