jueves, 24 de octubre de 2013

El monstruo

La puerta se agitaba dentro del marco como si de un momento a otro fuesen a saltar las bisagras por el aire. El monstruo golpeaba la madera una y otra vez. Estaba decidido a abrirse paso a la fuerza, aunque para ello tuviese de dejarse la piel de los nudillos contra la madera barnizada. Golpe tras otro, arremetida tras arremetida, la puerta resistió cada uno de los ataques con una asombrosa resistencia que, sin embargo, disminuía un poco más con cada sacudida. Las grietas aparecieron para marcar los puntos débiles y las astillas indicaban que la madera pronto cedería. Nuevos golpes llegaron luego, y nuevas heridas se abrieron en la superficie. Dentro de unos pocos segundos nada se interpondría entre la bestia y sus víctimas. Madre una, hija la otra, pero ambas sollozantes y asustadas.

Mami... ―acertó a decir la pequeña, mientras cogía aire entre lamentos―. Quiero que se vaya. ¿Por qué nos se va? Haz que se vaya, mami. No quiero verlo. Haz que se vaya ya, mami, por favor ―la lágrimas de la niña se mezclaban con sus mocos en un llanto asfixiado que parecía imposible de consolar.



Tranquila, mi cielo ―la calmó su madre―. Mami está aquí contigo para protegerte. ¿Ves? ―estrechó a la chiquilla fuertemente entre sus brazos hasta que llegó a percibir en su piel el latido acelerado de su corazón asustado―. No dejaré que te haga daño, ¿me oyes? Esa bestia no te hará daño, porque estoy contigo, mi vida. Y mami te protege, mi cielo. Siempre te protegeré.



Aprovechó que su hija le devolvía el abrazo, para mirar cómo la puerta cada vez se agrietaba más y cómo los tornillos de las bisagras ya apenas se mantenían dentro de sus agujeros. Colocó la mano delicadamente sobre la nuca de la pequeña para evitar que la niña girase la cabeza para mirar y la madre examinó la estancia. La precipitada huida las había conducido hasta la habitación de invitados. Al menos, así era como llamaban a aquel cuarto vacío con un colchón en el suelo. El resto no era nada: solo mugre, papel de pared despegado y una ventana que daba al jardín de atrás.



Mami, quiero que se haga de día ya ―confesó la niña de repente―. El monstruo no sale de día. Nunca sale de día, mami. Si se hace de día se irá, ¿verdad, mami?



Sí, mi vida ―le contestó, mientras se ponía de pie con ella en brazos―. Cuando se haga de día todo habrá pasado, cariño...



Con el último golpe, la madera estalló y la puerta se agrietó por la mitad. La madre, con los ojos muy abiertos, ya era capaz de ver la silueta de la criatura violenta balanceándose al otro lado. Aquel ser extraño balbuceó algo incomprensible y continuó con su ataque eterno, aterrador y despiadado contra una puerta que, con sus crujidos lastimeros, parecía disculparse ante las mujeres por no ser capaz de contener el mal alejado de ellas.



Mami, ¿falta mucho para que se haga de día?



Ya falta poco, cariño.



Pero, ¿cuánto falta?



Cuenta hasta cien y se hará de día ―se apresuró a responder la madre para que la pequeña guardara silencio y la dejara pensar.



¡Pero eso es mucho, mami! ¡El monstruo va a entrar! No quiero ver al monstruo, mami. ¡Quiero que se haga de día!



Intentó tranquilizarla acariciándole el pelo y emitiendo siseos suaves. Notó la humedad de sus lágrimas empapando su hombro. La apretó fuerte contra su cuerpo y la llevó en brazos hasta la ventana. La frágil madera de la puerta empezaba a hacerse pedazos, y los golpes seguían siendo iguales de fuertes. Cuando la madre llegó a la altura de la ventana, echó un vistazo al exterior. Miró más allá de las descuidadas ramas de los árboles del jardín. Era de madrugada y no había nadie caminando por la calle a quien pedir ayuda. Echó un vistazo a las casas cercanas, pero todas ellas tenían las ventanas cerradas y las luces apagadas. Bajó la mirada hacia el oscuro suelo, pero el vértigo la obligó a dar un paso atrás. Apoyó la cabeza contra la de su hija por el hecho de pensar que su pequeña princesa se hiciera daño bajando por la fachada hasta el jardín.



Los golpes no dejaban de venir y los balbuceos de la bestias amenazaban con dolor y sufrimiento.



Mami, tengo miedo, mami. Haz que se vaya el monstruo. No quiero verlo.



La madre miró alrededor y no encontró nada con qué defenderse del monstruo que estaba a punto de entrar. Se trataba de una habitación vacía con un colchón en medio. No había nada sólido, ni contundente, ni afilado... Y justo entonces la puerta cedió y se abrió de par en par lanzando una lluvia de astillas por doquier. El monstruo se quedó de pie, quieto, saboreando el momento previo a su festín. Desde las sombras, vigiló a la madre y a la hija y se supo más fuerte, más cruel y más malvado. Tomó una bocanada de aire y escupió a un lado.



La madre reaccionó instintivamente colocando a la niña detrás de sus piernas. Sin pensárselo dos veces dio un golpe al cristal de la ventana para romperlo. Cogió uno de los pedazos más grandes que cayeron al suelo para esgrimirlo como si de un cuchillo se tratase.



El monstruo resopló con desprecio y tiró la botella de whisky a un lado. Tambaleante, dio el primer paso dentro de la habitación.



No des ni un paso más ―lo amenazó la madre.



Mami, dile al monstruo que se vaya.



¿Monstruo...? ―habló la bestia con la lengua enredada dentro de su boca―. ¿Esas son las gilipolleces que le enseñas a nuestra hija mientras yo estoy trabajando? ―y dio otro paso.



¡He dicho que no te acerques!



Esta es mi casa ―dijo el monstruo―. Y esa de ahí es mi hija, y puedo pegarle cuando quiera. Para eso es mía ―comentaba mientras se desabrochaba torpemente el cinturón.



No le vas a poner una mano encima, cerdo de mierda.



¿Y qué vas a hacer? ¿Cortarme con ese cristalito?



La madre apretó fuertemente el trozo de cristal entre sus dedos. Sumergida en un silencio abrupto, la madre solo fue capaz de escuchar el llanto de su asustada pequeña. Las dos ya habían soportado demasiado durante demasiado. La madre mantuvo la mirada clavada en el monstruo de delante, y estuvo segura de que, dentro de poco, la sangre de sus dedos no sería la única que mancharía el trozo de cristal.

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