jueves, 14 de noviembre de 2013

Huida en coche

¡Bájese del coche de una maldita vez! ―ordenó la agente de policía a voz en grito―. No pienso repetírselo. ¡Obedezca!

La conductora se agarró fuertemente al volante. Lo apretó tanto como le permitieron los doloridos músculos de sus dedos, recubiertos de cortes y de barro. Ya casi era medianoche, y la oscuridad de alrededor ocultaba la densidad del bosque a través del cual discurría la zigzagueante carretera. Solamente las luces de los faros y los intermitentes destellos de la sirena roja y azul combatían las sombras y arrojaban algo de luz sobre el húmedo asfalto. Sheila estaba segura de que no era buena idea permanecer durante durante más tiempo en aquel peligroso lugar dejado de la mano de Dios. Tanto ella como la furiosa agente tendrían que marcharse en breve si querían salvar la vida, aunque la policía parecía no haberse percatado de ello todavía. Esta, cansada de esperar a que la mujer saliera del vehículo, desenfundó el arma y apuntó directamente a la cabeza de Sheila.



¿Va a obedecerme ahora? ―preguntó con un tono de voz tan firme como furioso.



Sheila reguló el espejo retrovisor interior y miró de reojo al asiento trasero. Suspiró e hizo una mueca con la boca cuando volvió a mirar al frente. .“¿Seré capaz de apartar el coche patrulla si lo embisto?”, pensó, al tiempo que sopesaba sus posibilidades de éxito. Sin embargo, se imaginó a sí misma destrozando ambos coches, y quedando atrapada en el bosque sin escapatoria. Justo entonces, se dio cuenta de que la agente de policía levantaba el brazo, dispuesta a efectuar el reglamentario disparo de advertencia.



¡De acuerdo! ―se apresuró a responder Sheila―. Vale. Ya salgo. Pero no dispare, por favor. No haga más ruido.



Levantó las manos del volante, abrió la puerta lentamente y fue saliendo muy despacio, sin dejar de vigilar asustada de un lado para otro. La agente se apresuró a acercarse a ella. Debía poner a la sospechosa de espaldas, esposarla y cachearla. Ardía en deseos de hacerlo, después de haber tenido que perseguirla durante más de cinco kilómetros por la carretera del bosque. Sin embargo, aunque ya había dado algunos pasos para llegar hasta Sheila, la policía tuvo que detenerse cuando vio el aspecto de aquella mujer. Sheila estaba cubierta de sangre y de lodo.



¿¡Pero qué rayos le ha pasado!? ―comentó con cara de asombro y manteniendo el arma preparada en todo momento―. ¿Está herida?



No... No... ―contestó, nerviosa y con las manos en alto. De vez en cuando, echaba un vistazo ansioso a la curva que tenía más allá del coche patrulla, el camino que la sacaría del bosque―. La sangre no es mía.



Señorita, tiene muchas cosas que explicar. Se viene conmigo a comisaría tan pronto me diga de quién es la sangre.



No, espere ―Sheila bajó las manos para explicarse―, estamos en peligro. Mire en el asiento de...



¡Suba las manos! ¡Arriba he dicho! ¡Encima del techo ya!



A Sheila no le quedó más remedio que obedecer y colocar las manos sobre el techo de su sedán abollado y recubierto de salpicaduras de fango. La agente le propinó un empujón gratuito y Sheila dio con la cabeza contra el marco de la puerta.



No sabes las ganas que tengo de que me expliques por qué tenías tanta prisa antes.



Se lo puedo explicar ahora, pero veo que no quiere hacerme caso.



Ya... ―respondió la policía, poco dada a creerse una sola palabra de lo que decían los infractores a los que esposaba―. No suelo creer a los que huyen de la autoridad a toda velocidad y recubiertos de sangre.



Justo entonces, se escuchó el chasquido de una radio.



Miles, ¿me oyes? ―dijo, de pronto, una desconocida voz de hombre. El sonido, entrecortado por las interferencias, provenía del interior del coche de Sheila―. Miles, ¿me recibes?



¿Qué es eso? ―preguntó la policía, desconcertada―. ¿Quién es Miles? ―un nuevo empujón en la cabeza dio con la ceja de Sheila sobre la chapa, y le abrió una pequeña brecha de la que pronto empezó a manar sangre de manera escandalosamente abundante.



Es un intercomunicador que llevo ―respondió, con un ojo cerrado a causa de la sangre que empezaba a caer―. Es para comunicarme con los demás. Miles es... Era... Bueno, la sangre es de él, creo. No sé si aún está con vida... Todo pasó muy deprisa y yo...



Se acabó, señorita ―tiró de ella para conducirla hasta el coche patrulla―. Empiezo a estar harta de sus historias. Métase en el coche y vaya pensando en buscarse un buen abogado. Luego, voy a coger ese intercomunicador suyo y vamos a dar un pequeño paseo en busca de ese tal Miles.



Mientras caminaban en dirección al coche patrulla, el intercomunicador no dejaba de repetir una y otra vez que la medianoche estaba a punto de caer y de preguntar una y otra vez si Sheila y Miles habían conseguido el objetivo y si estaban a salvo. Cuando la oficial ya había logrado que la escurridiza Sheila encarase la puerta de atrás del coche de policía, sonó la alarma de su reloj de pulsera. Ya había llegado la medianoche.



De repente, se escuchó un llanto de bebé. La agente de policía se dio media vuelta sin soltar a su detenida. El sonido provenía del asiento trasero del coche de Sheila.



¿Qué más sorpresas tienes para mí? ―le preguntó al oído, enfadada, antes de tirar a Sheila en el asiento trasero del coche patrulla. Cerró la puerta con un sonoro portazo.



El bebé que lloraba gritaba con toda la fuerza de sus diminutos pulmones. La policía se aproximó al coche de Sheila e iluminó el asiento trasero a través de la ventanilla de la puerta. El asiento estaba totalmente cubierto de ramas y de lodo. Justo en medio, en un lecho de hojas secas, una pequeña figura se retorcía y se contorsionaba. Cuando la luz de la linterna iluminó al pequeño, la policía no tuvo más remedio que retroceder unos pasos a causa de la fuerte impresión. Aquel bebé tenía la piel agrietada y llena de surcos. Le costaba reconocerlo, pero la agente tuvo la innegable sensación de que aquella criatura, que lloraba y vociferaba sin parar, estaba hecha de madera seca y astillada. Su lloro se iba volviendo más agudo, con un sonido seco e inhumano de ramas que se partían y chillaban. La agente, desconcertada, volvió la mirada hacia el coche patrulla. Desde allí, la observaba Sheila, con el rostro ensangrentado tras el vaho que formaba el aliento de su respiración sobre el frío cristal de la ventanilla. Ya sobraba cualquier explicación posible, la agente ya sabía que Sheila había estado huyendo por un extraño motivo que ella no comprendía aún, pues no había dado oportunidad a Sheila de contarle que había secuestrado al hijo del bosque, y que los árboles iban a hacer todo lo que fuera posible para recuperarlo, tan pronto como cobraran vida a las doce de la noche.



Súbitamente, desde la oscuridad de alrededor, la madera de los troncos de los pinos empezó a crujir casi al unísono. Sheila empezó a dar golpes en el cristal para que la agente regresara al coche patrulla, pero la policía se había quedado petrificada por el miedo y miraba de un lado para otro sin llegar a ver nada. Desenfundó el arma y apuntó en todas direcciones sin encontrar a nadie, aunque el ruido de ramas agitándose no cesaba. El crujido se intensificó hasta convertirse en estallido. Las copas de los árboles se agitaron al tiempo que un grueso tronco se desplomó más adelante en el camino, dejando la carretera completamente bloqueada. La agente se apresuró a correr hacia su coche. A medida que se acercaba, desde la ventanilla, Sheila observó horrorizada que, de las sombras, las ramas empezaban a surgir como gigantescas garras afiladas que se cernían sobre la policía.



Poco después, solo hubo crujidos de madera, gritos de mujer y luces de sirena que iluminaban charcos de lluvia y sangre en la oscuridad de la noche. Cuando la pesadilla pasó, en la quietud de la madrugada, el niño de madera quebrada era arrullado por las ramas en las alturas del bosque.

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