—Otra vez esos ojos... esos horribles ojos rojos mirándome
fijamente.
—Vale... —dijo Lena,
resignada. Luego, suspiró, colocó la mano en la rodilla de su
hermana y asintió con la cabeza mientras apretaba los dientes—.
Entonces, resulta que esa niña que ves también tiene los ojos
rojos, ¿no?
Alexia asintió sin decir nada, y
el silencio se propagó por todo el salón como una molesta nube
invisible que enralecía el aire. Lena intentó decir algo
rápidamente, para corresponder así a la sincera confesión de su
hermana Alexia y hacerle sentir que la comprendía y que todo iría
bien a partir de ese momento. Sin embargo, le estaba costando mucho aceptar que su hermana pequeña estaba teniendo visiones
relacionadas con una niña.
—¿Desde cuándo ves... Desde
cuándo ves esas cosas, Alexia?
—Desde lo de Nico... —y apoyó
los codos en las rodillas y escondió su rostro entre las manos.
—Alexia... Nico murió hace año
y medio... ¿De verdad llevas todo este tiempo con esas visiones y no
se lo has contado a nadie?
La hermana pequeña de Lena
volvió a asentir, sin despegar su cara de las palmas. Sentía
vergüenza y miedo. Pensaba que estaba quedando como un auténtico
caso perdido de demencia delante de su propia hermana.
—Alexia..., ¿por qué no me lo
habías dicho antes? ¿Por qué has esperado tanto tiempo?
—Pensaba que la niña
desaparecería y me dejaría en paz con el tiempo. Pero no ha sido
así. Cada... cada vez la veo más. Antes apenas la veía. A lo mejor
asomando por una esquina o corriendo por el pasillo. Y luego
desaparecía un par de días hasta que volvía a verla. Pero ahora...
ahora la veo todos los días... —Alexia tragó saliva y dejó que
las palabras saliera sin ningún tipo de filtro—. La veo a cada
rato, Lena. Me supera. Es... insoportable.
—La estás viendo ahora,
¿verdad? Por eso dices lo de los ojos rojos, ¿no?
Alexia descubrió su rostro y
dejó a la vista de Lena las lágrimas que corrían por sus mejillas.
Asintió de nuevo.
—¿Dónde está, Alexia? ¿Dónde
la ves?
La respuesta llegó en forma de
leve gesto. Alexia apartó ligeramente la mirada de Lena y vio más
allá de ella, por encima de su hombro. La macabra niña, de pie
detrás de Lena, no perdía ni un solo detalle de la conversación.
Con los brazos cruzados, estaba pendiente de si Alexia contaba más
de la cuenta.
Lena entendió el gesto de su
hermana y volvió la mirada. Detrás de ella no había nada fuera de
lo normal. Tan solo la mesita de la esquina, sobre la que había una
lámpara y el teléfono.
—Alexia, ahí no hay nadie. Te
das cuenta de que esa niña de la que me hablas no existe, ¿verdad?
En esta habitación solo estamos tú y yo. No hay nadie más, te lo
aseguro. Por favor, hermanita, dime al menos que te das cuenta de que
esa niña no existe y está solo en tu cabeza.
—Lo sé, y me doy cuenta de
que, en realidad, no existe. Pero ya ha llegado a un punto en el que
no puedo resistirlo más, aunque sean imaginaciones mías. No solo me
molesta verla, lo que de verdad me atormenta es lo que me dice una y
otra vez.
—¿Y qué es lo que te dice,
Alexia? —a Lena se le pusieron los pelos de punta antes incluso de
escuchar la respuesta.
—Me dice que... Me dice que
haga daño, Lena... Y yo... Yo no quiero... —encorvada en su
asiento, Alexia ocultó su mirada avergonzada con una mano—.
Ayúdame, Lena. No estoy bien...
Lena no salía de su asombro. No
podía creer que aquella muchacha, que se había criado junto a ella
y con la que había compartido tantos momentos, ahora se encontrase
rota por dentro y fuese presa de los retorcidos caprichos de su mente
trastornada. Lena suspiró de nuevo y acarició la espalda de Alexia.
—Tranquila, Álex. No pasa
nada. Buscaremos ayuda para ti y superaremos esto juntas, ¿me oyes?
De momento, ya has dado el primer paso, que es contarlo. Has tenido
el valor suficiente para contarlo y eso es muy importante. Es lo
primero para dejar atrás todas esas mierdas y para que lleves una
vida normal. Mírame, Álex —Lena guió la barbilla de su hermana
para que la mirase a la cara—. Saldremos de esta, ¿vale? Mañana
lunes llamaré a un psicólogo y concertamos una cita. No te
preocupes por nada. Estaré contigo a cada paso que des. No estás
sola, Alexia —y cogió su temblorosa mano entre las suyas—. Vaya,
estás hecha un flan.
—Sí... —Alexia esbozó una
tímida sonrisa.
—Voy a prepararte una tila para
calmar esos nervios, ¿te parece bien? —Alexia afirmó con la
cabeza otra vez—. Muy bien. ¿Quieres venir conmigo a la cocina y
me echas una mano?
—No, prefiero quedarme aquí un
rato. Necesito estar a solas... Ahora ya sé que aquí no hay nadie
más.
—Me alegro de oírlo —dijo
Lena, algo satisfecha, aunque todavía sentía el amargor de la
preocupación por su hermana en la boca del estómago. Le dio una
palmadita en la rodilla y salió del salón para dirigirse a la
cocina. Atrás, dejó a Alexia, en silencio.
—Tu hermana se cree muy lista
—habló la niña de ojos refulgentes, que todavía permanecía en
el salón—. Si Lena lo sabe todo y da tan buenos consejos, ¿por
qué sigue siendo una perdedora?
“Mi hermana no es una
perdedora”, susurró Alexia, evitando a toda costa dirigirse a la
niña inexistente.
—Ahora resulta que intentas
ignorarme —prosiguió la pequeña—. Te dicen cuatro palabras
tontas y ya te dejas llevar. Como siempre. No tienes carácter,
Alexia. Haces lo que te dicen sin rechistar y así te va. ¡Reacciona,
Alexia! ¿Crees que por ir a un loquero todo va a mejorar para ti? Lo
que tienes que hacer es tener agallas de una vez por todas y
demostrarle a la sabionda de tu hermana que nadie manda en tu vida
salvo tú. Pero no lo harás, porque eres débil, cobarde... una
pusilánime que se arrastra de un lado para otro dando pena y rogando
una oportunidad. Das pena, y seguirás dándola hasta que hagas algo.
—¿Y qué puedo hacer para
cambiar? Dímelo y lo haré. Pero déjame en paz si lo hago.
La pérfida niña sonrió y sus ojos se
iluminaron con un rojo intenso.
—Ve a la cocina y demuéstrale
a tu hermana quién manda.
Alexia asintió de nuevo, se
levantó y, cuando llegó al umbral de la puerta, se dio media
vuelta.
—Voy a cerrar la puerta. No
quiero que veas esto. Cuando vuelva, espero que hayas desaparecido.
Alexia cerró y dejó a la niña
en el salón. La pequeña, llamada Rabia, fue corriendo hasta la
puerta y apoyó la oreja en la madera. Sonrió alegre cuando empezó
a escuchar el ruido del forcejeo procedente de la cocina.
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