―¿Y cuánto tiempo llevas
aquí?
Para atajar el frío, Alain dio
palmas con las manos dentro de sus manoplas y luego dedicó unos
segundos a contar los meses mentalmente.
―Creo que llevo más de un año,
pero no me hagas mucho caso. Aquí dentro es bastante difícil llevar
la cuenta del tiempo. Cuando ya llevas más de dos semanas caminando,
todos los días te parecen iguales.
―Vaya... ―respondió Ámber
con un tono apenado en su voz―, eso es mucho tiempo.
―No es para tanto. Lo curioso
es que te terminas acostumbrando. Y una vez que te acostumbras, no
está tan mal.
―¿En serio? Pues yo llevo aquí
tres días y ya estoy de los nervios. Menos mal que te he encontrado,
porque sola me hubiera vuelto loca. Estoy deseando encontrar de una
vez la salida.
―¿La salida? ―Alain sonrió
y compartió una mirada escépitca con la chica―. ¿Pero es que eso
existe?
―Tiene que existir. En todo
laberinto hay una entrada y una salida. Tan solo hay que recorrerlo
para encontrarla.
―Tu nombre era Ámber, ¿verdad?
―Sí.
―Pues mira, Ámber, en todo
este tiempo que llevo dando vueltas aquí dentro, jamás he
encontrado nada parecido a una salida. A veces, cuando hace calor,
puede que haya visto algún espejismo..., alguna pared que parece que
da al vasto horizonte. Otras veces, cuando hay nieve, como hoy, el
brillo del hielo te hace creer que delante de ti el muro desaparece.
Pero nada de eso es real. Tanto en un caso como en otro, las
supuestas salidas son solo meras ilusiones. Jamás he doblado una
esquina y he visto una salida ante mí, créeme. Si no, no estaría
aquí hablando contigo ahora mismo. Lo único que hay aquí dentro
son callejones sin salida y caminos que te hacen dar vueltas en
círculo. Ni más, ni menos.
―Hablas como si no quisieras
salir de aquí.
Alain la miró fijamente, sin que
ninguno de los dos dejase de caminar. Ámber le devolvió la mirada.
Sus ojos eran de un castaño dulce y brillaban con la chispa de la
esperanza. Alain se sintió sobrecogido por la belleza de la muchacha
y durante unos segundos no supo qué decir. Solo se escuchaba el
crujir de la nieve escarchada bajo sus botas.
―¡Claro que quiero salir...!
Si no quisiera salir, dejaría de caminar y me refugiaría en
cualquiera de los agujeros donde paso las noches.
―Entonces, si quieres salir de
verdad, ¿has hecho alguna vez algún mapa de los caminos que has
tomado o has memorizado alguna ruta?
―Últimamente no ―respondió,
avergonzado.
―Pues entonces es que no
quieres salir. Al menos, creo que no “deseas” salir. ¿Sabes lo
que digo? Si de verdad quisieras salir, harías todo lo posible
para...
―Oye, ¿te acabo de conocer y
ya me estás dando lecciones? Te propuse que me acompañaras para que
nos hiciéramos compañía, no para que me hagas sentir como un
capullo.
―Te sientes como un capullo,
porque has estado actuando como un capullo. ¿Más de un año aquí
dando vueltas y no has hecho un miserable mapa?
―Lo intenté, ¿vale? Durante
los primeros meses, lo intenté, pero eso no funciona. Aquí dentro
no funciona lo de los mapas o lo de la memoria. Este laberinto no
tiene fin y cada día parece que las esquinas cambian de sitio. De
verdad, Ámber, no pretendo desanimarte, tan solo quiero que veas la
realidad. Y la realidad dice que de aquí no hay salida.
―¿Y por qué no volvemos al
principio? Podríamos regresar a la entrada y salir de este lugar.
―¿Te sabes el camino de
vuelta?
Ámber se detuvo y volvió la
vista atrás. Se llevó el índice a la barbilla e intentó rememorar
cada uno de los giros que había dado, hasta que se dio cuenta de que
eran demasiados para recordarlos todos. La chica guardó silencio y
avanzó a paso rápido hasta que llegó de nuevo a la altura de
Alain.
―Sigamos caminando ―propuso
él.
―¿Para qué? ¿Para no ir a
ninguna parte?
―¿Es que prefieres quedarte
parada?
―Prefiero hacer algo útil que
nos saque de aquí.
―¿Como qué?
―Dejar un rastro... Hacer
marcas en el camino... Buscar algún sitio elevado desde el que ver
todo el laberinto...
―Ya, claro...
―Alain... ―la chica habló
más despacio que antes―, con esa actitud no me extraña que lleves
tanto tiempo en el laberinto.
Alain se paró en seco y se
dirigió a la muchacha.
―¿Y qué quieres que haga? He
intentado todo eso que dices y no sirve nada. ¿¡Qué más quieres
que haga!?
―Que digas de corazón que
quieres encontrar la salida.
Alain empezó a llorar y las
palabras que iba a decir se atragantaron en la estrechez que el
llanto formó en su garganta. Ámber lo cogió de la mano.
―Yo sí quiero salir de este
laberinto ―le dijo la chica―. Y quiero salir de aquí contigo.
Ámber tomó la delantera y tiró
del compungido Alain para que mantuviera su paso. Cuando giraron la
siguiente esquina, la salida estaba frente a ellos. El rostro de la
muchacha se iluminó de alegría, soltó la mano de Alain y se
apresuró a atravesar la puerta para salir de una vez del laberinto.
Alain fue detrás de ella, con paso lento e inseguro. Con el asombro
marcado en su cara, se quitó el gorro de lana y empezó a estrujarlo
entre las manos mientras Ámber jugaba con la nieve al otro lado del
muro de piedra del laberinto. La chica lo miró, proyectando una
preciosa sonrisa que iluminaba más que el anaranjado sol naciente
que salía por la cordillera de detrás de ella. Ámber se acercó a
la salida desde fuera y, desde su lado, extendió la mano hacia Alain
para que saliera y estuviera con ella.
Alain titubeó y dio un primer
paso inseguro hacia la salida. Ámber lo esperaba fuera, con la
promesa de libertad y de amor. Alain llevaba demasiado tiempo en el
laberinto y estaba acostumbrado a caminar sin ir a ninguna parte. Eso
era a lo que se había dedicado hasta convencerse a sí mismo de que
ese era su verdadero destino. Sin embargo, aquella muchacha había
aparecido de buenas a primeras y había puesto su mundo patas arriba.
En aquel momento, un nuevo horizonte se abría ante él. No estaba
seguro de qué hacer: ¿debería salir y arriesgarse o quedarse y
continuar con lo que ya conocía? El exterior del laberinto le daba
miedo. Estaba asustado. Pero Alain dio otro paso, y la sonrisa de
Ámber era cada vez más hermosa.
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