jueves, 15 de diciembre de 2016

La bailarina del desierto

Las ráfagas del viento marcaban el compás. Las dunas circundaban la reseca y agrietada planicie, convertida en una improvisada pista de baile para los remolinos de viento. Los granos brillantes de arena se elevaban en el aire y brillaban como diminutos diamantes golpeados por los intensos rayos de sol, que caían verticales desde lo alto de un azul tan puro que parecía inabarcable para la vista humana. La arena se lanzaba contra sí misma en espirales caprichosas de belleza reseca y calurosa. Y, de cuando en cuando, parecía modelar un volumen invisible en el aire, como si una joven transparente bailara despreocupada en un desierto ardiente bajo un calor abrasador.

  El contorno de su cuerpo etéreo tan solo era apreciable cuando los granos chocaban contra ella. El viento silbaba a su alrededor, y ella bailaba, con su larga melena dibujada con una infinidad de brillos arenosos. La muchacha se movía con gracilidad, saltaba entre las grietas abiertas de un suelo que suplicaba por agua, y flexionaba su espalda hasta que su rostro cristalino quedaba frente a frente con el sol del mediodía. Extendía los brazos y los bajaba con delicadeza, como acariciando sensualmente el mismo aire que le permitía el movimiento. Y volvía a lanzarse en un nuevo brinco, un nuevo giro y un nuevo vaivén de su melena, que parecía bailar una danza distinta flotando alrededor de su cabeza.

Daba la sensación de que aquella bella criatura había sido creada con el único propósito del baile. Danzaba despreocupada, cargada de delicadeza y desprovista de aspavientos. Su estilo era refinado y su belleza, desbordante, en un desierto inclemente donde incluso el sol parecía morir de sed. Sin embargo, ella bailaba y nada más, sin ninguna otra preocupación que la de ser delicada y esbelta.

A unos metros de distancia de aquel sobrecogedor espectáculo, un nómada de las arenas observaba escondido y en compañía de su hijo el baile de la joven invisible. El niño asomaba sus ojos redondos, tan curiosos como castaños, por encima del borde afilado de la duna. Su padre le puso la mano cariñosamente en el hombro para que no se asomara más de la cuenta y revelara su presencia.

¿Qué es eso, padre? ―preguntó el joven, con voz queda y la vista clavada en los giros y saltos de la muchacha, que parecía hecha de arena.

Las llamamos Kazes ―respondió él, agachando su rostro moreno curtido por el sol―. Cuando aparecen es señal de buen augurio. El desierto está contento.

¿El desierto puede estar contento?

¡Claro que sí, hijo mío! Y, cuando está alegre como hoy, el viento baila con la arena y aparecen las Kazes, para mostrar esa alegría a los moradores del desierto.

Quiero verla más de cerca, padre ―y el pequeño hizo ademán de levantarse.

Su padre reaccionó rápidamente y afianzó su mano en el hombro del niño para que este no se pusiese de pie.

Detente, hijo. No podemos acercarnos más.

¡Pero de aquí apenas puedo verla! ¡Quiero verla más de cerca!

No podemos interrumpir el baile, hijo mío. Verás ―empezó a explicarle, tras mecerse la barba blanca―, te muestro esto para que conozcas el desierto, para que conozcas el lugar donde vives y aprendas a respetarlo. El baile de las Kazes es sagrado, y no se puede interrumpir con nuestra presencia. Si nos acercamos y la Kaze nos ve, el desierto se enfadará con nosotros y la arena dejará de bailar con el viento. Entonces, la arena entraría en guerra con el viento y se levantaría una tormenta de arena para castigar a quienes hayan osado inmiscuirse en la felicidad del desierto.

¿Pero entonces para qué la muestra si no es para que la veamos bien?

El desierto es sabio, hijo mío. Pero también se hace respetar. Nosotros vivimos en él y debemos conocerlo y convivir con él. Algún día, cuando yo no esté, tú vivirás aquí también, con tu propia familia. Vagarás por las dunas y sobrevivirás donde otros mueren. Tienes que conocer tu hogar, hijo mío. Y comprender sus reglas.

De acuerdo, padre ―reconoció el hijo volviendo a agazaparse obediente en su escondite―. El desierto es nuestro hogar.

El desierto es nuestro hogar. Respeta al desierto, y el desierto te respetará.

Y ambos, padre e hijo, se quedaron contemplando la danza de la Kaze hasta que, poco después, esta desapareció en un torbellino de arena.

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