Aquella mañana, Leo se levantó de la cama,
dispuesto a afrontar un nuevo día. Pero sin querer, se tropezó y su
corazón se cayó al suelo. “¿Cómo es posible?”, se preguntó.
“Mi corazón se ha roto. Anoche estaba bien y hoy de pronto está
hecho pedazos. ¿Qué voy a hacer ahora con él? Nadie querrá un
corazón que está roto”, pensó, preocupado.
Meditó durante un rato, hasta que al final tomó
una decisión: lo mejor sería regalar su corazón agrietado a la
primera persona que se interesase por él. Con esta idea en mente,
Leo salió de su casa, montó un puesto con algunos tablones de
madera y expuso su corazón en el mostrador en busca de alguien que
se conformase con él.
La gente iba y venía delante del puesto de Leo,
pero nadie reparaba ni en él ni en su corazón, que se desmenuzaba
cada vez más con cada débil latido. Un día, una chica pasó por
allí. No era la primera que pasaba por el lugar, pero a Leo le
llamaron la atención sus andares seguros y su mirada, con ciertos
aires de tristeza escondidos tras una media melena.
“¿Es verdad que estás regalando tu corazón?”,
preguntó ella después de leer el letrero del puesto. Leo asintió
con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra alguna delante de ella.
“¿Y no te parece un poco... ridículo?”. Leo no supo cómo
reaccionar a aquel comentario. “Solo quiero dárselo a alguien”,
acertó a decir. “Pues yo creo que esta no es la mejor manera de
entregarlo”, dijo ella, sin dudarlo.
Leo se sintió desconcertado. Al fin y al cabo, se
trataba de su propio corazón y debería poder hacer lo que quisiera
con él. La chica se dio cuenta de que Leo la miraba con gesto de
incomprensión. “Ven conmigo”, le propuso ella, y lo cogió de la
mano. “Este no es un buen lugar para explicártelo”. A Leo le
daba miedo dejar atrás su corazón desatendido. Pero no pudo hacer
nada para impedirlo y tuvo que acompañar a la muchacha.
“Me llamo Ana”, le dijo mientras tomaban una
bebida caliente. Fue entonces cuando ella le confesó que a ella
también se le había roto el corazón hace tiempo. Contó que ella
había salido adelante reuniendo los pedacitos de su corazón y
pegándolos con más fuerza que antes para, más adelante,
entregárselo a alguien especial, y no a cualquiera.
La tarde pasó deprisa, y cuando Leo quiso darse
cuenta, ya se estaba despidiendo de Ana, con el incierto deseo de
querer pasar más tiempo con ella. Ella levantó la mano para
despedirse y esbozó una media sonrisa, con la esperanza de que aquel
chico supiese entregar su corazón a quien verdaderamente se lo
mereciese.
Cuando Leo llegó a su puesto, vio para su sorpresa
que su corazón roto no estaba sobre el mostrador. Miró debajo del
puesto, buscó en los alrededores de la calle, e incluso rebuscó en
su casa y la dejó patas arriba. Pero no encontró ni rastro de su
corazón malherido. Fue entonces cuando meditó durante unos segundos
y se dio cuenta de lo que en realidad había pasado. Aquella chica, llamada Ana, se lo había robado.
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