jueves, 31 de octubre de 2013

El río de las almas

Sus cansados ojos reflejaban el espectáculo luminoso que se desarrollaba ante ellos. Desde la infancia de Míjael, sus padres lo habían enseñado a apreciar la belleza de aquel fenómeno y a no tenerle miedo. Fue cuando ya había superado la adolescencia cuando su padre y su madre lo sentaron en el sillón grande del salón y le explicaron la auténtica y macabra naturaleza de aquel raro suceso, localizado delante de su domicilio. Y fue mucho más tarde, cuando Míjael se había convertido en huérfano primero y en adulto luego, cuando supo apreciar cada uno de los segundos de aquella maravilla que fluía constantemente delante de su cabaña.

Míjael siempre había vivido lejos en el norte, donde la nieve dificulta el paso y el hielo es lo único que se alza sobre el suelo. Llanura blanca, lisa, pura, resbaladiza... Y silencio, tan frío como el mismo suelo. Allí, en medio de la nada, el humo que salía de la chimenea marcaba el lugar exacto de su domicilio. En esa cabaña de dos pisos habían sobrevivido sus abuelos, habían vivido sus padres, y allí permanecía Míjael: en soledad y, al mismo tiempo, acompañado por la multitud etérea que siempre estaba de paso.



En aquel momento, Míjael se calentaba las manos pegándolas todo lo posible a la cerámica de la taza. Sopló un poco el chocolate caliente y tomó un pequeño sorbo. La bebida estaba tan caliente que Míjael tuvo que obligarse a mantener el espeso chocolate dentro de la boca. Sintió la placentera sensación del calor subiendo por su garganta hasta la nariz, roja a causa del frío. Muy despacio, fue tragando y permitió que la calidez se diluyera y repartiera por todo su frío cuerpo. Míjael estaba disfrutando del presente al máximo, mientras los de fuera empezaban a echar de menos su vida perdida. Suspiró, muy despacio, y levantó la vista hacia las estrellas. Brillaban con fuerza, compitiendo en intensidad con la mismísima luna llena. Infinidad de puntos luminosos en el cielo eran liderados por una gran foco esférico de luz blanca que parecía más blanco incluso que la nieve. El simple hecho de mirar hacia el cielo nocturno hubiese dejado sin habla a cualquier urbanita acostumbrado a los cielos encapotados y a la contaminación lumínica. Sin embargo, Míjael no se sintió sobrecogido por la belleza del cielo, la veía cada noche, él prefería perder su mirada en la corriente eterna de almas que fluía delante de su casa.



Era como observar una aurora boreal a ras de suelo. Se trataba de una neblina fantasmagórica que fluía como un río a escasos metros de la puerta de entrada de la cabaña. Día y noche, durante todo el año, sin descanso, aquel río de niebla fluía hasta perderse en las inmensas montañas que se adivinaban en la lejanía del horizonte. Aun así, era por la noche cuando el río de niebla brillaba con fulgor propio. Retazos de colores verdosos se mezclaban con remolinos de tono rosáceo, y jirones de niebla azul se amontonaban y luego fluían de nuevo conforme el cauce aumentaba o disminuía. A lo largo de su curso, la neblina formaba imágenes de rostros efímeros, caras que aparecían y desaparecían en un segundo. Identidades de personas recién fallecidas que emprendían el camino hacia el más allá. En las aguas nebulosas de ese río etéreo, Míjael contempló el rostro de sus abuelos primero y de sus padres después, alejándose entre las brumas del río cuando estos habían fallecido. No cabía duda de que en algún momento, Míjael nadaría también en aquellas aguas sin peso ni presencia real.



Tomó un nuevo sorbo y suspiró de nuevo. De pronto, un repentino ruido rompió la calma imperante hasta ese momento. Míjael no perdió los nervios y se arrebujó dentro de la manta que tenía sobre los hombros. Dejó la taza en la barandilla del balcón y se dirigió al piso de abajo, de donde había provenido el ruido.



Bajó los escalones entre bostezos, ya era de madrugada, y el silencio y el hipnótico devenir del río de almas había hecho que le entrara sueño. De nuevo, escuchó nuevos ruidos. Algo correteaba de un lado para otro en la cocina. Míjael arrastró sus pantuflas de pingüino por el suelo y llegó hasta la entrada de la cocina. Allí se encontró con un vaso de cristal hecho añicos en el suelo. Apretó los labios y tomó aire, ya estaba acostumbrado a que, de vez en cuando, sucediese algo parecido. Decidió no encender la luz para poder ver mejor a su visitante y habló en voz alta.



Vale, venga... Sé que estás aquí. Muéstrate, no pasa nada.



Míjael se acercó a la encimera y se acercó un taburete sobre el que se sentó sin quitarse la cálida manta de encima. Envuelto en la manta y en las sombras, volvió a bostezar mientras miraba en todas direcciones en busca de algún tenue brillo delator.



¡Venga! ―insistió Míjael cuando terminó de bostezar―. No tenemos toda la noche. Tienes que salir ahí fuera y seguir tu camino.



¿Mi camino? ¿Mi camino a dónde? ―pronunció una voz que procedía del salón.



Míjael se levantó de su asiento y fue caminando hasta el recibidor. Sus pantuflas hacían ruido en el suelo a medida que el somnoliento Míjael avanzaba. Se detuvo delante del sofá y encontró a su visitante de pie delante de la chimenea. No podía verlo por completo, la luz del fuego diluía en el aire la forma de su cuerpo. Las brumas de su alma solo formaban unos hombros y un rostro que flotaban en el aire. Se trataba de un joven de unos veintipocos años. Las almas que solían colarse en la casa de Míjael solían ser jóvenes que no habían terminado de aceptar su propia muerte.



Hola ―dijo Míjael, levantando la mano como si se tratase de un saludo indio.



El espectro no respondió. Tan solo se quedó allí quieto, flotando y mirando a Míjael con gesto de incomprensión.



Mira, muchacho ―empezó a explicar Míjael―, no puedes quedarte aquí, debes salir fuera y continuar tu camino. No te lo tomes a mal, ¿vale? Pero el caso es que estás muerto y tienes que salir ahí fuera, con los demás muertos como tú, para ir al más allá.



Eso... eso lo sé ―respondió el alma descarriada, sin borrar el gesto de preocupación de su cara semitransparente―. Sé que he muerto... Pero tengo miedo. No sé qué me espera al final de ese camino. Entonces vi esta casa y decidí esconderme aquí. Durante mi vida hice cosas malas... muy malas, a gente buena. No sé qué me esperará al final...



Pues que sepas que quedándote aquí no vas a conseguir nada de nada ―respondió Míjael, que se dejó caer pesadamente sobre el sofá―. Bueno, sí que consigues algo, que me acueste más tarde esta noche. El río te terminará engullendo, créeme.



Pareces muy acostumbrado a ver gente como yo... en mi estado.



Pues sí, mi transparente amigo. Tú no eres el primero que me entra en casa porque tiene miedo. Todos los que han entrado antes que tú me han contado lo mismo: que tienen miedo. Pero la mayoría de ellos entra en razón al rato y ven que lo mejor es seguir adelante y seguir con la vida... Bueno, con la no-vida... Tú me entiendes. Los pocos que se resisten y se quedan terminan siendo arrastrados por una ola de bruma, que se encarga de esos rezagados cabezotas.



Sabes mucho de todo esto.



Llevo toda la vida viviendo en este lugar.



¿Por qué vives en un lugar así?



¿Y por qué no? Tengo paz, tranquilidad, silencio, y un espectáculo sobrenatural que pocos saben que existe. No veo por qué debería irme a otro sitio.



¿Sabes... sabes qué hay al final del río?



No, amigo. Eso tendrás que descubrirlo tú solo ―Míjael se levantó del asiento y se dirigió a la ventana para que el invitado saliese flotando por allí―. Y ahora que hemos hablado y estás más tranquilo, sigue tu camino, todo te irá bien ―dijo, mientras se quitaba con un dedo una pestaña del lagrimal.



La verdad es que agradecería que vinieras conmigo.



Oye, por favor, no te pongas pesado. No seas uno de esos. Lo de la ola de los cabezotas suele ser desagradable para las almas. No quieres pasar por eso, créeme. Además, no podría acompañarte aunque quisiera. Lo siento, pero ese camino es solo para los muertos.



Bueno, eso se puede arreglar... ―dijo el espectro, y desapareció por completo delante de las narices de Míjael―. Como te dije ―añadió su voz oculta― en vida hice cosas muy malas a gente buena.



Míjael se quedó quieto delante de la ventana abierta. Ya no tenía sueño y el corazón empezó a a latirle con fuerza. Jamás nadie de su familia había sido amenazado por un espectro. Pero Míjael trató de calmarse y se convenció a sí mismo de que un ser etéreo no podría hacerle ningún daño. De pronto, escuchó el ruido de cuchillos cayendo al suelo de la cocina.

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