Sus cansados ojos reflejaban el
espectáculo luminoso que se desarrollaba ante ellos. Desde la
infancia de Míjael, sus padres lo habían enseñado a apreciar la
belleza de aquel fenómeno y a no tenerle miedo. Fue cuando ya había
superado la adolescencia cuando su padre y su madre lo sentaron en el
sillón grande del salón y le explicaron la auténtica y macabra
naturaleza de aquel raro suceso, localizado delante de su domicilio.
Y fue mucho más tarde, cuando Míjael se había convertido en
huérfano primero y en adulto luego, cuando supo apreciar cada uno de
los segundos de aquella maravilla que fluía constantemente delante
de su cabaña.
Míjael siempre había vivido
lejos en el norte, donde la nieve dificulta el paso y el hielo es lo
único que se alza sobre el suelo. Llanura blanca, lisa, pura,
resbaladiza... Y silencio, tan frío como el mismo suelo. Allí, en
medio de la nada, el humo que salía de la chimenea marcaba el lugar
exacto de su domicilio. En esa cabaña de dos pisos habían
sobrevivido sus abuelos, habían vivido sus padres, y allí
permanecía Míjael: en soledad y, al mismo tiempo, acompañado por
la multitud etérea que siempre estaba de paso.
En aquel momento, Míjael se
calentaba las manos pegándolas todo lo posible a la cerámica de la
taza. Sopló un poco el chocolate caliente y tomó un pequeño sorbo.
La bebida estaba tan caliente que Míjael tuvo que obligarse a
mantener el espeso chocolate dentro de la boca. Sintió la placentera
sensación del calor subiendo por su garganta hasta la nariz, roja a
causa del frío. Muy despacio, fue tragando y permitió que la
calidez se diluyera y repartiera por todo su frío cuerpo. Míjael
estaba disfrutando del presente al máximo, mientras los de fuera
empezaban a echar de menos su vida perdida. Suspiró, muy despacio, y
levantó la vista hacia las estrellas. Brillaban con fuerza,
compitiendo en intensidad con la mismísima luna llena. Infinidad de
puntos luminosos en el cielo eran liderados por una gran foco
esférico de luz blanca que parecía más blanco incluso que la
nieve. El simple hecho de mirar hacia el cielo nocturno hubiese
dejado sin habla a cualquier urbanita acostumbrado a los cielos
encapotados y a la contaminación lumínica. Sin embargo, Míjael no
se sintió sobrecogido por la belleza del cielo, la veía cada noche,
él prefería perder su mirada en la corriente eterna de almas que
fluía delante de su casa.
Era como observar una aurora
boreal a ras de suelo. Se trataba de una neblina fantasmagórica que
fluía como un río a escasos metros de la puerta de entrada de la
cabaña. Día y noche, durante todo el año, sin descanso, aquel río
de niebla fluía hasta perderse en las inmensas montañas que se
adivinaban en la lejanía del horizonte. Aun así, era por la noche
cuando el río de niebla brillaba con fulgor propio. Retazos de
colores verdosos se mezclaban con remolinos de tono rosáceo, y
jirones de niebla azul se amontonaban y luego fluían de nuevo
conforme el cauce aumentaba o disminuía. A lo largo de su curso, la
neblina formaba imágenes de rostros efímeros, caras que aparecían
y desaparecían en un segundo. Identidades de personas recién
fallecidas que emprendían el camino hacia el más allá. En las
aguas nebulosas de ese río etéreo, Míjael contempló el rostro de
sus abuelos primero y de sus padres después, alejándose entre las
brumas del río cuando estos habían fallecido. No cabía duda de que
en algún momento, Míjael nadaría también en aquellas aguas sin
peso ni presencia real.
Tomó un nuevo sorbo y suspiró
de nuevo. De pronto, un repentino ruido rompió la calma imperante
hasta ese momento. Míjael no perdió los nervios y se arrebujó
dentro de la manta que tenía sobre los hombros. Dejó la taza en la
barandilla del balcón y se dirigió al piso de abajo, de donde había
provenido el ruido.
Bajó los escalones entre
bostezos, ya era de madrugada, y el silencio y el hipnótico devenir
del río de almas había hecho que le entrara sueño. De nuevo,
escuchó nuevos ruidos. Algo correteaba de un lado para otro en la
cocina. Míjael arrastró sus pantuflas de pingüino por el suelo y
llegó hasta la entrada de la cocina. Allí se encontró con un vaso
de cristal hecho añicos en el suelo. Apretó los labios y tomó
aire, ya estaba acostumbrado a que, de vez en cuando, sucediese algo
parecido. Decidió no encender la luz para poder ver mejor a su
visitante y habló en voz alta.
―Vale, venga... Sé que estás
aquí. Muéstrate, no pasa nada.
Míjael se acercó a la encimera
y se acercó un taburete sobre el que se sentó sin quitarse la
cálida manta de encima. Envuelto en la manta y en las sombras,
volvió a bostezar mientras miraba en todas direcciones en busca de
algún tenue brillo delator.
―¡Venga! ―insistió Míjael
cuando terminó de bostezar―. No tenemos toda la noche. Tienes que
salir ahí fuera y seguir tu camino.
―¿Mi camino? ¿Mi camino a
dónde? ―pronunció una voz que procedía del salón.
Míjael se levantó de su asiento
y fue caminando hasta el recibidor. Sus pantuflas hacían ruido en el
suelo a medida que el somnoliento Míjael avanzaba. Se detuvo delante
del sofá y encontró a su visitante de pie delante de la chimenea.
No podía verlo por completo, la luz del fuego diluía en el aire la
forma de su cuerpo. Las brumas de su alma solo formaban unos hombros
y un rostro que flotaban en el aire. Se trataba de un joven de unos
veintipocos años. Las almas que solían colarse en la casa de Míjael
solían ser jóvenes que no habían terminado de aceptar su propia
muerte.
―Hola ―dijo Míjael,
levantando la mano como si se tratase de un saludo indio.
El espectro no respondió. Tan
solo se quedó allí quieto, flotando y mirando a Míjael con gesto
de incomprensión.
―Mira, muchacho ―empezó a
explicar Míjael―, no puedes quedarte aquí, debes salir fuera y
continuar tu camino. No te lo tomes a mal, ¿vale? Pero el caso es
que estás muerto y tienes que salir ahí fuera, con los demás
muertos como tú, para ir al más allá.
―Eso... eso lo sé ―respondió
el alma descarriada, sin borrar el gesto de preocupación de su cara
semitransparente―. Sé que he muerto... Pero tengo miedo. No sé
qué me espera al final de ese camino. Entonces vi esta casa y decidí
esconderme aquí. Durante mi vida hice cosas malas... muy malas, a
gente buena. No sé qué me esperará al final...
―Pues que sepas que quedándote
aquí no vas a conseguir nada de nada ―respondió Míjael, que se
dejó caer pesadamente sobre el sofá―. Bueno, sí que consigues
algo, que me acueste más tarde esta noche. El río te terminará
engullendo, créeme.
―Pareces muy acostumbrado a ver
gente como yo... en mi estado.
―Pues sí, mi transparente
amigo. Tú no eres el primero que me entra en casa porque tiene
miedo. Todos los que han entrado antes que tú me han contado lo
mismo: que tienen miedo. Pero la mayoría de ellos entra en razón al
rato y ven que lo mejor es seguir adelante y seguir con la vida...
Bueno, con la no-vida... Tú me entiendes. Los pocos que se resisten
y se quedan terminan siendo arrastrados por una ola de bruma, que se
encarga de esos rezagados cabezotas.
―Sabes mucho de todo esto.
―Llevo toda la vida viviendo en
este lugar.
―¿Por qué vives en un lugar
así?
―¿Y por qué no? Tengo paz,
tranquilidad, silencio, y un espectáculo sobrenatural que pocos
saben que existe. No veo por qué debería irme a otro sitio.
―¿Sabes... sabes qué hay al
final del río?
―No, amigo. Eso tendrás que
descubrirlo tú solo ―Míjael se levantó del asiento y se dirigió
a la ventana para que el invitado saliese flotando por allí―. Y
ahora que hemos hablado y estás más tranquilo, sigue tu camino,
todo te irá bien ―dijo, mientras se quitaba con un dedo una
pestaña del lagrimal.
―La verdad es que agradecería
que vinieras conmigo.
―Oye, por favor, no te pongas
pesado. No seas uno de esos. Lo de la ola de los cabezotas suele ser
desagradable para las almas. No quieres pasar por eso, créeme.
Además, no podría acompañarte aunque quisiera. Lo siento, pero ese
camino es solo para los muertos.
―Bueno, eso se puede
arreglar... ―dijo el espectro, y desapareció por completo delante
de las narices de Míjael―. Como te dije ―añadió su voz oculta―
en vida hice cosas muy malas a gente buena.
Míjael se quedó quieto delante
de la ventana abierta. Ya no tenía sueño y el corazón empezó a a
latirle con fuerza. Jamás nadie de su familia había sido amenazado
por un espectro. Pero Míjael trató de calmarse y se convenció a sí
mismo de que un ser etéreo no podría hacerle ningún daño. De
pronto, escuchó el ruido de cuchillos cayendo al suelo de la cocina.
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