miércoles, 29 de mayo de 2013

Hora de dormir

Llovía como si la creación entera fuese a morir ahogada por el llanto desconsolado de los nubarrones escondidos en el cielo nocturno. Claudia se acercó al cristal y contempló cómo se empezaban a formar charcos en la acera. Las grandes gotas de lluvia caían una detrás de otra, salpicando agua por todas partes. Ya era de madrugada, y no se veía a nadie en la calle. El lugar estaba desierto y húmedo, frío y mojado. Solo había lluvia helada, luces parpadeantes de farolas y ruido constante de chapoteo incontrolable.

Claudia suspiró, y el vaho del suspiro se condensó sobre la superficie del cristal, a escasos centímetros de su nariz. Sintió una punzada de dolor en el pecho cuando recordó que Jacqueline solía dibujar corazones en el vaho de las ventanas. En un intento de traer de vuelta a su hija, Claudia dibujó ella misma la forma de un corazón. Justo después, un nuevo y más profundo suspiro ocultó en parte el trazo que había realizado con la punta del dedo índice. Se trataba de una señal, Claudia estaba segura de ello. Estaba convencida de que el hecho de que casi se borrase el dibujo tenía un significado. Algo le decía que unos poderes superiores, misteriosos e invisibles trataban de convencerla de que ya habían pasado demasiados años desde la pérdida, y el tiempo no le iba a permitir conservar eternamente los recuerdos de su hija Jacqueline. Sin embargo, a pesar de que Claudia creía que el mismísimo dios del tiempo le estaba enviando señales para que soltara la carga de su pasado, ella se resistía a dejarse llevar. Volvió a dibujar el corazón en el cristal, sellando esta vez su dibujo y sus intenciones con un beso estampado justo en medio.



No fue un capricho, sino un impulso, o una necesidad de vida o muerte, lo que la obligó a llevar la mano a su bolsillo y sacar, una noche más, la foto arrugada y descolorida de su hija perdida. Le flojearon las rodillas y tuvo que sentarse. La foto cada vez estaba más estropeada. Una serie de pliegues arrugaba la imagen, y algunas dobleces se habían convertido en surcos blancos de papel desgarrado, que recorrían la imagen como los ríos de un mapa. Claudia, en su búsqueda de desperfectos, obvió las manchas dejadas por las lágrimas vertidas sobre la imagen tantas veces antes. Aun así, a pesar de los daños, la espléndida sonrisa de Jacqueline seguía brillando en la foto, como siempre. Claudia acarició la imagen de la pequeña, y se imaginó cómo reaccionaría a su caricia si estuviese realmente allí con ella.



Mi cielo, mi vida, mi amor”, le dijo en voz alta, a pesar de estar en total soledad. Ese proceso se había convertido en una plegaria ritual que culminaba con un beso a la foto. Esa era la forma que Claudia tenía de desearle las buenas noches a su hija. Esa era la forma que Claudia tenía de mantener vivo el recuerdo de Jacqueline. Así, conservaba viva en su memoria la imagen de su sonrisa, el sonido de su voz, el calor que desprendía su pequeño y delicado cuerpo indefenso cuando la abrazaba. Claudia se acercó la foto a su pecho y dejó que Jacqueline, estuviese donde estuviese, sintiera su latido a través del papel.



“Lo siento, mi vida. Siento no haber estado ahí contigo”, dijo, entre sollozos, acunando la foto de su hija. A pesar de que nunca llegó a presenciar el accidente, un recuerdo inventado se había convertido en su peor pesadilla. Claudia no pudo contener el llanto cuando se imaginó, una noche más, la cruenta escena de su terrible pérdida.



Claudia se imaginaba a sí misma en la cuneta de la nevada carretera, mientras divisaba a lo lejos aquel horrendo camión sin compasión arrollando el autobús en el que viajaba su pequeña. El autobús comenzaba a caer irremediablemente por la pendiente. Claudia no podía ver la caída desde donde estaba, pero escuchaba el metal aplastándose conforme el pesado vehículo caía, y caía, y seguía cayendo haciéndose añicos sin detenerse jamás. Claudia gritaba, chillaba, vociferaba y corría todo lo rápido que podía, sin llegar a avanzar ni un solo centímetro. Oía a Jacqueline pidiendo auxilio entre los metales retorcidos, y Claudia intentaba correr con todas sus fuerzas, pero no conseguía avanzar, seguía quieta en el sitio. Desesperada, Claudia se tiraba al suelo e intentaba arrastrarse para acercarse a su hija en apuros. Pero cuanto más se acercaba, más se alejaba del borde de la carretera. Llamaba a Jacqueline, le decía que saliera de allí, que huyera, que viniera con ella, que se alejase del peligro, que la quería, que no podría vivir sin ella. Y clamaba por ella hasta dejarse la garganta en carne viva, justo hasta el momento de la explosión, sacudida repentina que sacaba a Claudia bruscamente de su ensoñación y la devolvía al triste mundo real.



Claudia tragó saliva en seco. El corazón desbocado palpitaba dentro de su pecho casi al mismo ritmo de la caída de la lluvia de fuera. Sus ojos erráticos recorrieron el lugar hasta que por fin recordó dónde se encontraba y por qué estaba allí. Su mano temblorosa apartó la foto de su frenético pecho y colocó la imagen de Jacqueline delante de sus ojos.



“Buenas noches, mi amor. Nunca te olvidaré, mi cielo. Nunca. Nunca. Nunca...”. Y siguió repitiendo esa palabra hasta que su pulso se normalizó y pudo recuperar el control de sus temblorosas manos. Guardó la foto en el mismo bolsillo y volvió a echar un vistazo fuera. En la acera, una chica se había acercado para guarecerse de la lluvia cerca del cristal. Estaba de espaldas, pero tímidamente miró a Claudia de reojo, aunque siguió actuando como si no la hubiese visto. Seguramente, aquella chica estaba deseando entrar para refugiarse de la lluvia, pero no lo haría, Claudia lo sabía a ciencia cierta.



De cualquier manera, había llegado la hora de dormir y Claudia se despreocupó. Debía dormir bien, de modo que Claudia se acomodó lo mejor que pudo entre sus cartones. Seguro que al amanecer alguien terminaría echándola del cajero en el que iba a pasar esa noche.

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