La puerta se agitaba dentro del
marco como si de un momento a otro fuesen a saltar las bisagras por
el aire. El monstruo golpeaba la madera una y otra vez. Estaba
decidido a abrirse paso a la fuerza, aunque para ello tuviese de
dejarse la piel de los nudillos contra la madera barnizada. Golpe
tras otro, arremetida tras arremetida, la puerta resistió cada uno
de los ataques con una asombrosa resistencia que, sin embargo,
disminuía un poco más con cada sacudida. Las grietas aparecieron
para marcar los puntos débiles y las astillas indicaban que la
madera pronto cedería. Nuevos golpes llegaron luego, y nuevas
heridas se abrieron en la superficie. Dentro de unos pocos segundos
nada se interpondría entre la bestia y sus víctimas. Madre una,
hija la otra, pero ambas sollozantes y asustadas.
―Mami... ―acertó a decir la
pequeña, mientras cogía aire entre lamentos―. Quiero que se vaya.
¿Por qué nos se va? Haz que se vaya, mami. No quiero verlo. Haz que
se vaya ya, mami, por favor ―la lágrimas de la niña se mezclaban
con sus mocos en un llanto asfixiado que parecía imposible de
consolar.
―Tranquila, mi cielo ―la
calmó su madre―. Mami está aquí contigo para protegerte. ¿Ves?
―estrechó a la chiquilla fuertemente entre sus brazos hasta que
llegó a percibir en su piel el latido acelerado de su corazón
asustado―. No dejaré que te haga daño, ¿me oyes? Esa bestia no
te hará daño, porque estoy contigo, mi vida. Y mami te protege, mi
cielo. Siempre te protegeré.
Aprovechó que su hija le
devolvía el abrazo, para mirar cómo la puerta cada vez se agrietaba
más y cómo los tornillos de las bisagras ya apenas se mantenían
dentro de sus agujeros. Colocó la mano delicadamente sobre la nuca
de la pequeña para evitar que la niña girase la cabeza para mirar y
la madre examinó la estancia. La precipitada huida las había
conducido hasta la habitación de invitados. Al menos, así era como
llamaban a aquel cuarto vacío con un colchón en el suelo. El resto
no era nada: solo mugre, papel de pared despegado y una ventana que
daba al jardín de atrás.
―Mami, quiero que se haga de
día ya ―confesó la niña de repente―. El monstruo no sale de
día. Nunca sale de día, mami. Si se hace de día se irá, ¿verdad,
mami?
―Sí, mi vida ―le contestó,
mientras se ponía de pie con ella en brazos―. Cuando se haga de
día todo habrá pasado, cariño...
Con el último golpe, la madera
estalló y la puerta se agrietó por la mitad. La madre, con los ojos
muy abiertos, ya era capaz de ver la silueta de la criatura violenta
balanceándose al otro lado. Aquel ser extraño balbuceó algo
incomprensible y continuó con su ataque eterno, aterrador y
despiadado contra una puerta que, con sus crujidos lastimeros,
parecía disculparse ante las mujeres por no ser capaz de contener el
mal alejado de ellas.
―Mami, ¿falta mucho para que
se haga de día?
―Ya falta poco, cariño.
―Pero, ¿cuánto falta?
―Cuenta hasta cien y se hará
de día ―se apresuró a responder la madre para que la pequeña
guardara silencio y la dejara pensar.
―¡Pero eso es mucho, mami! ¡El
monstruo va a entrar! No quiero ver al monstruo, mami. ¡Quiero que
se haga de día!
Intentó tranquilizarla
acariciándole el pelo y emitiendo siseos suaves. Notó la humedad de
sus lágrimas empapando su hombro. La apretó fuerte contra su cuerpo
y la llevó en brazos hasta la ventana. La frágil madera de la
puerta empezaba a hacerse pedazos, y los golpes seguían siendo
iguales de fuertes. Cuando la madre llegó a la altura de la ventana,
echó un vistazo al exterior. Miró más allá de las descuidadas
ramas de los árboles del jardín. Era de madrugada y no había nadie
caminando por la calle a quien pedir ayuda. Echó un vistazo a las
casas cercanas, pero todas ellas tenían las ventanas cerradas y las
luces apagadas. Bajó la mirada hacia el oscuro suelo, pero el
vértigo la obligó a dar un paso atrás. Apoyó la cabeza contra la
de su hija por el hecho de pensar que su pequeña princesa se hiciera
daño bajando por la fachada hasta el jardín.
Los golpes no dejaban de venir y
los balbuceos de la bestias amenazaban con dolor y sufrimiento.
―Mami, tengo miedo, mami. Haz
que se vaya el monstruo. No quiero verlo.
La madre miró alrededor y no
encontró nada con qué defenderse del monstruo que estaba a punto de
entrar. Se trataba de una habitación vacía con un colchón en
medio. No había nada sólido, ni contundente, ni afilado... Y justo
entonces la puerta cedió y se abrió de par en par lanzando una
lluvia de astillas por doquier. El monstruo se quedó de pie, quieto,
saboreando el momento previo a su festín. Desde las sombras, vigiló
a la madre y a la hija y se supo más fuerte, más cruel y más
malvado. Tomó una bocanada de aire y escupió a un lado.
La madre reaccionó
instintivamente colocando a la niña detrás de sus piernas. Sin
pensárselo dos veces dio un golpe al cristal de la ventana para
romperlo. Cogió uno de los pedazos más grandes que cayeron al suelo
para esgrimirlo como si de un cuchillo se tratase.
El monstruo resopló con
desprecio y tiró la botella de whisky a un lado. Tambaleante, dio el
primer paso dentro de la habitación.
―No des ni un paso más ―lo
amenazó la madre.
―Mami, dile al monstruo que se
vaya.
―¿Monstruo...? ―habló la
bestia con la lengua enredada dentro de su boca―. ¿Esas son las
gilipolleces que le enseñas a nuestra hija mientras yo estoy
trabajando? ―y dio otro paso.
―¡He dicho que no te acerques!
―Esta es mi casa ―dijo el
monstruo―. Y esa de ahí es mi hija, y puedo pegarle cuando quiera.
Para eso es mía ―comentaba mientras se desabrochaba torpemente el
cinturón.
―No le vas a poner una mano
encima, cerdo de mierda.
―¿Y qué vas a hacer?
¿Cortarme con ese cristalito?
La madre apretó fuertemente el
trozo de cristal entre sus dedos. Sumergida en un silencio abrupto,
la madre solo fue capaz de escuchar el llanto de su asustada pequeña.
Las dos ya habían soportado demasiado durante demasiado. La madre
mantuvo la mirada clavada en el monstruo de delante, y estuvo segura
de que, dentro de poco, la sangre de sus dedos no sería la única
que mancharía el trozo de cristal.
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