Llovía como si la creación entera fuese a morir ahogada por el
llanto desconsolado de los nubarrones escondidos en el cielo
nocturno. Claudia se acercó al cristal y contempló cómo se
empezaban a formar charcos en la acera. Las grandes gotas de lluvia
caían una detrás de otra, salpicando agua por todas partes. Ya era
de madrugada, y no se veía a nadie en la calle. El lugar estaba
desierto y húmedo, frío y mojado. Solo había lluvia helada, luces
parpadeantes de farolas y ruido constante de chapoteo incontrolable.
Claudia suspiró, y el vaho del suspiro se condensó sobre la
superficie del cristal, a escasos centímetros de su nariz. Sintió
una punzada de dolor en el pecho cuando recordó que Jacqueline solía
dibujar corazones en el vaho de las ventanas. En un intento de traer
de vuelta a su hija, Claudia dibujó ella misma la forma de un
corazón. Justo después, un nuevo y más profundo suspiro ocultó en
parte el trazo que había realizado con la punta del dedo índice. Se
trataba de una señal, Claudia estaba segura de ello. Estaba
convencida de que el hecho de que casi se borrase el dibujo tenía un
significado. Algo le decía que unos poderes superiores, misteriosos
e invisibles trataban de convencerla de que ya habían pasado
demasiados años desde la pérdida, y el tiempo no le iba a permitir
conservar eternamente los recuerdos de su hija Jacqueline. Sin
embargo, a pesar de que Claudia creía que el mismísimo dios del
tiempo le estaba enviando señales para que soltara la carga de su
pasado, ella se resistía a dejarse llevar. Volvió a dibujar el
corazón en el cristal, sellando esta vez su dibujo y sus intenciones
con un beso estampado justo en medio.
No fue un capricho, sino un impulso, o una necesidad de vida o
muerte, lo que la obligó a llevar la mano a su bolsillo y sacar, una
noche más, la foto arrugada y descolorida de su hija perdida. Le
flojearon las rodillas y tuvo que sentarse. La foto cada vez estaba
más estropeada. Una serie de pliegues arrugaba la imagen, y algunas
dobleces se habían convertido en surcos blancos de papel desgarrado,
que recorrían la imagen como los ríos de un mapa. Claudia, en su
búsqueda de desperfectos, obvió las manchas dejadas por las
lágrimas vertidas sobre la imagen tantas veces antes. Aun así, a
pesar de los daños, la espléndida sonrisa de Jacqueline seguía
brillando en la foto, como siempre. Claudia acarició la imagen de la
pequeña, y se imaginó cómo reaccionaría a su caricia si estuviese
realmente allí con ella.
“Mi cielo, mi vida, mi amor”,
le dijo en voz alta, a pesar de estar en total soledad. Ese proceso
se había convertido en una plegaria ritual que culminaba con un beso
a la foto. Esa era la forma que Claudia tenía de desearle las buenas
noches a su hija. Esa era la forma que Claudia tenía de mantener
vivo el recuerdo de Jacqueline. Así, conservaba viva en su memoria
la imagen de su sonrisa, el sonido de su voz, el calor que desprendía
su pequeño y delicado cuerpo indefenso cuando la abrazaba. Claudia
se acercó la foto a su pecho y dejó que Jacqueline, estuviese donde
estuviese, sintiera su latido a través del papel.
“Lo siento, mi vida. Siento no haber estado ahí contigo”, dijo,
entre sollozos, acunando la foto de su hija. A pesar de que nunca
llegó a presenciar el accidente, un recuerdo inventado se había
convertido en su peor pesadilla. Claudia no pudo contener el llanto
cuando se imaginó, una noche más, la cruenta escena de su terrible
pérdida.
Claudia se imaginaba a sí misma en la cuneta de la nevada carretera,
mientras divisaba a lo lejos aquel horrendo camión sin compasión
arrollando el autobús en el que viajaba su pequeña. El autobús
comenzaba a caer irremediablemente por la pendiente. Claudia no podía
ver la caída desde donde estaba, pero escuchaba el metal
aplastándose conforme el pesado vehículo caía, y caía, y seguía
cayendo haciéndose añicos sin detenerse jamás. Claudia gritaba,
chillaba, vociferaba y corría todo lo rápido que podía, sin llegar
a avanzar ni un solo centímetro. Oía a Jacqueline pidiendo auxilio
entre los metales retorcidos, y Claudia intentaba correr con todas
sus fuerzas, pero no conseguía avanzar, seguía quieta en el sitio.
Desesperada, Claudia se tiraba al suelo e intentaba arrastrarse para
acercarse a su hija en apuros. Pero cuanto más se acercaba, más se
alejaba del borde de la carretera. Llamaba a Jacqueline, le decía
que saliera de allí, que huyera, que viniera con ella, que se
alejase del peligro, que la quería, que no podría vivir sin ella. Y
clamaba por ella hasta dejarse la garganta en carne viva, justo hasta
el momento de la explosión, sacudida repentina que sacaba a Claudia
bruscamente de su ensoñación y la devolvía al triste mundo real.
Claudia tragó saliva en seco. El corazón desbocado palpitaba dentro
de su pecho casi al mismo ritmo de la caída de la lluvia de fuera.
Sus ojos erráticos recorrieron el lugar hasta que por fin recordó
dónde se encontraba y por qué estaba allí. Su mano temblorosa
apartó la foto de su frenético pecho y colocó la imagen de
Jacqueline delante de sus ojos.
“Buenas noches, mi amor. Nunca te olvidaré, mi cielo. Nunca.
Nunca. Nunca...”. Y siguió repitiendo esa palabra hasta que su
pulso se normalizó y pudo recuperar el control de sus temblorosas
manos. Guardó la foto en el mismo bolsillo y volvió a echar un
vistazo fuera. En la acera, una chica se había acercado para
guarecerse de la lluvia cerca del cristal. Estaba de espaldas, pero
tímidamente miró a Claudia de reojo, aunque siguió actuando como
si no la hubiese visto. Seguramente, aquella chica estaba deseando
entrar para refugiarse de la lluvia, pero no lo haría, Claudia lo
sabía a ciencia cierta.
De cualquier manera, había llegado la hora de dormir y Claudia se
despreocupó. Debía dormir bien, de modo que Claudia se acomodó lo
mejor que pudo entre sus cartones. Seguro que al amanecer alguien
terminaría echándola del cajero en el que iba a pasar esa noche.
Muy bonito....:-$
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