―¡Bájese del coche de una
maldita vez! ―ordenó la agente de policía a voz en grito―. No
pienso repetírselo. ¡Obedezca!
La conductora se agarró
fuertemente al volante. Lo apretó tanto como le permitieron los
doloridos músculos de sus dedos, recubiertos de cortes y de barro.
Ya casi era medianoche, y la oscuridad de alrededor ocultaba la
densidad del bosque a través del cual discurría la zigzagueante
carretera. Solamente las luces de los faros y los intermitentes
destellos de la sirena roja y azul combatían las sombras y arrojaban
algo de luz sobre el húmedo asfalto. Sheila estaba segura de que no
era buena idea permanecer durante durante más tiempo en aquel
peligroso lugar dejado de la mano de Dios. Tanto ella como la furiosa
agente tendrían que marcharse en breve si querían salvar la vida,
aunque la policía parecía no haberse percatado de ello todavía.
Esta, cansada de esperar a que la mujer saliera del vehículo,
desenfundó el arma y apuntó directamente a la cabeza de Sheila.
―¿Va a obedecerme ahora?
―preguntó con un tono de voz tan firme como furioso.
Sheila reguló el espejo
retrovisor interior y miró de reojo al asiento trasero. Suspiró e
hizo una mueca con la boca cuando volvió a mirar al frente. .“¿Seré
capaz de apartar el coche patrulla si lo embisto?”, pensó, al
tiempo que sopesaba sus posibilidades de éxito. Sin embargo, se
imaginó a sí misma destrozando ambos coches, y quedando atrapada en
el bosque sin escapatoria. Justo entonces, se dio cuenta de que la
agente de policía levantaba el brazo, dispuesta a efectuar el
reglamentario disparo de advertencia.
―¡De acuerdo! ―se apresuró
a responder Sheila―. Vale. Ya salgo. Pero no dispare, por favor. No
haga más ruido.
Levantó las manos del volante,
abrió la puerta lentamente y fue saliendo muy despacio, sin dejar de
vigilar asustada de un lado para otro. La agente se apresuró a
acercarse a ella. Debía poner a la sospechosa de espaldas, esposarla
y cachearla. Ardía en deseos de hacerlo, después de haber tenido
que perseguirla durante más de cinco kilómetros por la carretera
del bosque. Sin embargo, aunque ya había dado algunos pasos para
llegar hasta Sheila, la policía tuvo que detenerse cuando vio el
aspecto de aquella mujer. Sheila estaba cubierta de sangre y de lodo.
―¿¡Pero qué rayos le ha
pasado!? ―comentó con cara de asombro y manteniendo el arma
preparada en todo momento―. ¿Está herida?
―No... No... ―contestó,
nerviosa y con las manos en alto. De vez en cuando, echaba un vistazo
ansioso a la curva que tenía más allá del coche patrulla, el
camino que la sacaría del bosque―. La sangre no es mía.
―Señorita, tiene muchas cosas
que explicar. Se viene conmigo a comisaría tan pronto me diga de
quién es la sangre.
―No, espere ―Sheila bajó las
manos para explicarse―, estamos en peligro. Mire en el asiento
de...
―¡Suba las manos! ¡Arriba he
dicho! ¡Encima del techo ya!
A Sheila no le quedó más
remedio que obedecer y colocar las manos sobre el techo de su sedán
abollado y recubierto de salpicaduras de fango. La agente le propinó
un empujón gratuito y Sheila dio con la cabeza contra el marco de la
puerta.
―No sabes las ganas que tengo
de que me expliques por qué tenías tanta prisa antes.
―Se lo puedo explicar ahora,
pero veo que no quiere hacerme caso.
―Ya... ―respondió la
policía, poco dada a creerse una sola palabra de lo que decían los
infractores a los que esposaba―. No suelo creer a los que huyen de
la autoridad a toda velocidad y recubiertos de sangre.
Justo entonces, se escuchó el
chasquido de una radio.
―Miles, ¿me oyes? ―dijo, de
pronto, una desconocida voz de hombre. El sonido, entrecortado por
las interferencias, provenía del interior del coche de Sheila―.
Miles, ¿me recibes?
―¿Qué es eso? ―preguntó la
policía, desconcertada―. ¿Quién es Miles? ―un nuevo empujón
en la cabeza dio con la ceja de Sheila sobre la chapa, y le abrió
una pequeña brecha de la que pronto empezó a manar sangre de manera
escandalosamente abundante.
―Es un intercomunicador que
llevo ―respondió, con un ojo cerrado a causa de la sangre que
empezaba a caer―. Es para comunicarme con los demás. Miles es...
Era... Bueno, la sangre es de él, creo. No sé si aún está con
vida... Todo pasó muy deprisa y yo...
―Se acabó, señorita ―tiró
de ella para conducirla hasta el coche patrulla―. Empiezo a estar
harta de sus historias. Métase en el coche y vaya pensando en
buscarse un buen abogado. Luego, voy a coger ese intercomunicador
suyo y vamos a dar un pequeño paseo en busca de ese tal Miles.
Mientras caminaban en dirección
al coche patrulla, el intercomunicador no dejaba de repetir una y
otra vez que la medianoche estaba a punto de caer y de preguntar una
y otra vez si Sheila y Miles habían conseguido el objetivo y si
estaban a salvo. Cuando la oficial ya había logrado que la
escurridiza Sheila encarase la puerta de atrás del coche de policía,
sonó la alarma de su reloj de pulsera. Ya había llegado la
medianoche.
De repente, se escuchó un llanto
de bebé. La agente de policía se dio media vuelta sin soltar a su
detenida. El sonido provenía del asiento trasero del coche de
Sheila.
―¿Qué más sorpresas tienes
para mí? ―le preguntó al oído, enfadada, antes de tirar a Sheila
en el asiento trasero del coche patrulla. Cerró la puerta con un
sonoro portazo.
El bebé que lloraba gritaba con
toda la fuerza de sus diminutos pulmones. La policía se aproximó al
coche de Sheila e iluminó el asiento trasero a través de la
ventanilla de la puerta. El asiento estaba totalmente cubierto de
ramas y de lodo. Justo en medio, en un lecho de hojas secas, una
pequeña figura se retorcía y se contorsionaba. Cuando la luz de la
linterna iluminó al pequeño, la policía no tuvo más remedio que
retroceder unos pasos a causa de la fuerte impresión. Aquel bebé
tenía la piel agrietada y llena de surcos. Le costaba reconocerlo,
pero la agente tuvo la innegable sensación de que aquella criatura,
que lloraba y vociferaba sin parar, estaba hecha de madera seca y
astillada. Su lloro se iba volviendo más agudo, con un sonido seco e
inhumano de ramas que se partían y chillaban. La agente,
desconcertada, volvió la mirada hacia el coche patrulla. Desde allí,
la observaba Sheila, con el rostro ensangrentado tras el vaho que
formaba el aliento de su respiración sobre el frío cristal de la
ventanilla. Ya sobraba cualquier explicación posible, la agente ya
sabía que Sheila había estado huyendo por un extraño motivo que
ella no comprendía aún, pues no había dado oportunidad a Sheila de
contarle que había secuestrado al hijo del bosque, y que los árboles
iban a hacer todo lo que fuera posible para recuperarlo, tan pronto
como cobraran vida a las doce de la noche.
Súbitamente, desde la oscuridad
de alrededor, la madera de los troncos de los pinos empezó a crujir
casi al unísono. Sheila empezó a dar golpes en el cristal para que
la agente regresara al coche patrulla, pero la policía se había
quedado petrificada por el miedo y miraba de un lado para otro sin
llegar a ver nada. Desenfundó el arma y apuntó en todas direcciones
sin encontrar a nadie, aunque el ruido de ramas agitándose no
cesaba. El crujido se intensificó hasta convertirse en estallido.
Las copas de los árboles se agitaron al tiempo que un grueso tronco
se desplomó más adelante en el camino, dejando la carretera
completamente bloqueada. La agente se apresuró a correr hacia su
coche. A medida que se acercaba, desde la ventanilla, Sheila observó
horrorizada que, de las sombras, las ramas empezaban a surgir como
gigantescas garras afiladas que se cernían sobre la policía.
Poco después, solo hubo crujidos
de madera, gritos de mujer y luces de sirena que iluminaban charcos
de lluvia y sangre en la oscuridad de la noche. Cuando la pesadilla
pasó, en la quietud de la madrugada, el niño de madera quebrada era
arrullado por las ramas en las alturas del bosque.
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